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ArribaAbajoAcerca del «Archipiélago de Soledades» y otros tópicos sobre los Contemporáneos: lo mexicano según Cuesta

Rosa García Gutiérrez



Universidad de Huelva

En mayo de 1924, con sólo diecinueve años, Xavier Villaurrutia leyó en la Biblioteca Cervantes de la Ciudad de México su conferencia «La poesía de los jóvenes de México». Hacía poco que había terminado sus estudios en la Preparatoria pero llevaba ya casi cinco años escribiendo poesía. Muy influido por su amigo Salvador Novo, que le había ayudado a descubrir y asumir la homosexualidad y a entenderla como señal de una estirpe literaria de elegidos modernos, estetas incomprendidos, seguidores de una ortodoxia llamada arte y literatura (Wilde, Gide), hacía poco más de dos años que conocía a Jaime Torres Bodet, el prototípico joven universitario del momento, antiguo secretario personal del ministro de cultura José Vasconcelos, ya laureado poeta encumbrado por el caudillo poético Enrique González Martínez, y contacto perfecto para integrarse en los círculos intelectuales más importantes del país.

A medio camino entre la búsqueda de equilibrio y la conveniencia personal, Villaurrutia se debatía entre las opuestas personalidades literarias y no literarias del dandy provocador e innovador y el prolífico poeta respetuoso con los maestros (Vasconcelos, Reyes, González Martínez) que le estaban dejando hueco en el restringido espacio de la notoriedad, el prestigio y la representatividad nacional. También andaban por los mismos recién iniciados caminos públicos y poéticos Carlos Pellicer y su telurismo hecho a imagen y semejanza del iberoamericanismo vasconcelista, Enrique González Rojo arrastrando su condición de hijo de González Martínez e íntimo de Torres Bodet, Ortiz de Montellano mostrando ya entonces su interés por el folclore mexicano, José Gorostiza combinando la canción popular con la pureza según Juan Ramón, y el olvidado Ignacio Barajas Lozano con su tardío modernismo provinciano. Los ocho Novo, Torres Bodet, Pellicer, González Rojo, Ortiz de Montellano, Gorostiza y Barajas Lozano más el modesto conferenciante   —244→   que no se incluyó quizás por pudor, constituían a juicio de éste «un grupo sin grupo» que era preciso apartar dentro del panorama poético del México de entonces por «la seriedad y conciencia artística de su labor». Lo único que unía a estos poetas de «alcance diverso» y «distinta personalidad» era su «concepto claro del arte como algo sustantivo y trascendente»399. De ahí la pertinencia de hablar de un «grupo sin grupo» en el que las diferencias entre los miembros pesaban más que la convicción común de la autonomía de la literatura.

La expresión «grupo sin grupo» hizo fortuna desde el momento mismo en que Villaurrutia la utilizó en su conferencia. Otros Contemporáneos volvieron a ella más tarde, la retocaron, reformaron o actualizaron, y así llegó a los críticos, que cuando escriben sobre los Contemporáneos, suelen utilizarla, bien para negar la condición de grupo, valga la redundancia, del grupo, bien para soslayar la cuestión de su carácter o no carácter generacional. A la expresión se yuxtaponen casi siempre las reelaboraciones que de ella hicieron otros Contemporáneos, especialmente «grupo de soledades» de Torres Bodet y «agrupación de forajidos» de Jorge Cuesta, en 1928 y 1933 respectivamente400. El problema, sin embargo, es que los Contemporáneos no eran la misma cosa en 1924, 1928 y 1933 o, más exactamente, que la conciencia o autoconciencia crítica que tuvieron de sí mismos en tanto conjunto de escritores desempeñando un papel en la historia de la literatura mexicana no fue la misma antes, durante y después de haber pasado por ellos la política cultural del gobierno de Plutarco Elías Calles. Leyendo las expresiones en el momento mismo en que fueron usadas y desde la perspectiva del texto en que aparecieron se aprecia que «grupo sin grupo» o «agrupación de forajidos» no significaron literalmente lo mismo.

