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La autoridad literaria: círculos intelectuales y géneros en la Castilla del siglo XV

Guillermo Serés

Los tres grupos intelectuales de la primera mitad de siglo

Mediado el siglo XV, es posible distinguir, a grandes rasgos, la existencia de tres grupos intelectuales que se dejan caracterizar por su relación con la Antigüedad grecolatina y por la asimilación de los frutos del Humanismo italiano. Entre los miembros del primer círculo se cuentan los intelectuales que aceptaron e intentaron asimilar las novedades derivadas de la moda cultural clasicista y de los incipientes studia humanitatis, pero entendidos fundamentalmente como una actualización erudita de los viejos parámetros de la cultura medieval. Tal es el caso, por ejemplo, de algunos representantes de la alta nobleza, como el marqués de Santillana, cuyo afán por hacerse con las claves culturales y eruditas, que le permitieran, a su vez, asimilar lo que se leía en Italia, le supuso reunir una biblioteca excepcional, bien nutrida de traducciones de los clásicos, a la cabeza de los cuales cita a Virgilio, Séneca, Ovidio o Cicerón1, además de «le tre corone» italianas. Mucho le influyó en su formación Enrique de Villena (le llama «biblioteca de moral cantar»), que le traduce la Commedia de Dante o la Eneida (destinada, en principio, para el rey don Juan de Navarra), o sea, los opera maiora de las dos culturas de referencia. Le llorará don Íñigo en su Defunsión de don Enrique de Villena, comparándolo con los auctores de la Antigüedad y calificándolo como mediador cultural y gestor de la translatio studii antes que él mismo:

   Perdimos a Homero, que mucho honoraba
145

este sacro monte do nós habitamos;

perdimos a Ovidio, al cual coronamos

del árbol laureo, que mucho se amaba;

perdimos a Horacio, que nos invocaba

en todos exordios de su poesía.
150

Así diminuye la nuestra valía,

que en tiempos pasados tanto prosperaba.

Perdimos a Livio e al Mantüano,

Macrobio, Valerio, Salustio e Magneo;

pues non olvidemos al moral Eneo,
155

de quien se laudaba el pueblo romano.

Perdimos a Tulio e a Cassilano,

Alano, Boecio, Petrarca e Fulgencio;

perdimos a Dante, Gaufredo, Terencio,

Juvenal, Estacio e Quintilïano2.
160


El itinerario de lecturas, desde el cuarteto axial formado por Homero, Virgilio, Ovidio y Horacio («nuestra valía», v. 151) hasta los diecinueve siguientes, es altamente representativo, especialmente por la mezcla de autores antiguos, altomedievales e italianos. Porque la aplicación de dicha cultura clasicista se hace a partir de modelos, géneros, técnicas y objetivos de la tradición medieval. Sin ir más lejos, en el programático Prohemio e carta, para la delimitación de los géneros (comedia, tragedia y sátira) parte de un comentarista de Dante, Benvenuto da Imola, y su concepto cancioneril de poesía, mediatamente provenzal, recuerda el de la Genealogia de Boccaccio, aunque, eso sí, adornado con citas de Cicerón u Horacio, leídos directamente o -lo más probable- espigados, respectivamente, en alguna colección de dichos medievales y en San Agustín3. Al lado de Santillana, o a su zaga, autores como Juan de Mena, Pedro Díaz de Toledo, Pedro de Portugal, Nuño de Guzmán y varios poetas cancioneriles que, deslumbrados por las obras redescubiertas, irán redactando, encargando o leyendo nuevas traducciones e intentarán aclimatar y adecuar los prestigiosos géneros, autores o saberes de la Antigüedad a las técnicas, conceptos o códigos heredados4. Una difícil empresa, pero no infructuosa, pues gracias a la curiosidad y el esfuerzo de estos intelectuales por alcanzar las novedades importadas de Italia se fueron creando las condiciones para la llegada del Humanismo, sin que al parecer pesase demasiado en la elección el fundamento moral de los auctores5. Buena prueba de ello es la obra misma de los citados, graves y menos graves, como las aventuras y amores de las pudorosas heroínas ovidianas, la ampulosa mitología del Séneca trágico, los milites caballerescos de Valerio Máximo, los misterios de Virgilio o la nigromancia de Lucano.

Otro sector intelectual, el segundo, estaba formado por escritores que se acercaron a la cultura antigua con asepsia profesional y la aplicaron con indiferencia o neutralidad, con la distancia de glosadores o explanadores, combinándola con la de las auctoritates medievales, ajustándola a sus cauces formales o genéricos, adecuándola a los modi legendi de la Escolástica6. Así, aunque se puedan observar resonancias clasicistas en Los doze trabajos de Hércules, de Enrique de Villena, sigue siendo un dechado de exégesis medieval; aunque traduzca la Eneida, la moraliza «científicamente», cumpliendo el encargo de romancear a Virgilio y de difundir dichas materias y obras entre los cavalleros, pero para que, fundamentalmente, sirvieran como manual de regimiento de príncipes y como listas o galerías de exempla de la Antigüedad7. Análogamente, cuando Juan Rodríguez del Padrón, por ejemplo, traduce, en su Bursario, las Heroidas tiene a la vista, e incluso imita, la versión alfonsí de la obra ovidiana parcialmente incorporada a la General estoria e incluso algún Ovidio moralizado medieval con que glosar interlinealmente el texto8; cuando redacta el Planto de la Pantasilea, intenta remedar las elegías ovidianas con el planctus medieval, el amor ovidiano con el fino amor; análogamente, en el Siervo libre de amor, encauza la salus en la altercatio escolástica.

Conforme avance el siglo, no van a ser pocos los autores traducidos, total o parcialmente, a las lenguas vernáculas, para uso, principalmente, de los aristócratas legos9. Una avalancha de determinado tipo de auctoritates al alcance de los amateurs que alarmó a algunos intelectuales, de diversa formación: los integrantes del tercer grupo, que intuyeron, unos, o fueron realmente conscientes, otros, del peligro que entrañaba la lectura y posible asimilación de estas obras, en tanto que ciertos valores o ideales que rezumaban se oponían frontalmente a los tradicionales parámetros culturales, doctrinales o morales. El rechazo de una parte de este larvado humanismo se aprecia eventualmente en Alfonso de Cartagena y en Rodrigo Sánchez de Arévalo, Juan Fernández de Híjar, los dos Carvajales, en una parte de la obra de Pérez de Guzmán y en tantos otros. No sólo recelan de la moralidad de algunas lecturas, sino también de la consideración de la elocuencia como un valor en sí misma, como podemos comprobar en este poema de Pérez de Guzmán, cuyo significativo epígrafe reza: «Como no está el seso en mucho fablar nin aun en bien fablar»:

   Si el seso estuviese en mucho fablar,

los tordos serían discretos llamados;

nin está, digo, en bien razonar,

que muchos livianos vi bien razonados.

      [............]

   Non dixo el apóstol sed bien fabladores,

seguid la teórica de Quintilïano,

mas dixo: «carisisimo, estote factores,

non imitadores, que es acto liviano».

Mejor es ser Cato que virgilïano:

la vida de uno nos edeficó,

mas el deleitable que fructificó

[fue] el fermoso estilo del grant mantüano10.


Y dedicado, precisamente, a Pérez de Guzmán (en el tardío 1454), baste ver el Oracional de Cartagena, donde desaprueba «aquel estillo antiguo, gentil e pagano... que fizieron los griegos e aun los romanos ante que la santa fee recibiesen». Un poco antes, viendo algunos fabulosos libros que una parte de los caballeros leía, las licenciosas traducciones que elegían algunos curiales, e incluso de los clérigos, salió a la palestra para criticar las lecturas peligrosas, dirigidas a la imaginación de receptores moral e intelectualmente inermes:

«A libris itaque illis abstinendum erit, qui ad inhonestatem videntur allicere, uti sunt amatoria, bucolica, aliaque poetarum figmenta, que, licet eloquenti stilo et acuta inventione composita sint, magnamque ingenii elevationem ostentent, cum mirabili compositione metrorum exquisitisque verbis coagulata dulcem saporem conficiant, in nonnullis tamen eorum materia obscena et provocativa libidinum est»11.

Para los «militaribus viris», aficionados a las letras, lo más indicado son las crónicas, sobrias, útiles, verdaderas y dirigidas a la memoria y al entendimiento, no a la imaginación12:

«cronice... perutiles sunt ille tamen que vera, non que ficte composita narrant. Nam cum omnia ad dirigendos mores nostros reducenda sint, nonne ridiculum et in fictis et falso compositis soliditatem morum fundare? Ut veraciter ergo vivamus, vera semper iaciamus cementa. Etenim que ficta sunt nedum ex ipsa falsitate reiicienda fore existimo... Sicuti sunt Tristani ac Lanceloti Amadisiive ingentia volumina, que absque aliqua edificationis spe animos legentium oblectant... Huiusce modi enim scripture, etsi nocive nimium sint, infructuose tamen et nullius utilitatis esse videntur».

(pp. 53-54)



También porque las crónicas ofrecen modelos reales que pueden ser imitados por los milites sin formación, demasiado a menudo atraídos por Tristanes, Lanzarotes o Amadises. Cada uno actúe y lea según su estamento y formación -parece deducirse de las palabras del obispo de Burgos-: los scholastici viri (entre los que se cuenta) y los del medium genus, entre los que se cuentan los militares viri. Para éstos, ninguna verdad y ninguna utilidad podrá extraerse de aquellos poetarum figmenta; incluso cree que el Cantar de los cantares plantea graves problemas a los lectores menos formados13.

La actitud de este grupo se remonta más de medio siglo a don Pero López de Ayala (1332-1407), por lo menos, que en 1386 tradujo (aunque de la versión francesa de Pierre Berçuire) las Décadas de Tito Livio, aunque también la encontraremos eventualmente en el último Juan de Mena y el Tostado, Fernando del Pulgar, Juan de Lucena o Alfonso Ortiz. El citado López de Ayala dará una impronta fundamental al afirmar que las Décadas de Livio -historia al fin y al cabo- por él traducidas y comentadas merecen divulgarse para que

«los príncipes e los cavalleros que [las] oyeren tomen buen exenplo e buena esperençia e esfuerço en sí catando cuánto provecho e cuánta onra nace de la buena ordenança e de la buena desceplina de cavallería e de la buena obedencia en las batallas, e cuánto estorvo e daño e peligro viene al contrario»14.

Así, además de la novedad y del gusto de leer 'historias de romanos', el caballero que se acerque a la obra de Livio obtendrá ejemplos de ordenança y desceplina, virtudes siempre asociadas al concepto de caballería; y por si fuera poco, dichas historia fueron leídas como documentos de regimine principum o manuales del arte militar que pudiera aplicarse al presente15. Semejantes propósitos cumplen las traducciones de Frontino, Vegecio, Solino, Justino, Valerio Máximo... Pero éstos, los cavalleros, necesitaban acercarse a los textos con la ordinatio previa de los intérpretes y maestros, que solían ser dictadores, curiales e intelectuales profesionales, de cualquiera de los tres grupos citados. Es decir, que, para estos intelectuales, la interpretación y comentario del texto depende en gran medida del lector al que va dirigida la traducción. Un ejemplo claro es, de nuevo, Cartagena: cuando escribe o traduce para los magnates (por ejemplo, la Cuestión a Santillana16), encauza y orienta moralmente la oratio o la traducción17; cuando, en cambio, se cartea o entrevista con sus 'iguales', italianos o españoles18, ejerce, en lo que cabe, de humanista19.

El círculo de Salamanca y el relevo generacional

Con todo, el tercero no es un grupo uniforme, pues a los López de Ayala o Cartagena sucedieron otras generaciones de traductores y guías que fueron interpretando, con mayor vecindad con el humanismo, lo más florido de la literatura clásica o los escritos de los humanistas italianos; sirva citar, respectivamente, la traducción de Pero Díaz de Toledo de la versión latina de algún diálogo platónico20, o la de Vasco Fernández de Lucena del De moribus ingenuis et liberalibus studiis, de Pier Paolo Vergerio, para don Pedro de Portugal. También de Díaz de Toledo, la Homilía XXII (De libris gentilium legendis) de San Basilio21, cuya versión latina, preparada por Leonardo Bruni, llegó a erigirse en manifiesto a favor de la lectura de los clásicos (aunque siempre según un estricto criterio de moralidad) y en defensa de la poesía y la elocuencia22; dedicada a Santillana, le sirvió como argumento con que enfrentarse a «aquellos que quieren obtrectar ['denigrar'] los estudios de la humanidat». Esta posición, con todas las salvedades que se quieran, va a generalizarse conforme avance el siglo, pues irán evolucionando las actitudes y la consecuente valoración de los clásicos. Juan de Mena (1411-1454) y Alfonso de Madrigal, el Tostado (ca. 1410-1455), los dos curiales, tomarán el relevo del miembro más notorio del tercer grupo y del alto clero, Cartagena, cada vez menos tolerante con la cultura clasicista, o del representante del segundo grupo y de la nobleza, Villena; del primero seguirá, señero, Santillana. Establecerán en la Salamanca de mitad de siglo un círculo intelectual más uniforme del que se sentirán partícipes personajes de muy diverso origen y formación, e incluso de diferentes generaciones: el mismo Juan II (1406-1454), Pérez de Guzmán (ca. 1378-ca. 1460), el propio Santillana (1398-1458), Nuño de Guzmán (¿1410?-¿1475?), Diego de Valera (1412-después de 1488), Diego de Burgos (muerto después de 1458), Gómez Manrique (1413-1491), Fernando de la Torre (ca. 1416-1475), Alonso de Palencia (1423-1492), o Pedro de Portugal (ca. 1429-1466).

Aquella progresiva, aunque no uniforme, aceptación de la cultura clasicista, por otra parte, comportará la extinción de los tres grupos citados, cuya existencia diferenciada no va más allá del medio siglo, pues ni Mena ni Santillana ni Cartagena ni el Tostado traspasan la década de los cincuenta. El 'relevo' generacional, así, tendrá lugar durante este decenio, pues en 1454 mueren Mena y Juan II; en 1455, el Tostado; en 1458, Santillana; por esas mismas fechas, en 1456, Cartagena. Alonso de Palencia ocupará el cargo de secretario de letras latinas que ocupaba Mena y compondrá, ya bajo Enrique IV, una elegía al Tostado23, cerrando simbólicamente una época y abriendo otra que se prolongará hasta la llegada del Humanismo propiamente dicho («Humanismo isabelino», en palabras de Eugenio Asensio), o sea, hasta Nebrija, que llega de Italia en 1470 para desterrar la barbarie de la Universidad y que publica, en 1481, sus Introductiones Latinae24.

De modo que la división en tres grupos intelectuales se circunscribe a la primera 'generación' -y las fronteras entre ellos no son infranqueables, como ilustra el propio Mena-; las siguientes irán asimilando progresiva y más parejamente el contenido real de las obras clásicas para otras tantas utilidades y adecuando los géneros recuperados por los humanistas italianos. De modo que, a la primera, que cierra el Tostado y que se podría completar con los poetas de transición Gómez Manrique (1412-1490) y Pero Guillén de Segovia (¿1413-1480?), sucede la de quienes alcanzan la época de Enrique IV y, aunque no todos, la de los Reyes Católicos, cuya figura más característica es Jorge Manrique (1440-1479). Me refiero a escritores como el citado Alonso de Palencia (1423-1492), Diego Rodríguez de Almela (¿1426?-1491/492), Fernando del Pulgar (1420/1430-antes de 1500), Juan de Lucena (ca. 1430-¿1506?), etc.; sin olvidarnos de la labor de nobles como don Carlos, príncipe de Viana (1421-1462) y traductor de Aristóteles, o del mecenazgo del cardenal Mendoza (1428-1495), hijo de Santillana. También caben en la lista personajes que, aun siendo de la generación de Nebrija (1441/1444-1522), están más cerca, culturalmente hablando, de la de Palencia; tal es el caso de Alfonso Ortiz (ca. 1445-después de 1491) o de Diego de San Pedro (después de 1450-después de 1498), o la del tardío Pedro de Cartagena (1456-1486). Son escritores mucho más familiarizados con las obras clásicas que sus deslumbrados predecesores (de los que se consideran discípulos), que se caracterizan, como veremos, por el abandono casi total del arte mayor (baste ver las Coplas, de Jorge Manrique), por la moderación en el uso de lo más llamativo del legado antiguo y por la progresiva asimilación del contenido real del humanismo italiano.