Para empezar, la nómina de la «agrupación de forajidos» difiere notablemente de la del «grupo sin grupo»: ha desaparecido Barajas Lozano y se han añadido Gilberto Owen, Celestino Gorostiza, Rubén Salazar Mallén e, implícitamente, el propio Cuesta. Efectivamente, cuando Villaurrutia pronunció su conferencia Owen y Cuesta no se habían integrado aún al incipiente grupo, aunque es cierto que faltaba poco. Más que una «conciencia de grupo» sólida y asumida como piensa Guillermo Sheridan401, creo que lo que subyace a la expresión de Villaurrutia es el deseo del joven de figurar entre los miembros de la nueva generación poética que, a todas luces, estaba destinada a sustituir a la modernista. Para ello no le quedaba más remedio que unirse a Torres Bodet, Gorostiza, Ortiz de Montellano, González Rojo y Pellicer, que constituían desde finales de la década anterior un pequeño «cenáculo» usando la palabra de Novo al que González Martínez y Vasconcelos parecían haber entregado expresamente el relevo, cenáculo en el que podía incluir a su íntimo Novo pero del que los jovencísimos Cuesta y Owen, todavía sin obra y sin padrinos, quedaban excluidos402. Por el contrario, cuando Cuesta acuñó la expresión   —245→   «agrupación de forajidos» acababa de terminar un periodo en el que el grupo Contemporáneos había sido una realidad autoconsciente, forzada por circunstancias de diversa índole, pero en cualquier caso una realidad generadora de una actividad intelectual y literaria frenética y sabedora de su condición grupal. Justo un año antes la prensa mexicana había decidido dar por finalizada su existencia a través de «Una encuesta sensacional: ¿está en crisis nuestra literatura de vanguardia?» (El Universal Ilustrado, 17 de marzo 1932), y era por tanto el momento de hacer balance, baremar el resultado y la naturaleza de lo que parecía ser ya un grupo claudicado. Su última empresa, la revista Examen fundada por Cuesta y en la que Celestino Gorostiza había colaborado muy activamente, acababa de ser clausurada en octubre de 1932 después de su tercer número. La excusa había sido Cariátide, una novela de Salazar Mallén que, fragmentariamente, había estado publicando la revista, y que fue considerada material pornográfico y «delito contra la moral pública»403; la persecución de los Contemporáneos que participaron en la revista, que llegó a ser legal, marcó necesariamente la caracterización que Cuesta hizo del grupo recién disuelto. Por eso la palabra «forajido» no niega, como sí lo hace la aposición «sin grupo», la conciencia grupal, sino que la reafirma y describe. Si la expresión de Villaurrutia en 1924 encerraba un deseo y un anuncio de cara al futuro, la de Cuesta casi diez años más tarde fue el resultado de un ejercicio de análisis y descripción de lo que era ya una realidad perteneciente al pasado.


Del «grupo sin grupo» al «grupo con grupo»

Frente a la tendencia general de la crítica a negar la condición de grupo de los Contemporáneos, pienso que existen datos suficientes para afirmar que el «grupo Contemporáneos» existió y, lo que es más importante, que sólo partiendo de esa conciencia de grupo puede entenderse todo lo que organizaron y escribieron muy específicamente entre 1927 y 1932, a saber: exposiciones de pintura, el Teatro Ulises, un corpus considerable de novelas, la polémica Antología de la poesía mexicana moderna, o las revistas Ulises   —246→   (1927-1928), Contemporáneos (1928-1931) y Examen (1932). Aunque es verdad que se trató de un grupo con «frecuentes rencillas» y «constantes celos»404, según reconoció el propio González Rojo, eso no es óbice para considerar la existencia real del grupo, cuyo nacimiento, o más bien, comienzo de su lenta gestación, hay que situar en 1925. Ese año la cultura de México mostró su nuevo rumbo, una vez efectuada la dimisión de Vasconcelos como ministro y establecida la nueva presidencia con Calles, nacionalista y antihispanista reconocido. Si Vasconcelos había intentado con su ministerio homogeneizar cualquier tendencia artística, fuese del signo que fuese, bajo el fin prioritario de la reconstrucción cultural nacional, 1925 reveló la imposibilidad de su utopía dejando en evidencia la existencia de facciones diferenciadas y enfrentadas en su lucha por la representatividad cultural nacional, facciones que se debatían, en palabras de Sheridan, «entre la creación de una literatura de signo nacionalista abocada a edificar la nueva nacionalidad a partir del corte impuesto por la Revolución y una naturaleza que optaba por la naturaleza misma de sus intereses, sus temas, sus procedimientos, por contener, criticar y reflejar la nacionalidad sin convertirla en un propósito temático, estilístico e ideológico privilegiado por la historia inmediata»405. El jovencísimo «grupo sin grupo» con su, en consecuencia, polémico «concepto claro del arte como algo sustantivo y trascendente», sin Vasconcelos, Reyes y Ureña velando por sus intereses, y sin el respaldo de González Martínez que había sido sustituido como modelo poético por un López Velarde ya convertido en mito y representación palpable del mexicanismo nacionalista a través de su poesía sobre la provincia, comenzó a ver cómo se le cuestionaba, acusaba de extranjerismo y traición a la patria, y su incipiente poesía se convertía en tendencia u opción minoritaria frente a la oficialización del muralismo, la nueva poesía de los estridentistas, cada vez más comprometida política, social e ideológicamente, o el concepto Novela de la Revolución, surgido a raíz de la famosa polémica de 1925 y su petición de una literatura «viril», «nacional» y «revolucionaria». Ese nuevo rumbo cultural marcado por el nacionalismo exacerbado, el antihispanismo, el folklorismo indigenista, la literatura de compromiso y la novela de la Revolución es lo que arrinconó verdaderamente a los Contemporáneos en su cenáculo y los obligó a adoptar una estrategia de grupo para luchar contra la institucionalización de la retórica nacionalista y revolucionaria. Superando diferencias, esa «distinta personalidad» de cada cual, según había dicho Villaurrutia en su conferencia de 1924, Novo, Cuesta y Owen por un lado, y Torres Bodet y los suyos por otro, se unieron a través del eslabón Villaurrutia que siempre estuvo en medio buscando puntos de conciliación y limando asperezas, y pusieron sus fuerzas en común en aras de un proyecto cultural alternativo al oficial.

1927 fue el año clave en la consolidación del grupo Contemporáneos, al acentuarse manifiestamente su situación marginal en las letras mexicanas. Como dice Adalbert Dessau, «el periodo de mayor importancia en la literatura revolucionaria mexicana empieza en 1927-28» y «se caracteriza por el hecho de que la literatura, conscientemente, es empleada como arma en las luchas sociales»406. A esta politización de la literatura se unieron el populismo   —247→   y el indigenismo, instrumentos para la legitimación del gobierno, y puentes entre éste y el arte y la literatura nacionales que se institucionalizaban cada vez con más fuerza. En estos años la Novela de la Revolución, aunque fuese en teoría, era «la» novela nacional; el muralismo era «la» pintura mexicana por antonomasia y algunos antiguos estridentistas, junto con Carlos Gutiérrez Cruz o Serafín Delmar que veían en la socialización del arte una exigencia nacional, representaban «la» poesía revolucionaria y constituían, a pesar de algunas discrepancias internas, con novelistas de la revolución y muralistas, un frente común unido contra los Contemporáneos. Por su parte, el teatro también mostraba su orientación mexicanista. Las últimas manifestaciones teatrales habían sido el Teatro del Murciélago, creado en 1924 por el estridentista Luis Quintanilla y otros, y las representaciones en el Teatro Virginia Fábregas del «Grupo de los Siete Autores» entre 1925 y 1926 en su primera temporada. Esos grupos, que se autopresentaban como «movimiento hacia lo mexicano», eran «el» teatro nacional.

Ante la progresiva consolidación de esa multiplicidad de manifestaciones como cultura nacional, los Contemporáneos decidieron presentar públicamente su modo de entender la cultura mexicana y respondieron con alternativas concretas a la novela, la pintura, la poesía y el teatro que se oficializaban entonces. En una época en la que, como dijo el estridentista Manuel Maples Arce en sus Memorias, «había una manifiesta aversión pública contra los afeminados ('jotos', en una de sus tantas acepciones mexicanas), y se les satirizaba alegremente en los escenarios»407, se sobrepusieron a la campaña que existía en contra suya, y aceptaron ser víctimas con nombres y apellidos de esas sátiras «alegres» para Maples Arce en diferentes «escenarios» de la cultura. Fue entonces, como reacción ante el rechazo externo y la marginación de que eran objeto, cuando verdaderamente los Contemporáneos se unieron en grupo, en empresa consciente contra la situación de la cultura mexicana, y establecieron como fin común la creación de «otra» literatura mexicana, despolitizada y libre de la retórica nacionalista; desde 1927 hasta 1931, asumieron esa condición de grupo e intentaron convertir su situación de disidencia y aislamiento intelectual provocado por el medio en alternativa cultural para la nación. Para ello necesitaron de ese instrumento de exposición, propaganda, reflexión y creación que es la revista. Aunque en 1925 una parte del grupo ya había intentado fundar una llamada Contemporáneos y en 1926 otra se esforzó por conseguir editar la futura Ulises, hubo que esperar hasta 1927 para que el grupo, en su práctica totalidad, contase por fin con un expositor para sus teorías, un escaparate en el que mostrarse al público408. Ulises, cuyo   —248→   primer número salió a la calle en mayo de 1927, marcó el comienzo formal de la actividad colectiva, pública, buscada y consciente de los Contemporáneos, y su título no fue, en absoluto, casual. El héroe griego, que dio sentido y unidad a la revista y a cuanto se emprendió bajo su nombre, fue un emblema para el grupo, que encontró en él la mejor manera de simbolizar el modo en que se los obligaba a aislarse en su cenáculo, autoexcluirse de la realidad mexicana. Impelidos por las circunstancias, los Contemporáneos aceptaron exiliarse temporalmente en Ulises y, lo que es más importante, aprovecharon el forzoso confinamiento para generar un plan de acción cultural colectiva que se propuso abarcar todas las manifestaciones artísticas: lo que Gorostiza llamaría recién publicado el primer número de Ulises «nuestro programa»409. En torno a la revista los Contemporáneos organizaron una obra narrativa alternativa al decimonónico canon de la Novela de la Revolución, un teatro experimental e innovador de orientación distinta al del «Grupo de los Siete Autores», exposiciones de pintura que seguían caminos diferentes a los ya institucionalizados gracias al éxito de Rivera, así como la controvertida Antología de la poesía mexicana moderna (1928), en la que ofrecieron su lectura particular de la reciente tradición literaria mexicana y se presentaron como nueva generación poética de su país. El hecho de que el arte se incluyese en el programa hizo que el grupo ampliara sus límites y diese cabida a una serie de pintores Agustín Lazo y Rufino Tamayo por ejemplo que se encontraban en su misma situación, acusados de traidores a la patria, y que se sintieron integrantes de un bando de cuya existencia tenían conciencia aunque nadie hubiese firmado un manifiesto o un acta de formación oficial. Incluso desde Nueva York, justamente en mayo de 1927, recién iniciada Ulises, Tamayo solicitaba ayuda, a través de Gorostiza, a un «ustedes» sin nombres y apellidos ante las acusaciones de antimexicano que había sufrido; un «ustedes» que sin duda era el «grupo de soledades», el férreo conjunto de aislados y marginados que entonces daba la cara en México a favor de un tipo de pintura como la que él llevaba a cabo en Nueva York a la sombra del éxito y la popularidad de Rivera y Orozco:

¿No le parece estúpido acusarnos de traidores a México escribía Tamayo, cuando nos hemos esforzado siempre para hacer una labor hermosa para él? Creo que nuestra obra es la prueba evidente de nuestro mexicanismo. Esperamos que ustedes contrarrestarán hasta el más insignificante rumor en que se pretenda culparnos.410