Nuevos géneros en prosa y la evolución de la poesía

La paulatina familiaridad con la cultura clasicista implica que exterioricen mucho menos su pretendida apropiación. Se comprueba en el cultivo de ciertos géneros -epistulae, orationes y algún que otro dialogus- que demuestran la más que mediana asimilación de los géneros, modelos fines del humanismo25. Si, por ejemplo, tomamos el género epistolar, es fácil comprobar cómo aquellos diletantes de la segunda mitad de siglo van adaptando lentamente el estilo y el decorum ciceroniano o senequista, ya sea por haberlo aprendido directamente de los modelos clásicos, ya de los peninsulares (por ejemplo, de Diego de Valera); pero alejándose progresivamente de la plantilla del ars dictandi26. Pulgar incluso es capaz de discernir los tres géneros ciceronianos: la carta de noticias, el genus familiare et iocosum y el genus severum et grave27, y en su Letra XXI da cuenta, para justificar el género familiar, de que vio a Santillana, Fernán Pérez de Guzmán

«y a otros notables varones escrebir mensajeras de mucha dotrina interponiendo en ellas algunas cosas de burlas que daban sal a las veras. Leed, si os place, las epístolas de Tulio... y fallaréis interpuestas asaz burlas en las veras»28.

Se siente respaldado por una tradición epistolográfica, de la que son buenos y correlativos ejemplos el Libro de las veinte cartas e qüistiones (ca. 1455) de Fernando de la Torre, donde rechaza abiertamente la «retórica frairiega»29 (XXVIII); el epistolario de Alonso de Palencia (a partir de la década de los sesenta30; o la epístola exhortatoria a las letras, de Juan de Lucena (ca. 1492)31. Otro tanto cabría decir, por ejemplo, del desarrollo del género historiográfico, sin el que no se explican los Claros varones de Castilla (impreso en 1486), de Pulgar, mucho más cerca de los modelos clásicos que las Generaciones y semblanzas (1450 y 1455), de Pérez de Guzmán32. Por no hablar del dialogus, que permitirá a Juan de Lucena escribir, más o menos canónicamente, el De vita beata (1463), aunque también tenía el precedente español del Diálogo e razonamiento, de Díaz de Toledo, ya muy alejado de las altercationes medievales.

Conforme avance el siglo, la poesía, como anunciaba, se irá alejando progresivamente del impostado arte mayor (que se seguirá cultivando hasta mediado el siglo XVI) y del estilo latinizante que presidió la generación del medio siglo, pues la de Jorge Manrique dispondrá de una lengua ya formada33. La ostentación erudita irá dejando paso a las citas y alusiones mucho menos explícitas, y la aparente paganización irá cediendo el sitio a una progresiva espiritualidad y a un cultivo mucho mayor de la poesía grave, moral o política; a una especie de ascetismo que buscase «conciliar cristianismo y humanismo». Vuelven a las fuentes de la generación34 precedente a la primera, lo que Rico llama una rebelión en alianza «con los abuelos contra los padres»35, para reencontrarse con los eximios representante de la Patrística y San Pablo, con Séneca y Cicerón de nuevo, con el cristocentrismo de la religiosidad franciscana, que se reconoce en los Manrique. Jorge, por ejemplo, nos presenta a su padre como un catálogo de cualidades, al decir de Pedro Salinas, que se traduce en la síntesis de la virtus clásica y la fe cristiana, o sea, en un compendio de los valores de Ética aristotélica y las virtudes cardinales y teologales del cristianismo36.

Las dos generaciones, con todo, fueran cuales fueran las actitudes, se articularán en torno a Santillana: Villena, el Tostado y otros le traducen y explanan textos latinos; Imperial le trae un remedo del modelo dantesco, formal y alegóricamente, que él perfeccionará; Cartagena le aconseja y traduce obras morales y retóricas; Mena continuará y perfeccionará los «decires» en arte mayor; Nuño de Guzmán (entre muchos otros) le sirve libros y le relaciona con los humanistas italianos; Pedro de Portugal y Fernán Pérez de Guzmán, sus «iguales», también forman parte de su círculo; Pero Guillén de Segovia y Gómez Manrique se postularán como sucesores y, en fin, Jorge Manrique le emulará, y es quien, curiosamente, conducirá la renovación poética, más vinculada al petrarquismo (véase abajo). Hacia el Marqués convergen y de él dependen los afanes de la mayor parte de la intelectualidad «prehumanista». Por eso mismo, alrededor de 1460, en el prefacio a su Triunfo del marqués, Diego de Burgos, familiar suyo, insistía en la idea de auctoritas, con la consecuente translatio studii, que, según él, encarnó como nadie de su tiempo don Íñigo López de Mendoza, digno sucesor de sus «compatriotas» Lucano, Séneca o Quintiliano:

«como el varón de alto ingenio viese por discursos de tiempos, desde Lucano e Séneca e Quintiliano e otros antiguos e sabios, robada e desierta su patria de tanta riqueza, doliéndose dello, trabajó con grand diligencia por sus propios estudios e destreza, e con muchas e muy claras obras compuestas dél mesmo, igualarla e compararla con la gloria de los famosos hombres de Atenas o de Academia, e también de romanos, trayendo a ella grand copia de libros de todo género de filosofía en estas partes fasta entonce non conoscidos, enseñando él por sí a muchos e teniendo hombres muy sabios que a la letura de otros aprovechasen; después desto, mostrando e declarando el seso e las moralidades que las poéticas ficiones en sus fablas tienen veladas, dando a conocer el fruto que de la sabia elocuencia se puede seguir, argumentando la delectación que se toma de las grandes e pelegrinas estorias por las quales los ánimos generosos a grandes fazañas e virtudes son incitados, e no menos trayendo a memoria el proveimiento que dellas se debe tomar para los infortunos casos humanos, e dando en toda dotrina orden de documentos a todo estado de hombres para facerse muy enseñados. Así que ya por su causa nuestra España resplandece de ciencia... Pues si Apolonio así se dolía que de los griegos por industria de Tulio la elocuencia fuese a los romanos levada, cuánto más con razón hoy los de Italia se deben doler e quejar que por lumbre y ingenio deste señor a ellos sea quitada e traída a nuestra Castilla e ya en ella a tanta gloria floresca, que notoriamente se vean sobrados»37.

Diego de Burgos destacaba especialmente la autoridad exegética o hermenéutica del Marqués, que descifró el «seso e las moralidades» que velan las «poéticas ficiones», o sea, la «fermosa cobertura» de la que habla en su Prohemio e carta (véase abajo). A continuación subrayaba que hizo trasladar las historias ejemplares, «grandes e pelegrinas», para que los «cavalleros» de su tiempo las leyesen e imitasen38, o para que escarmentasen con los casus virorum illustrium de la Antigüedad, considerada como galería de ejemplos39. También encargó o redactó, sendas ordinationes de los consejos («documentos») de «toda dotrina», para cualquier «estado de hombres», como son, por ejemplo, los Proverbios. Por él, en fin, nos tiene envidia Italia. Y, por supuesto, dio la pauta para toda la poesía culta posterior, como se demuestra en la misma invocación de la «Comedieta de Ponza» (1435-36), uno de los poemas más admirados de su tiempo:

¡O lucido Jove, la mi mano guía,

despierta el ingenio, aviva la mente,

el rústico modo aparta e desvía

e torna mi lengua, de ruda, elocuente!


(II, 9-12)



Pauta incluso, dicho sea de paso, de las diametralmente opuestas Coplas de Manrique, que usa los mismos verbos del verso 10 en el arranque del poema: «Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte». Consecuente con la translatio, el título de la obra de Diego de Burgos vincula a Santillana con la más brillante poesía anterior: los homónimos «trionfi» de Petrarca, de quien incorpora muchos elementos, incluida la descripción de la Muerte que visita a Laura:

Y vi la que antes dubdosa tenía

mostrar ya su forma humana de cierto,

la cual un gran manto de negro traía40.


Al poco, desaparece el Marqués y se incorpora Dante, que le guía por el infierno hasta el purgatorio, donde contemplan a los personajes que confían llegar al paraíso, armados por la «ínclita fama», que les permitirá triunfar sobre la muerte. Son los mismos que ve Petrarca en el tercer triunfo, y los cita por sus virtudes militares y literarias: entre éstos, Villena, Alonso de Cartagena, Juan de Mena y el Tostado. Todos pronuncian sendas laudes del Marqués, que habla en último lugar para agradecer a Dios los dones recibidos; a continuación sube al paraíso y despierta del sueño.

Los tres Petrarcas

Poco más tarde, Juan de Lucena convoca de nuevo a Santillana y a los citados, y también difuntos, Cartagena, y Mena, representantes respectivos de los tres estamentos «autorizados» (la nobleza, el alto clero, y el intelectual profesional: a sus ojos, lo más cercano a un humanista) para su diálogo de vita beata, llamándoles, en la dedicatoria a Enrique IV, antonomásticamente Petrarcas:

«al reverendo Alfonso de Cartagena, présul burguense, fago mantenedor de la cuestión, y al magnífico Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, con el príncipe de nuestros poetas, Juan de Mena, como si vivos altercasen, ventureros; do al partir de la tela, intervengo... Resuscité estos Petrarchas, sepelidos de días, porque de su gravísimo nombre haya este mi libelo mayor autoridad»41.


La convocatoria de estos Petrarcas, ya «sepelidos», tiene dos significados principales: uno, político, pues fueron tres personas muy cercanas al poder; otro cultural, al presentárnoslos como auctoritates, como pilares de un canon moderno y estrictamente español, capaces de asumir las condiciones de la translatio studii a que aludía Diego de Burgos, y una potencial translatio imperii. El que mejor representa los «nuevos valores», donde confluyen la virtus guerrera y las litterae, es Santillana; a Mena, por su parte, lo caracteriza Cartagena como el «poeta mayor», pues «en nuestra edat, ni conocemos poeta mayor de ti ni semejante: tú jurisconsulto, tú metafísico y grand virgilista» (p. 114). Una síntesis de las aspiraciones intelectuales de aquellos tiempos: el derecho, la filosofía-teología y la poesía clásica, que le han hecho tener «magrescidas las carnes por las grandes vigilias tras el libro, mas no durescidas y callosas de dormir en el campo; el vulto pálido, gastado del estudio, mas no roto ni recosido por encuentros de lança» (p. 131).

Pero el nombre y condición del primer humanista, Petrarca, no sólo era un referente para un poeta, romancista o culto, como Santillana o Mena, sino también para los que cultivaban la teología o la filosofía moral, como Cartagena; o la historia, como López de Ayala o Palencia; la erudición, como Villena o el Tostado, etc., etc.42. Porque, a la postre, la obra latina del toscano es un compendio de todas las disciplinas, como las citadas, y de la filosofía natural, la elocuencia, la filología en suma. Y aunque todas contienen una parte del verum, únicamente a la poesía compete iluminarlo, una vez desvelado su constitutivo figmentum43. De modo que, salvedad hecha de la naturaleza imaginativa de su lenguaje, el verum del poeta no es diferente de lo que el historiador, el filósofo moral o el natural consideran verdadero. Recuérdese que si Petrarca suele optar por la voz figmentum, referida a la poesía, no es sólo para atenuar la idea del necesario velamen poético44, sino también para subrayar la naturaleza intrínsecamente libre de la creación literaria. No se trata de «cubrir» la sustancia de la verdad, sino, más bien, de exaltarla, pues la forma poética sería como el plato de oro, no el cibum en sí mismo45. Para las personas cultas, en esa oscuridad reside precisamente el mérito de la poesía y su dulzura; en este personal y difícil descifre radica gran parte del placer que procura46. El vulgo no sabe extraer de allí la veritas rerum47.

En la Castilla del Humanismo incipiente, la versión «laica» más difundida de las afirmaciones de Petrarca es la que recapitula a mediados del XV uno de los Petrarcas de Lucena y el mejor representante del primer grupo: otra vez Santillana, que se sentía heredero de la tradición exegética para romancistas -lo recordaba Diego de Burgos-, que podía haber conocido leyendo algunos de aquellos pasajes de Petrarca o los muchos libros glosados de su biblioteca. En este sentido, diferenciaba a los trovadores, o decidores, de los poetas, como Francisco Imperial, puente con los escritores italianos48, cuyas «obras se muestran de más altos ingenios, e adórnanlas e compónenlas de fermosas e peregrinas historias»49. El poeta, para Santillana, se asocia con la poesía «sabia», que, además de la técnica trovadoresca, ha asimilado e incorporado toda la tradición medieval, la fusión de lo pagano y lo judeocristiano, renovándola con algunos auctores de la Antigüedad recientemente exhumados, que trae como fuentes o como referentes para su aplicación alegórica o uso ejemplar. Así, cuando al principio de su Prohemio e carta recuerda que la poesía es un «fingimiento de cosas útiles, cubiertas o veladas con muy fermosa cobertura, compuestas, distinguidas e escandidas por cierto cuento, peso e medida» (p. 52), tiene presentes algunos de los principales tópicos, conceptos y tradiciones50. Por una parte, la tradición que al verbo fingere, de valor claramente figurativo, lo hace sinónimo de 'componer, representar, dar forma o figura, expresar con imágenes el pensamiento o las cosas imaginadas'. Porque Petrarca remacha en sus Invective contra medicum, traducidas por Hernando de Talavera más tarde,

«oficio de poeta no es fengir ni menos mentir... oficio de poeta es adornar y componer la verdad de las cosas con fermosas coberturas por que sea oculto al vulgo, de que tú eres parte última y postrimera, pero a los estudiosos e ingeniosos lectores trabajosa en buscar y dulce en fallar. En otra manera, si falsamente crees (como los necios suelen, que lo que non pueden alcançar vituperan) que oficio de poetría sea mentir, quiero luego que creas que eres el mayor de los poetas tú, cuyas mentiras son cerca más que palabras»51.


Con las «cosas útiles», por otra, Santillana puede estar refiriéndose al tradicional hermanamiento de poesía y teología (o verdad), o sea, a la tesis de que los mitos poéticos expresan velada o alegóricamente 'verdades universales' de una primitiva teología. Aunque también puede ser -y es lo más probable- que con tan vaga expresión Santillana simplemente señale que las fábulas y mitos poéticos han de tener una finalidad eminentemente didáctica, moral, añadidas o no a la ornamental52, tal como Villena, representante del segundo círculo, le enseñó en la traducción de la Eneida, desde la concepción de Virgilio como vate53. Está enlazando con la tradición del velamen y del integumentum («cubiertas o veladas con muy fermosa cobertura»54) y con la representada por el modelo de Imperial, Dante, para quien la poesía es «fictio rethorica musicaque poita»55, donde viene a decir que la poesía es una fictio (con el valor de 'composición') que se llama poesis porque está poita ('hecha, compuesta') con el concurso de la retórica y la música, o sea, de la métrica.