La expresión de Torres Bodet «grupo de soledades», surgida por estas fechas, adquiere una significación distinta a «grupo sin grupo» si se tiene en cuenta que fue la sensación compartida de verse obligados a trabajar en una tierra que los había dejado solos, que los había relegado al exilio interior, lo que los hizo unirse en lucha común. Prácticamente todos los Contemporáneos compartieron su condición de Ulises mexicanos,   —249→   de obligatorios viajeros por condición y por imposición, y se plantearon su expatriación real o mental, su soledad, como única forma de desatascar la situación cultural mexicana mermada por la política. Gorostiza, que decidió acometer esa soledad aceptando un puesto de escasa relevancia en la embajada de México en Londres, explicaba así su decisión el 4 de julio de 1927 al músico Carlos Chávez, entonces residente en Nueva York:

Creo que si te describiera la situación de México que es también la mía con tres brochazos: miseria, inactividad, atrofiamiento, no te diría nada nuevo. Es la situación eterna. La que expulsa a sus mejores hombres. Se puede estar en México sólo para adiestrar la inteligencia en salir de él. Y esto es lo que yo hago. ¿Lo conseguiré o no? Quién sabe. Pero que ni a ti ni a ninguno de nuestros buenos amigos se les ocurra dejarse arrastrar por la idea nostálgica de que podrían hacer algo aquí. Y menos ahora que todo está encendido de política.411



Las palabras de Gorostiza revelan hasta qué punto estaba convencido de que la única manera de «hacer algo aquí» era saliendo de México, exiliándose por un tiempo y trabajando desde la distancia real o espiritual en ese «nuestro programa». Frente al exilio real de Gorostiza, Villaurrutia y el resto optaron por refugiarse en las páginas de Ulises, realizar en ellas el «voyage autour de ma chambre»412 aconsejado por Paul Morand. Aún así Villaurrutia entendió la lejanía física de Gorostiza de la misma manera que su encierro diario en esa isla en que quedó convertida su «chambre», y así se lo hizo saber en diciembre de 1927 a «Robinson Gorostiza», al que pedía colaboraciones para Ulises, -«de todos nosotros usted es el único que falta en nuestros cuadernos de Ulises» y al que advertía advertencia simbólica y real que todavía «no (era) hora de volver a México»413, hora de abandonar la isla.

El hecho de que Ulises constituyera el ofrecimiento literario y la respuesta polémica de un grupo específico e ideológicamente coordinado a todo un país no significa que en 1927 hubieran desaparecido algunas diferencias entre los dos grupos que confluyeron en ella. De hecho, Ulises fue una revista arriesgada, moderna y muy polémica porque sus directores Villaurrutia y Novo marcaron ese rumbo que asustaba un poco al más precavido grupo de Torres Bodet. Aún así, Gorostiza, Ortiz de Montellano, González Rojo y Torres Bodet se sintieron miembros del grupo y es exagerado afirmar porque los datos demuestran lo contrario, como lo hace Sheridan, que bajo la responsabilidad de Novo, como colaboradores de Ulises «del grupo de Torres Bodet no se aceptó a nadie, y sólo con el tiempo en el tercer número, se permitió la inclusión de un poema de Jaime y otro de González Rojo»414. El único que no escribió en Ulises, por falta de sintonía estética, fue Ortiz de Montellano, cuya conciencia de grupo, sin embargo, queda demostrada por el entusiasmo con que comunicó a Gorostiza su contribución en la Antología de la poesía mexicana moderna (1928) y su intención de colaborar en el Teatro Ulises haciendo «comentarios»415;   —250→   por su parte, González Rojo no participó con un poema, como dice Sheridan, sino con un relato, Cortocircuito, lo que testimonia su interés por colaborar en esa colectiva regeneración de la prosa narrativa que fue, antes que nada, Ulises; y en el caso de Torres Bodet, además de algunos de sus poemas, la revista publicó un fragmento de su novela Margarita de niebla y una reseña elogiosa de Cuesta «Un pretexto: Margarita de niebla de Jaime Torres Bodet» (núm. 4, octubre 1927). Por su parte, Gorostiza no participó en Ulises por imposibilidad física, pero nada más regresar a México en 1928 se dedicó a escribir artículos que no pudieron publicarse en la ya entonces desaparecida Ulises, pero que por su tono y su contenido parecen haber sido escritos para ella416.

Suprimida Ulises por problemas con su financiación económica, el grupo intentó prolongarse en otra revista, la que con el tiempo le daría el nombre. Contemporáneos supuso el regreso de Torres Bodet y sus compañeros del segundo Ateneo a la jefatura intelectual del grupo. Como ha explicado Sheridan, el cambio de dirección motivó que Cuesta, Owen, Villaurrutia y Novo se planteasen «con toda seriedad apartarse del proyecto de la revista Contemporáneos»417, menos extremista y belicoso que Ulises. Owen, que estaba en Nueva York desde comienzos de 1928, llegó a realizar «gestiones» para resucitar a Ulises, pero los planes no fructificaron418. Al final, el grupo continuó su andadura en Contemporáneos, especialmente en sus ocho primeros números que, en cierto modo, fueron una prolongación de Ulises. Lo que pasó después de esos números iniciales lo ha explicado Edward J. Mullen: «el asesinato del presidente Obregón en julio de 1928 y la elección de Emilio Portes Gil, como Jefe de Estado, afectaron la publicación de los últimos treintaicinco números de Contemporáneos. Como resultado del cambio político, Gastélum perdió la dirección del Departamento de Salubridad y, acompañado por González Rojo, se dirigió en misión diplomática a Italia. [...] Torres Bodet aceptó un puesto diplomático en París»419.