El decir alegórico. Juan de Mena y la culminación del arte mayor

De estos planteamientos deriva Santillana el decir alegórico, muchas veces sub specie de visión, sueño, viaje imaginario, o una combinación de los tres56. Pues aunque fue cultivado previamente por los poetas del Cancionero de Baena, especialmente por el citado Imperial o por Diego de Valencia, la cuidada dispositio de los poemas mayores de Santillana le darán la dignidad que requerían la alta inventio y esmerada elocutio que habrán de seguir desde Juan de Mena hasta sus émulos finiseculares como Juan del Encina o Juan de Padilla, el Cartujano. Porque Santillana supo dotarlos de erudición clasicista, vocabulario y sintaxis latinizante, temas elevados, políticos y morales, y, por supuesto, el arte mayor, que llevará a la perfección Juan de Mena (véase abajo) en el Laberinto de Fortuna (1444), mejorando los planteamientos poéticos de los últimos años del Marqués. Incluso cuando Jorge Manrique y sus seguidores se decidieron a cultivar los géneros menores, a base de reelaborar los componentes más herméticos «de una tradición poética basada en la annonimatio, la repetitio y el conceptismo, se movieron en el núcleo de los elementos característicos de una cantera poética que Santillana había recuperado desde una tradición más arcaica, aunque un tanto abandonada..., por los poetas del siglo XIV»57. No previó, con todo, la pujanza que tuvo la poesía de tipo tradicional desde fines del siglo XV ni el rápido envejecimiento del arte mayor. Pero, en otro orden de cosas, sí fue capaz de la modernidad radical del «Bías contra Fortuna», donde, retomando unos versos de los Proverbios (1437), se contempla, desde la perspectiva estoica, el suicidio como «un sublime acto de magnanimidad»58. Sin que ello suponga renunciar a la preeminencia de la littera bíblica sobre la poética59. Santillana, en fin, defiende la libertad creativa, vinculada a la voluntas auctoris, como vimos hacía Petrarca a la vista de San Agustín. Es una paradoja que los autores menos litterati, como él, sean más libres y estén más cerca del litteratissimus Petrarca que los más letrados, como Cartagena o el Tostado, y más cerca de su hermenéutica, a pesar de no conocerlo profundamente.

Sea cual sea el contenido o trascendencia de la «verdad» encubierta de la poesía que postula Petrarca, o el de la «utilidad» velada de Santillana, aquella verdad y esta utilidad, de la que ya se han desprendido las siempre obligadas interpretaciones alegóricas de antaño, particulares e inmanentes -a veces «subintellectas» al decir de Villena60-, se perciben, se difunden y se retienen mejor con el concurso de imágenes, fábulas, figuras o mitos61. No es preciso recordar que el procedimiento era tan habitual como el propio acto de escribir. Baste traer un testimonio de tiempos no muy posteriores a los de Santillana: el del humanista salmantino Giacomo Publicio62, que volverá a demostrar su aplicación práctica en su Oratoriae artis epitoma (Venecia, 1482), donde indica que las intentiones simplices y «espirituales» deben ser ayudadas por alguna «similitud corporal»; si no, desaparecen muy rápidamente de la memoria, pues las imágenes tienen, precisamente por su collocatio in locis, la capacidad de fijar en el recuerdo las ideas, los términos y las nociones63.

El tercer Petrarca, Juan de Mena lleva al extremo, como digo, el llamado arte mayor, perfeccionado por Santillana, aun siendo muy consciente de que

   Non me conmueve la gran disciplina

de la poesía moderna abusiva,

nin hobe bebido la linfa divina,

fuente de Phebo, muy admirativa,

nin sope el camino por qué lugar iba

la selva Safos en el monte Parnaso,

mas causa me mueve del daño que paso,

que fuerças y seso y bienes me priva64.


(«Claro Escuro», XV, 134-141)



Sabía que ceñirse a «la gran disciplina / de la poesía moderna abusiva» suponía alejarse del uso normal de la lengua y asumir la artificiosa convención poética del arte mayor, para intentar dotar al lenguaje y contenido de sus obras de una dignidad estética que no desmereciera frente a las prestigiosas poética y poesía latinas e italianas, principalmente con el anisosilabismo y ostensible presencia de determinadas marcas fónicas del verso de arte mayor, pues su ritmo dactílico se parecía al del hexámetro latino, como recordaba Gonzalo García de Santa María: «según la natura del verso latino, que va a pares e es hexámetro, no me parecía le respondiese otra specie de coplas». Pero, además de la métrica, de aquellos modelos también quisieron emular el contenido, los artificios expresivos y el concepto mismo de poesía, pues la quisieron, como la de los latinos, capaz de acomodar contenidos prestigiosos, resonancias culturales clasicistas y elevada retórica. Mena acabó rechazando las manifestaciones puramente externas del Humanismo trasplantado, pues, por lo general, en sus primeras manifestaciones consistió en unas cuantas pinceladas mitológicas, en ciertos usos exóticos de latinismos o en una imaginería erudita (concebida la Antigüedad como galería de ejemplos) con que estar a la altura de la modernidad, pero apenas se ahondó en otros aspectos.

Pese a haber compuesto medio centenar de poemas encuadrados en los principales temas y géneros de la lírica cortesana (canciones y decires amorosos, piezas políticas y de circunstancias, preguntas y respuestas, enigmas y coplas satíricas) que gozaron de una amplia aceptación, pues no en balde figuran en más de treinta cancioneros y fueron recogidos en las tantas veces editadas Obras del famosissimo poeta Juan de Mena, comentadas por Hernán Núñez (1499) o el Brocense (1582), como si fuera un autor clásico; pese a que en sus «coplas de amores en la verdad es singularissimo» -al decir de Juan de Valdés-, Mena siempre consideró (con el asentimiento de la crítica posterior) que sus obras de mayor aliento poético eran las escritas al amparo de la poética del arte mayor65. No sólo porque la 'elevada' materia requería la métrica, el ritmo y la lengua que dicha poética favorecía, sino también, y especialmente, por su mayor versatilidad y libertad formal, aun dentro de ciertas rigideces métricas y rítmicas, que permitía demostrar un saber plagado de auctoritates y exempla. Como consecuencia, el arte mayor violentó la prosodia, la norma gramatical y el léxico. Porque la férrea «disciplina abusiva» rítmica, métrica, retórica y cultural se distanció de la lengua usual para dar cabida en versos de tan larga andadura a latinismos osados y extravagantes, arcaísmos, enumeraciones de exempla de la Antigüedad, remedos de estructuras sintácticas latinas, alegorías de raíz dantesca y toda suerte de recursos que permitieran hacerse con una poética culta propia, que emulara la de los grandes modelos italianos y que conviniera al estilo elevado, sublimis, y al contenido grave.

Testigo, Juan del Encina, que en su Arte de poesía castellana (1496) indicaba que «el arte mayor es más propia para cosas graves y arduas», establecía la diferencia métricamente y le buscaba un ancestro ilustre:

«Hay en nuestro vulgar castellano dos géneros de versos o coplas: el uno, cuando el pie consta de ocho sílabas o su equivalencia, que se llama arte real; y el otro, cuando se compone de doce o su equivalencia, que se llama arte mayor. Digo su equivalencia, porque bien puede ser que tenga más o menos en cantidad, mas en valor es imposible para ser el pie perfeto; y bien parece nosotros haber tomado del latín el trovar, pues en él se hallan estos dos géneros»66.