Fuera de México Owen, González Rojo y Torres Bodet, peligró la solidez del grupo y su necesaria actuación frente al nacionalismo. Más que ningún otro, Gorostiza hizo lo que pudo para evitar su fin: echó todas las fuerzas de que fue capaz en los nuevos números de Contemporáneos, y llegó a escribir en junio de 1929 a Torres Bodet, haciéndole partícipe de su temor ante lo que consideraba la inminente disolución del grupo. En su carta, Gorostiza dejó claro que por encima de rencillas y ausencias, «lo único exigible era que supiésemos salvar nuestra amistad», que todos luchasen para volver a ser «ese grupo mental, grupo con grupo que a pesar de todo hemos formado siempre»420. Torres Bodet   —251→   respondió a Gorostiza indicándole lo que, por simple cuestión de edad, era ya un proceso inevitable: para él existía algo irrevocable que explicaba «los días de silencio en que vivimos los unos separados de los otros, durante los días de nuestra más reciente dispersión»; se trataba «de algo que no sentí entonces sino muy oscuramente y que, ahora, de lejos, me parece bien claro: el confuso deseo de hacernos, cada quien por nuestro lado, una situación de hombres, sin apoyarnos ya, para la vida al menos, en la fuerza o en la debilidad de un grupo»421. Aun así, al mes siguiente, Gorostiza seguía luchando por conservar la unidad -«hacen falta aquellos cielos cargados de electricidad que se cernían sobre nuestras comidas de otros tiempos. No sé, yo soy medio egoísta, pero alcanzo a darme cuenta de que cada quien hace falta de alguna u otra manera»422 y también la cada vez menos efectiva, representativa y significativa Contemporáneos. En junio de 1931 Ortiz de Montellano seguía hablando en presente del grupo cuyos miembros eran, en su opinión, «héroes que han logrado sostener viva, en una época de agitaciones sociales y políticas, a la cultura, conscientes de los problemas de México, de su tradición y su sensibilidad»423. Pero para noviembre de ese mismo año ni siquiera el voluntarioso Gorostiza mantenía su convicción de que el grupo existiese. El día 25 de ese mes escribió a Torres Bodet comunicándole oficialmente el fin: «Hemos llegado ya al momento crítico de nuestra generación: el de la soledad [...]. ¿Qué vamos a dar ahora aislados?», aunque su pesimismo no le impedía recordar con nostalgia esos años en que «no se hubiera podido distinguir al grupo nuestro, como tal, de cada uno de sus individuos, animados todos en lo individual por un espíritu de grupo. No sólo La Falange, Ulises o Contemporáneos fueron obra conjunta de esa generación, resultado lógico de su convivencia, sino los libros mismos, ya sean Dama de corazones o Novela como nube, ya otros en la poesía, que obedece a una concepción unánime del arte. No creo que antes, en la historia literaria de México, se haya presentado el caso de una juventud como la nuestra, tan homogénea, con una interdependencia ideológica tan evidente y una asiduidad tan sostenida del trato personal»424. El mes siguiente se publicó el último número de Contemporáneos.

Aunque Contemporáneos no volvió a publicarse, el grupo siguió teniendo una existencia virtual durante algunos meses porque, como dice Mullen, «la recepción desfavorable a Contemporáneos es más largamente atestiguada por una serie de artículos publicados después de su suspensión»425 que por las muestras de antipatía que se sucedieron durante la misma, que fueron muchas. Efectivamente, en 1932, en pleno apogeo de un nacionalismo cultural que más bien parecía, como dice Carlos Monsiváis, «chovinismo a ultranza» y en medio, también y sobre todo, de las progresivas alianzas de «los partidarios de la socialización del arte»426, la cultura «mexicana», «nacionalista» y «revolucionaria», unificada contra el enemigo, decidió eliminar a los Contemporáneos del panorama   —252→   literario mexicano mediante una de sus habituales encuestas, aprovechando el fin de la que había sido su revista más reconocida. A «Una encuesta sensacional: ¿está en crisis la generación de vanguardia?» respondieron, entre otros, Villaurrutia, Novo, Gorostiza, Samuel Ramos, Ortiz de Montellano y Ermilo Abreu Gómez. Dejando de lado las importantes consecuencias de la encuesta427, me interesa ahora la respuesta de Villaurrutia, que achacó el fracaso de Contemporáneos a que no consiguió dar cuerpo, consolidar, su «intención colectiva y aglutinante»; y añadió: «el fracaso de Contemporáneos se debe al ambiente, y la falta de ambiente se debe a Contemporáneos que no supo crearlo»; antes sin embargo, había calificado a Ulises como verdadero «banderín de un grupo», una especie de pequeño territorio de contornos definidos en el que un conjunto de escritores se retiró para expresar y mostrar sus intenciones e intereses compartidos, para crear «el ambiente»428.

Aunque el grupo sobrevivió, a duras penas, a la encuesta, la disolución final no tardó en llegar. En agosto de 1932 apareció el primer número de Examen bajo la dirección de Cuesta, y en octubre del mismo año la revista ya había sido suspendida en medio del escándalo. Aunque el pretexto había sido, según vimos, Cariátide, el proceso contra Examen encerraba en realidad una maniobra política contra el nuevo ministro de Educación, Narciso Bassols, a cuyas órdenes estaba Novo y en cuyo ministerio, con cargos pequeños, trabajaban muchos de los Contemporáneos. Aunque Examen ganó el juicio, la mayoría de los Contemporáneos perdieron sus puestos de trabajo y agotaron sus últimas energías. Todavía en julio de 1933 Gorostiza, desolado, escribía a Torres Bodet y le explicaba cómo en octubre de 1932 «nos pusieron en mitad del arroyo, tan oscura como infamemente complicados en el escándalo de Examen». «Desde entonces continuaba no tengo trabajo». Y añadía: «en la conciencia oscura de México hemos llegado a ser como un remordimiento intolerable. Había que ahogarnos y se nos está ahogando con beneplácito del Sr. Presidente en un mar de miseria»429. El «grupo de forajidos», disuelto por factores externos e internos, esperaba el balance de Jorge Cuesta.




La «agrupación de forajidos»: lo mexicano según Cuesta

En un artículo escrito en 1942 con motivo de la muerte de Cuesta, Owen explicó con claridad cómo su grupo no habría existido de no haber sido por la política cultural que se   —253→   impuso desde Calles, y cómo precisamente del rechazo que compartieron todos, de la común experiencia de la soledad, había extraído Cuesta su teoría sobre la heterodoxia y el aislamiento como seña de identidad del intelectual mexicano:

Si nos unió una expulsión, un rechazo, iba a ser ésta, más tarde, la característica, el común denominador de un grupo de escritores solitarios, unido también por el rechazo de los otros de quienes temían el contagio de inquietudes que su pereza encontraba peligrosas y que preferían no compartir, de unos solitarios que formaron una agrupación de expulsados, o para decirlo con una frase de Cuesta, «una agrupación de forajidos».430



Ya en su respuesta a la encuesta de 1932, Cuesta había caracterizado a «su grupo de escritores» como una generación marcada por «la soledad», por «su rompimiento con los auxilios exteriores», y por unas circunstancias externas que habían motivado ese hecho: «la realidad mexicana de este grupo de escritores jóvenes ha sido su desamparo y no se han quejado de ella, ni han pretendido falsificarla; ella les permite ser como son»431. Pero fue un año más tarde cuando afinó esa idea y, lo que es más importante, elevó esa cualidad de su ya disuelto grupo, su realidad ulisíaca, exiliada, aislada y heroica, a condición ontológica nacional. El pretexto para hacerlo fue la carta que Ortiz de Montellano le solicitó a él y otros Contemporáneos (Villaurrutia, Gorostiza y Torres Bodet), a modo de «crítica escogida y confidencial» y «forma perdurable [...] de unirnos en el esfuerzo común para salvar la integridad de nuestras intenciones morales y estéticas»432 con motivo de la publicación de su libro Sueños. Fue en esa carta donde Cuesta, hablando ya en pasado, llamó a los Contemporáneos «agrupación de forajidos» e identificó literalmente lo que él llamó «desarraigo» y «aislamiento intelectual» con verdadera mexicanidad433.

Para entender esa noción de mexicanidad de Cuesta debemos remontarnos a los años de Ulises y retomar el sentido simbólico del mito, al que aludimos con anterioridad. Entre otras cosas, con el nombre del héroe griego los Contemporáneos quisieron representarse en tanto escritores mexicanos. Si recordamos la campaña de insultos en su contra justo por los años de publicación de la revista, no es difícil entender por qué convirtieron a Ulises, en versión original o en su gideana variante posterior (Simbad), en el símbolo perfecto de cada uno de ellos, exiliados en su propia tierra, pero decididos a emprender, como Ulises, un sacrificado viaje de servicio a la nación que probablemente nadie les iba a reconocer, pero cuyo fin era favorecer a México-Itaca a pesar de la hostilidad del ambiente. La entrega del grupo a esas «intenciones morales y estéticas» acordes a una ortodoxia puramente literaria de las que hablaba Ortiz de Montellano, en momentos complejos de la política y de la historia del país, los convirtió de cara a la colectividad en descastados, heterodoxos para una opinión pública que los hizo aislarse simbólicamente, salir   —254→   de su casa-México, como les había advertido Alfonso Reyes algunos años antes, «entre las protestas de los vecinos»434:

Reunimos nuestras soledades, nuestros exilios; nuestra agrupación es como la de forajidos, y no sólo en sentido figurado podemos decir que somos «perseguidos por la justicia». Vea usted con qué facilidad se nos siente extraños, se nos destierra, se nos «desarraiga», para usar la palabra con que quiere expresarse lo poco hospitalario que es para nuestra aventura literaria el país donde ocurre.435



Cuesta continuó su carta insistiendo en cómo la formación de su grupo respondió a una imposición externa, obligada por la política y la cultura del México de su época: «Si la gente nos expulsa y nos recluye en un grupo como en un lazareto es porque siente que no permitimos que se prolongue en nosotros, que ponemos en riesgo su colectividad, no haciéndonos solidarios con ella»; y terminó por exponer su opinión según la cual esa solidaridad mal entendida a lo único que conducía era a que el escritor se traicionase a sí mismo, al obligarle «a admitir como suyas [...] expresiones que se mantienen exteriores y colectivas»436.