No obstante las palabras de Encina, a primera vista lo más sorprendente del arte mayor es su versificación, es decir, las normas métrica y rítmica, porque es un verso anisosilábico (oscila entre las diez y las catorce sílabas, aunque tiende a regularizarse en doce), dividido en dos hemistiquios que invariablemente presentan cada uno dos tiempos marcados y separados entre sí por dos sílabas átonas, independientemente de donde recaiga el primer ictus, como se comprueba en estos versos del Laberinto:

Laberinto, v. 181f y v. 118c

Pero precisamente por ser una «disciplina abusiva», puede recaer el ictus en una sílaba usualmente átona:

Laberinto, v. 110g

e incluso puede haber dos ictus en una misma palabra o segmento fónico:

Laberinto, v. 124a y v. 143d

La repetición sistemática de este riguroso esquema acentual (ó o o ó), que no silábico, surte un vigoroso efecto rítmico, muy conveniente con el género y contenido sublime que quiere alcanzar el poeta. Con todo, lo más importante de la adopción de este modelo de verso, de esta «coacción del ictus», como la llamó Lázaro Carreter en su lúcido estudio67, no afecta sólo al verso y al ritmo, sino que se convierte en un sólido patrón que modelará artificiosamente la lengua, creando una profunda distancia entre la lengua del verso y el idioma común. Una vez lograda la distancia (y ahí está la paradoja cuando invocan como dechado el latín), los poetas prescinden no sólo del modelo latino, sino también del uso coherente del castellano, estén forzados por el ictus y demás requisitos del arte mayor o no lo estén, pues hay otros fenómenos sintácticos y retóricos: violentos hipérbatos («Divina me puedes llamar Providencia», 23h), oraciones de infinitivo o participio presente a la latina («Desque sentida la su proporción / de humana forma non ser discrepante», 22a-b) y un largo etcétera que detalló María Rosa Lida.

La decadencia de una estética erudita

Al final de su vida, Mena, al fin y al cabo curial entre aristócratas, se dio cuenta de que los artificios del arte mayor y la recreación clasicista que comportaban no convenían al contenido moral de la poesía, en concreto de las Coplas de los siete pecados mortales. Es posible que fuera consciente de que, a diferencia de las italianas, las letras españolas de su tiempo no conseguían la adecuación de ambos planos, moral y estético, por lo que resultaba perjudicial el uso atolondrado de la cultura clasicista:

Fuyt o callad, serenas

que en la mi edat pasada

tal dulçura enponzoñada

derramastes por mis venas.


(2a-d)



   [...]

Non se gaste más pabilo

en saber quién fue Pegaso,

las dos cumbres del Pernaso,

los siete braços de Nilo,

pues nós llegamos al hilo

y sabemos que de nós

juzgando recibe Dios

más la obra que el estilo.


(7)



Sabiéndose primus inter pares, las Coplas serían como un antídoto de la «dulçura emponzoñada» (2c) que rezumaban aquellas obras clásicas mal asimiladas o leídas sin criterio. Es posible que se diera cuenta de que utilizar la «materia» antigua únicamente para dotar de «estilo» elevado a ciertas composiciones no tenía ningún sentido68, por lo que, tras invocar a la «cristiana musa», despide a los gentiles. Consecuente con el contenido, el decoroso estilo de estas coplas de arte real (que siguen bullendo en ecos clásicos, aunque a contrario) está muy lejos de los violentos latinismos y estructuras sintácticas del arte mayor. Llega incluso a denostar las alusiones cultas dudosamente morales: «A Dido con otras gentes / infamo munchas vegadas» (9a-b), y, en fin, a desterrar la dulcedo gentil: «Cese nuestra fabla falsa / de dulce razón cubierta» (11a-b). En su palinodia reivindica la ejemplaridad y gravedad de una poesía libre de la esclavitud rítmica del arte mayor y de la imaginería erudita a base de ejemplos y fábulas sacados de los repertorios la Antigüedad:

Usemos de los poemas

tomando d'ellos lo bueno,

mas fuygan de nuestro seno

las sus fabulosas temas;

sus ficiones y problemas

desechemos como espinas...

[...]

Del esclava poesía

lo superfluo así tirado,

lo dañoso desechado,

seguiré su conpañía

a la cathólica vía.


(14a-f, 16a-e)



En estas últimas obras de Mena, así, se aprecia una actitud que recuerda al Cartagena del Oracional o al Pérez de Guzmán de los Loores de los claros varones de España (ca. 1450):

   Vaya Virgilio cantando

su arma virumque cano,

proceso inútil e vano,

   [.......]

la poca o pobre substancia

con verbosidad ornando.

Ovidio poetizando,

   [.......]

ornando materias viles

con invenciones sotiles,

su alto estilo elevando.

   Aquestas obras baldías

parecen al que, soñando,

falló oro e, despertando,

siente sus manos vacías;

asaz emplea sus días

en oficio infructuoso

quien solo en fablar fermoso

muestra sus filosofías.


Ahora Mena quiere manifestar la necesidad de alejarse de algunas lecturas iniciales y de su aplicación literaria, pues parece llegar a la conclusión de que no aportaban nada a la gravedad y profundidad moral requeridas por el quehacer literario o intelectual. Así, en las Coplas cantará una palinodia con la que pretende poner en evidencia los peligros e impertinencia de cierta erudición superficial, mal asimilada o sin los necesarios fundamentos o resonancias morales, que, por ejemplo, practicó en la Coronación o Calamicleos (1438), en arte real, pero sazonada con latinismos (colaudar, noverca, basis, etc.), hipérbatos y giros latinizantes69. En el «Claro escuro» alternó los oscuros recursos y alusiones cultas del arte mayor con la poesía de cancionero, funcionando las canciones en arte real (no menos oscuras, en otro sentido) como una suerte de contrapunto explanatorio de las coplas de arte mayor70. Como si desplegara a los ojos del lector ambos recursos y técnicas, alterna coplas «escuras», donde acumulará las referencias clásicas eruditas, y claras, sazonadas con los tópicos amorosos de la poesía de cancionero: una especie de stilus mixtus en que combina dos poéticas distintas y que también utilizará en El fijo muy claro de Yperión.

La incorporación con mayor o menor propiedad de esta cultura del arte mayor en las obras citadas no impidió, al contrario, que la rechazase en las Coplas de los siete pecados mortales. El hecho mismo de que estas inconclusas coplas las continuasen Gómez Manrique, Pero Guillén de Segovia y fray Jerónimo de Olivares, durante los dos reinados siguientes (Enrique IV y los Reyes Católicos), es muy pertinente con la evolución general de la poesía prerrenacentista71, mucho más marcada ideológicamente en la segunda generación, por lo que recomienda Pero Guillén:

No ocupemos el sentido

dó son los montes de Gete

nin si las aguas de Lete

bebidas ponen olvido,

ni apuremos si fue Dido

más constante que Jocasta,

pues tiempo que allí se gasta

en fin se halla perdido.

   [.......]

y si salvar nos queremos

en la fe de cristiandad,

fuyamos de voluntad,

con razón nos conformemos72.


El círculo intelectual del obispo Carrillo

Al parecer, Gómez Manrique y Pero Guillén no harían sino continuar, en el círculo del obispo Carrillo, «la labor de Santillana y de Mena, pero con una clara diferencia evolutiva, en el sentido de conseguir un mayor sincretismo sacroprofano a través de la integración de lo paulinista y lo estoico»73. La profunda admiración de Guillén por Mena la subraya él mismo al declararse discípulo suyo, y su obra más larga, el Debate de la Razón contra la voluntad, escrita entre 1469 y 1474, depende directamente del Laberinto, tiene semejantes objetivos y análoga disposición estructural (los siete cercos astrológicos) y reproduce el esquema de la visión a lo Francisco Imperial que emuló Santillana y perfeccionó Mena74. Y a Gómez Manrique lo designa como sucesor de Santillana, su tío75, el que fuera su secretario y traductor, Pero Díaz de Toledo (ca. 1418-1466), en el prólogo a las glosas a la Querella de la gobernación, del propio Gómez Manrique:

«Principia e comienza asimesmo este cavallero Gómez Manrique, el cual, si el tiempo le da logar a continuar e continúa, irá en el alcance a los cavalleros nombrados e publicará su ingenio de buenas e fructuosas cosas»76.

Los «nombrados» son Santillana y Pérez de Guzmán, de los que es digno sucesor, tanto por la «forma» como por las sententiae:

«este noble cavallero con agudo e sotil ingenio ha principiado a se ejercitar e trabajar en componer graciosos e doctos poemas e metros, así en la forma de componer como en las sentencias de las cosas compuestas».

(Ibidem, p. 578)



Por ello merece ser glosada, apunta Díaz de Toledo: «paresció digno trabajo de me ocupar en escrebir alguna glosa e declaración a las coplas por él compuestas». Las glosas son como una pequeña historia literaria de los que escribieron en metro; es como un resumen del Prohemio de Santillana, de quien habla en pasado, al igual que de Pérez de Guzmán; de lo que se induce que lo escribiría después de 1460 (año probable de la muerte de Pérez de Guzmán). Gómez Manrique vendría a ser, así, el continuador de la poesía «seria» y un buen representante del caballero letrado. Junto con Pero Guillén de Segovia, serían las piezas claves del círculo del obispo Alfonso Carrillo, un círculo que, a su vez, fue una suerte de reedición del de Santillana después de su muerte y al comienzo de las desavenencias de parte de la nobleza con Enrique IV. Gómez Manrique y Guillén, como antes Santillana y Mena, son el modelo del caballero y el letrado que comparten intereses ideológicos y culturales, como ocurría en el primero de los grupos citados al principio.

La corte de Carrillo pudo servir de escuela al sobrino de Gómez Manrique, Jorge77, además de a Lope de Estúñiga y otros miembros de la misma familia78; junto con los bufones y conversos de presencia eventual: Juan de Valladolid, o Juan Poeta, y Antón de Montoro. También pasarían por allí letrados conversos como Álvarez Gato o Rodrigo Cota; o clérigos quasihumanistas como Juan de Mazuela y Alfonso de Ortiz, además del citado Pedro Díaz de Toledo. No estarían muy lejos Francisco de Noya y Alfonso de Toledo o Pero Jiménez Rejano; también se incorporaría Alfonso de Palencia, sucesor de Mena en la corte79. En este círculo se acaba confirmando aquella progresiva uniformidad entre los distintos estamentos sociales e intelectuales; difuminando las grandes diferencias entre caballeros, letrados y clérigos que advertíamos al principio. Todos, nobles y curiales (no letrados profesionales), se inclinaron por la lectura de libros de carácter ético (Aristóteles, Cicerón, Séneca, Boecio, San Gregorio) y de historia latina80, como señalaba Gómez Manrique, que reprende a los caballeros «haraganes» que dicen

«ser cosa sobrada el leer y saber a los cavalleros... Yo soy de muy contraria opinión, porque a éstos digo yo ser complidero el leer e saber las leyes e fueros e regimientos e gobernaciones de los pasados que bien rigieron e gobernaron sus tierras e gentes, e las fazañas e vidas e muertes de muchos famosos varones que vida virtuosa vivieron... Las quales dotrinas, ¿en quién mejor nin tan bien pueden ni deben ser empleadas que en aquellos que han de gobernar grandes pueblos y gentes diversas en condiciones e calidades?... A éstos es conviniente darse al templado estudio..., según lo ficieron muchos famosos varones romanos, tebanos, cartagineses y lacedemones»81.

Para todos es un buen ejemplo su tío Santillana, que, como César, supo «juntar la toga con la loriga»82.

Por lo mismo, tanto Gómez Manrique como Guillén de Segovia remedan la invocación sacra de Juan de Mena. Gómez Manrique, en la Consolatoria para doña Juana de Mendoza:

Mas ¿a quién invocaré

para sobir esta cuesta?

   [..........]

¿Llamaré en Helicón

a las prudentes hermanas,

o a las thesalianas,

o hurtaré las mançanas

veladas por el dragón?

   [...]

   Que mal podrán socorrerme

estos que nada sopieron,

enseñarme nin valerme,

sin dubda, nin bastecerme

del saber que no tuvieron.

Pues iré al Hacedor

de los cielos estrellados,

que supo hacer letrados

de hombres desenseñados,

sin escuela ni dotor83.


«Como en toda la literatura moral del siglo XV castellano, hay aquí un movimiento pendular entre la posición cristiana y el estoicismo»84. Por eso mismo, no invoca a las musas, ni traerá ejemplos como el de las manzanas de oro, a pesar de que, como Mena, sí lo hizo en su juventud:

que las gruesas herramientas

con que yo forjar solía

estas obras que hacía,

non de alta policía,

todas están orinientas.


(XIII, 228-232)



   [...]

El tiempo las ha gastado,

que gasta todas las cosas;


(XIV, 234-235)



   [...]

he andado temeroso,

con muchas dubdas dubdoso,

de començar la carrera,

por estar muy destraydo

d'esta ciencia poetal

y ser la materia tal.


(XV, 245-250)



Pero Guillén, por su parte, prefiere citar a Séneca, antes que a Aristóteles85, y a Vegecio y Cicerón, a algunos Santos Padres y la Biblia, apostillando que

   Non invoco en este paso

ciencias largas nin difusas

nin subsidio de las Musas

que habitan en Parnaso,

nin entiendo proceder

en melodía de canto,

mas invoco a mi querer

tres personas en un ser:

Padre, Hijo, Espirito Santo.


(XXVIII, 19-27)



No muy distante es la actitud (e incluso las palabras) de Jorge Manrique:

   Dexo las invocaciones

de los famosos poetas

y oradores;

no curo de sus ficiones,

que traen yerbas secretas

sus sabores.

   A Aquel solo me encomiendo,

a Aquel solo invoco yo

de verdad,

que en este mundo viviendo,

el mundo no conosció su deidad86.


(Coplas a la muerte de su padre, IV, 37-48)



El correlato en prosa bien podría ser un diálogo de Alfonso Ortiz contra Lucena (antes de 1475), donde aparece el arzobispo Carrillo como interlocutor junto al estoico Zenón, Platón, Cicerón, Boecio y San Jerónimo, argumentando que la busca de un concepto más humano de moralidad cristiana no impide que placer y virtud sean compatibles87.

Jorge Manrique y el «baxo estilo»

Esta nueva moralidad prefigura y condice muy bien con la estética del mejor poeta de la siguiente generación, Jorge Manrique (1440-1479), pues durante los años de su plenitud poética apenas se cultiva el arte mayor y parece como si en sus poemas no utilizase referencias clasicistas directas, «sino recuerdos de lecturas, asimiladas y transformadas ya»88. Poco a poco, se impone el conceptismo; «la adopción de una lengua mucho más cercana a la hablada»89; «con un transparencia sentimental rara en la poesía española del período»90. Son, precisa y convenientemente, los primeros rasgos de lo que más tarde se llamará «petrarquismo», pues la base estética cancioneril se complementa con una nueva concepción del amor91; o viceversa: se diluye «a Petrarca en la maniera cancioneril», ya que «la pieza elaborada en un sistema entra en un código poético distinto»92, el del Cancionero general y aledaños. A pesar de que muchas veces sus autores se limiten a troquelar el sentido de los versos de Petrarca en un «vocabulario abstracto», a traducirlo en «estados emocionales y facultades de la mente»93. No se trata ya del Petrarca vate que reivindicaba Santillana como conductor del verum poético, o sea, el Petrarca latino, regular y sucesivamente magnificado como auctoritas antonomástica94.

Pertinentemente, se tiende a abandonar «el estilo latinizante», a reivindicar el «baxo estilo», como Pero Guillén de Segovia, a la zaga de Mena, indica en el accessus a La gaya ciencia:

«aunque desta gaya ciencia haya habido muchos y prudentes actores, paresce que todos aquellos que della fablaron la pusieron en el latín y en estilo tanto elevado, que pocos de los lectores pueden sacar verdaderas sentencias de sus dichos, quise yo... escrebir algo dello en el romance so estilo baxo y homilde»95.