A partir de esa idea, que aplicó al intelectual moderno en general Gide o Benda, por ejemplo, con los que tanto coincidió en su defensa de la autonomía literaria y su lucha contra el nacionalismo cultural y al mexicano en particular, Cuesta desarrolló su «teoría del desarraigo» como verdadera cualidad nacional, atribuyendo a su grupo, minoría «que debe considerarse como extraña y desarraigada», lo que él consideraba la única existencia real de la nación mexicana por encima de patrióticos sentimientos nacionalistas importados de Europa. Al definir así la tarea de su grupo, Cuesta coincidió con la caracterización que, años después, haría Julia Kristeva de un tipo de intelectual muy específico, el «intelectual disidente», lo que permite incorporar a los Contemporáneos a una tradición que arranca de la crisis que sufrió el escritor como tal a final de siglo y que intentó resolver buscando cómo reubicarse en la sociedad moderna437. Pero lo que ahora interesa es la conversión que hizo Cuesta de la disidencia intelectual de su generación, del aislamiento de su grupo, en rasgo identificatorio del mexicano, para lo que tomó como pretexto el libro de Ortiz de Montellano que había motivado la escritura de la carta:

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Por otra parte, veo necesariamente la naturaleza mexicana de su poesía en la personalidad que consigue, en el aislamiento que se construye, o por decirlo así, en su «desarraigo». No desconoce usted mi «teoría», según la cual somos nosotros, a quienes se nos llama desarraigados, los verdaderamente mexicanos, ya que no hay nada más mexicano que estar desarraigado y vivir en un aislamiento intelectual.438



Llegados a este punto habría que hacer una salvedad. Aunque la teoría de Cuesta sobre el desarraigo del mexicano como seña de identidad constituye una aportación no sólo original, sino incluso lo suficientemente fundamentada y convincente como para que haya dejado su huella en libros como El laberinto de la soledad, creo que para formularla Cuesta pudo haberse inspirado en los debates que en Francia se desarrollaron en torno a la palabra «déraciné» con motivo de la publicación de Les déracinés (1897) de Maurice Barrès. Éste pensó en esa novela como primera parte de una trilogía titulada Le Roman de l'energie nationale que pretendía alertar al lector «contra los peligros del desarraigo» proponiendo como antídoto «la creación de un hombre nacional»439. Ya en sus Cahier, Barrès había intentado explicar la noción de «desarraigo», clave en su ideología nacionalista y en su obra; para él «desarraigar» era «aislar» frase que recuerda a algunas de Cuesta, y lo que más caracterizaba a la vida moderna era su tendencia a «desarraigar a la gente», «arrancarla de su país de origen»440. Cuesta asumió de alguna manera ese concepto, respetó su vinculación a la modernidad, y lo aplicó a México como y ahí está la diferencia valor positivo, como cualidad que, contrariamente a las opiniones de Barrès, apelaba a una actitud de la que podía desprenderse u obtenerse un verdadero sentimiento nacional para México, frente a los nacionalismos «arraigados» característicos de Europa. Para Cuesta, si algo se aprendía revolviendo el pasado histórico de México y su tradición literaria era, como explicaría en su famoso «El clasicismo mexicano» (1934), que «hasta la poesía indígena recogida por los colonizadores españoles, como los cantos que se atribuyen a Netzahualcóyolt, fueron en sus traducciones castellanas poesías cultas, familiares con los temas y las figuras de Horacio; es decir, fueron desarraigadas y sumadas a una tradición universal y transmigrante»441. Frente a la propuesta de «arraigo» del nacionalismo más intransigente, Cuesta reclamaba para México un «desarraigo» conforme a lo que él consideraba su naturaleza universal, negadora de la validez mexicanista del nacionalismo que marcaba la cultura en la época de Calles. Para Cuesta el concepto de nacionalismo que se aplicaba en México era una idea importada de Europa, una caída irónica en el objeto de sus propias acusaciones. El nacionalismo mexicano carecía de sentido porque la idea política de nación no se correspondía en México con un fondo tradicional en todos los órdenes de la cultura. Culturalmente sí podía hablarse de un «contenido tradicional», pero su característica era su tendencia a la universalidad, lo que denominaría el «clasicismo», frente al peligroso particularismo de los nacionalismos. Esa única verdadera tradición mexicana que Cuesta llamó «intelectual», cuyo origen estaba en la España abierta, renacentista y heterodoxa que llevó a cabo la conquista de México   —256→   no en la casticista que la gobernó luego, había convertido la historia de la cultura mexicana en una tendencia constante al universalismo, vista siempre desde la política como una imperdonable heterodoxia, a pesar de ser esa «tradición de la herejía, la única posible tradición mexicana»442, ejercida por sus muchos representantes desde Sor Juana Inés de la Cruz a Riva Palacio, pasando por Lizardi y finalmente a los Contemporáneos desde la incomprensión, la soledad y el aislamiento.