Es un estilo, concluye, pertinente con la poesía moral, eventualmente cultivada por las autoridades recientes, que, apunta, subrayaron el triumphus virtutis en sus mejores poemas; concretamente, la prudencia:

Bocacio con los modernos

poetas de grand memoria

por este viven en gloria.

   [.....]

Aquésta puso al marqués

bravecida diadema,

y al de Mena cordobés,

porque agora ni después

perder su nombre no tema.

   [.....]

Ya non falla quien se aplique

a [¿escalar?] su fuerte muro,

do solo Gómez Manrique

le place que comunique

sus especias en lo puro96.


Se irá tendiendo a «la expresión llana y evocadora propia del sermo humilis», como vemos más tarde otros autores así el jovencísimo Pedro de Cartagena (1456-1486), refiriéndose explícitamente a la Coplas contra los pecados mortales de Mena (no al Laberinto) como modelo de las suyas:

Va muy bien invencionado,

va también digno de pena,

porque salió del dechado

que todos vimos labrado

de mano de Juan de Mena97.


Más tarde lo defenderá Juan del Encina, que dejará que el lector note el contraste entre el manoseado arte mayor, formal y temáticamente, refiriéndose al mar griego, al principio de la Trivagia:

El cual poesía en gran precio aprecia,

de ínsulas lleno que son veneradas

con fábulas falsas, muy mucho estimadas,

lo cual la Escritura Sagrada desprecia98.


y el arte real del «Romance y suma de todo el viaje», con un muy distinto final, sorpresivamente espontáneo:

Del archipiélago, parte

nos cupo de pertransir,

que de islas está lleno,

que es peligro entre ella ir,

de las cuales los poetas

no poco suelen fingir.

Y por la isla pasamos

de Cirigo o de Cetrir,

do Paris robara a Elena,

que fue a Troya un destruir.

   [.....]

Y fuemos cerca de Creta,

que Candia suelen decir,

do Saturno fue sepelido

de Júpiter por regir.

   [........]

y de Parenzo a Venecia

fue el pasaje a concluir,

de donde los peregrinos

se tornaron a sparcir.

Yo me torné para Roma,

donde me place el vivir.


(vv. 47-56, 435-438, 457-462)



Pocas veces se ha parodiado mejor el uso del saber clasicista que se hizo durante una parte del siglo XV, casi siempre enmarcado en la estética del arte mayor.

Con todo, Encina era consciente de la translatio, como recuerda en el prólogo a su traducción de las Bucólicas, no en balde dedicada a los Reyes Católicos, cuyo reinado se parangonó con la época dorada de la pax augusta cantada por Virgilio y Horacio99. También lo recordará Nebrija en el esbozo de las traslationes imperii et studii que figura en la dedicatoria a Isabel la Católica de la Gramática de la lengua castellana, donde pergeña el orto y ocaso de los imperios israelita, macedonio y romano para así llegar al triunfo de Castilla:

«Los miembros e pedazos de España que estaban por muchas partes derramados se redujeron e ayuntaron en un cuerpo e unidad, la forma e trabazón del cual así está ordenada que muchos siglos, injurias e tiempos no la podrán romper ni desatar; así que, después de repurgada la cristiana religión..., después de los enemigos de nuestra fe vencidos por guerra e fuerza de armas, después de la justicia e ejecución de las leyes que nos ayuntan e hacen vivir igualmente en esta gran compañía que llamamos reino e república de Castilla, no queda ya otra cosa sino que florezcan las artes de la paz»100.

Encina la dedicaba a los reyes para justificar, precisamente, su «baxo estilo», que, no obstante, encierra una gran dignidad (consustancial con lo pastoril) y, lo más importante, está trufado de «altas sentencias»101, como también apuntaba arriba Pero Guillén. Lo confirma en el segundo prólogo (dedicado al príncipe Juan), donde justifica la polimetría en vez del hexámetro latino, pues la misma variedad métrica y el estilo rústico se emplean para captar la 'gracia' del estilo humilde de Virgilio:

«Por no engendrar fastidio a los letores desta mi obra, acordé de la trobar en diversos géneros de metro y en estilo rústico, por consonar con el Poeta, que introduce personas pastoriles, aunque debaxo de aquella corteza y rústica simplicidad puso sentencias muy altas y alegóricos sentidos, y en esta obra se mostró no menos gracioso que doto en la Geórgica y grave en la Eneyda».

Es una reivindicación del sermo humilis agustiniano (De doctrina cristiana, IV), el de los textos sagrados, cuyo contenido doctrinal es perfectamente compatible con la humildad de la littera102. Aunque Encina también había podido haberlo comprobado en el Bucolicum carmen de Petrarca, donde alude a la esencia alegórica de la pastoral103.

Una vez difundida la cultura antigua por la generación anterior, que Diego de Burgos personalizaba en Santillana, Encina marca la segunda y definitiva fase de la translatio studii, tomando como modelo a su maestro Nebrija:

«según dice el dotísimo maestro Antonio de Lebrija... una de las causas que le movieron a hacer arte de romance fue que creía nuestra lengua estar agora más empinada y polida que jamás estuvo..., así yo por esta mesma razón, creyendo haber estado tan puesta en la cumbre nuestra poesía y manera de trovar, pareciome ser cosa muy provechosa ponerla en arte..., porque ninguna antigüedad de tiempos le pueda traer olvido... Así que concluyamos luego el trovar haber cobrado sus fuerzas en Italia y de allí esparcídolas por nuestra España, adonde creo yo florece más que en ninguna otra parte104.

De estas palabras se induce que está convencido de la traslación de la auctoritas a los modernos y la dignificación de la poesía castellana, que ha hecho entroncar con los clásicos, trazando una genealogía que va de los poetas latinos a los contemporáneos, sin mencionar a los provenzales105. Esta omisión no es menos significativa que la solapada defensa de la poesía «moderna», la que ha vuelto a la intensa brevedad del arte real, al sermo humilis:

«Otras muchas más figuras y licencias pudiéramos contar, mas porque los modernos gozan de la brevedad, contentémonos con éstas, las cuales no debemos usar muy a menudo, pues que la necesidad principalmente fue causa de su invención..., especialmente de cuatro o cinco principales debemos hacer fiesta [encadenado, retrocado, redoblado, multiplicado, reiterado]..., mas no las debemos usar muy a menudo, que el guisado con mucha miel no es bueno sin algún sabor de vinagre».

(pp. 91-92)



Las galas que recomienda Encina son las mismas que definen el conceptismo manriqueño y alrededores, a partir de 1475, lejos ya de los hipérbatos del arte mayor; de su falsa y mal asimilada ejemplaridad paganizante106, que ya aborreció Mena en su última época; de las extravagancias latinizantes; de los autores clásicos de menor relieve «moral»; de la tiranía del ictus, etc., etc. Pero, a su vez, con una lengua muy parecida a la hablada, con imágenes muy concretas, que la alejan de la primera poesía cancioneril, donde el amor, los temas morales e incluso teológicos estaban lastrados por un alto grado de abstracción y adecuados a las disputationes escolásticas.

El nuevo canon, el Parnaso después de Santillana y Mena, lo presidía Jorge Manrique, pues ni Pero Guillén ni Gómez Manrique, supuestos y respectivos relevos de Mena y Santillana, renovaron la poesía del Cuatrocientos castellano. Y Encina certificaba la nueva época, la translatio studii que señalaba su maestro Nebrija, y el relevo moral y estético de Jorge Manrique, en cuyas Coplas introduce una nota concreta, plástica o emotiva, un componente evocador de gran eficacia sentimental -más cercano de lo que se conocerá como petrarquismo-, subrayada con un ritmo adecuado, cuya sincera naturalidad y sentida gravedad de los argumentos filosóficos, históricos, morales y teológicos hacen que el lector se implique emocionalmente en la elegía107, porque, precisamente, se aleja en gran medida de las abstracciones cancioneriles y de las auctoritates de oropel: él mismo es autoridad, la autoridad.

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