No fue Cuesta el único Contemporáneo que vio en el robinsonismo de su grupo el mejor modo de obedecer a la íntima, esforzada y escasamente reconocida tradición intelectual mexicana. En 1932, en una entrevista concedida a Gregorio Ortega en Revista de Revistas, Villaurrutia había hecho también su personal retrato de grupo fusionando las distintas implicaciones del símbolo Ulises con la marginalidad, el aislamiento y la heroicidad que había supuesto para los Contemporáneos dar continuidad a la «tradición de la herejía» soportando las «protestas de los vecinos»:

Es imposible por el momento considerar a los poetas y, de una manera general, a los artistas mexicanos de otro modo que como héroes, pues ellos son no la regla sino la excepción. Privados de un público próximo y visible al que dirigirse, su obra aparece como aislada, estética y moralmente del México real. Son individualidades más o menos fuertes que encuentran en su aislamiento, su debilidad o su fuerza, y, con toda seguridad, su orgullo. No son ni regionales ni populares y no quieren ser ni lo uno ni lo otro.443



Como héroes y exiliados, los Contemporáneos plantearon su simbólica expulsión de México como una ausencia temporal que habría de dar sus definitivos frutos una vez que el regreso a la patria fuera posible. Por eso fusionaron a Ulises con la mítica figura del hijo pródigo que, sobre todo Novo y Villaurrutia, conocían desde la adolescencia, habiendo sido incluso clave para ellos como metáfora de su disidencia sexual. Cuando en 1927, en pleno apogeo del grupo, Villaurrutia recuperó El retorno del hijo pródigo de André Gide e intentó publicarlo en Ulises traducido por él, la marginalidad y la disidencia eran, no sólo sexual sino también de tipo literario, y eso dotó al texto de un sentido programático complementario con el exilio de Ulises. El texto de Gide, que es una variación de la parábola evangélica, recoge el momento exacto en que el hijo pródigo regresa al hogar. Entre otras cosas el texto sugiere cómo sólo puede experimentarse amor verdadero hacia el padre-patria alejándose de él -«Padre, ya os lo dije, nunca os amé más que en el desierto» y cómo una larga ausencia no tiene por qué impedir o dificultar el encuentro definitivo con el padre-patria -«¿habría podido encontrarte sin regresar?»444. A   —257→   ese «reconocimiento» que el hijo hace del padre-patria, Ulises añadiría lo que es la base de su simbología: el reconocimiento que el padre-patria debe hacer, al final, del hijo desterrado. Como explican Jacinto y Pilar Choza, «no se trata de que Ulises [...] sepa en todo momento quién es él. Puede olvidarse de su casa y de los suyos por ingerir la 'flor del olvido', puede concentrarse en la satisfacción de las necesidades inmediatas y ser convertido en cerdo, y puede ser seducido por el canto de las sirenas y quedar destruido por aquello que le fascina. Se trata de que, aunque mantenga su memoria de sí, su principio de identidad [...] ha de ser acogido, reconocido por la persona o personas para quienes en último término ha sido hecho»445.

A esa última circunstancia, el reconocimiento que los Contemporáneos esperaban de México como mexicanos, se refirió Owen en el que quizás fue el texto más sentido de esta agrupación de forajidos convencidos de poder abandonar su isla tarde o temprano para ser aceptados por un México que por fin había sido capaz de encontrar en ellos la verdadera naturaleza de su cultura. El texto, titulado «Nota autobiográfica» lo escribió Owen en 1933, durante su estancia en Colombia, segunda etapa, tras New York, de un exilio físico que le duraría el resto de su vida; en él relató la experiencia de Ulises y confesó haber conseguido parte de su meta entonces («darme cuenta de que América existe») quedándole todavía por determinar el modo concreto en que expresar ese reconocimiento, esa absoluta entrega, desinteresada y sacrificada, al padre-patria:

Conocí entonces a Xavier Villaurrutia y a Jorge Cuesta, hicimos versos, y nos fomentamos los tres una infinita curiosidad viajera, una dura rebeldía al lugar común y una voluntad constante, a veces conseguida, de pureza artística. Con Salvador Novo y otros sisífides (sic) fundamos Ulises, revista de curiosidad y de crítica, luego un teatro de lo mismo, en el que fui traductor, galán joven y tío de Dionisia [...].

Tengo 28 años y el mundo es más viejo que yo. He viajado un poco y los ojos se me han ido quedando un poco en cada parte; he perdido en el viaje muchas cosas mi preciosismo, mi «niñoprodigismo» pero me ha servido para darme cuenta de que América existe, y me he preguntado con qué linaje de amor había que amarla; he visto que unos sólo la compadecen, he visto que unos sólo la respetan [...]; y he comprendido que nunca haré sino desear casarme con Indoamérica. Y porque a su multitud me habré dado, yo sé con júbilo que no moriré «en olor de multitud» [...].

Busco una poesía de la Revolución que no sea mera propaganda, que no sea mera denuncia; me parece que voy encontrándola, pero ningún poema mío es digno de la masa.446



Prescindiendo de metáforas, Owen pone al descubierto cómo asumió su misión de intelectual mexicano marcado por la herejía, cómo aceptó el aislamiento intelectual de que hablaba Cuesta como tradición, y cómo se vio obligado a soportar la hostilidad de   —258→   su pueblo. Nostálgico y algo escéptico, sigue sintiéndose aislado y desterrado, cansado y orgulloso a la vez de llevar tanto tiempo solo en medio de una multitud que lo ha relegado a vivir en su simbólica isla. Aun así, sigue siendo consciente de que en el deseo no correspondido de «casarse» en alusión al «épouser la foule» de Baudelaire con el país, en la lucha desde la distancia para que se produzca el imposible reconocimiento final, el soñado y utópico reencuentro definitivo con «la masa» que siempre le dará la espalda, está el verdadero sacrificio para la nación, reside el único modo de continuar su ortodoxia como intelectual: «Y porque a su multitud me habré dado, yo sé con júbilo que no moriré 'en olor de multitud'», lo que no dejó de ser una frase trágicamente premonitoria.