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Último día del paganismo primero de ... lo mismo

Joaquín Costa






ArribaAbajoCapítulo I

Numisio


Camino de Cauca

En uno de los idus de Septiembre del año 378 de la Era cristiana, un viajero de noble presencia y de buena edad, de nombre Numisio, acompañado de cuatro servidores, avanzaba por la gran vía o calzada romana, marcada en los registros del pretor (Itinerario de Antonino), con el número primero de las españolas y la denominación de Italia a las Españas (de Italia in Hispanias), y después por la 24, titulada De Mérida a Zaragoza (ab Emerita Caesaraugustam).

Llevaba ocho días de camino, desde Turnovas, orillas del Segre; había pasado por Ilerda (Lérida), Tolous (Monzón), Pertusa (Pertusa), Osca (Huesca), Bortina (Almudébar), Gallicum (cerca de Zuera), río Hiber (Ebro), este infatigable creador de campos y ciudades, Caesaraugusta (Zaragoza), Segontioe (cerca de Peramán), Nertobriga (Calatorao), Bilbilis (cerro de Bámbola, inmediato a Calatayud), Aquae Bilbilitanorum (Alhama de Aragón), Arcobriga (Arcos de Medinaceli), Segontia (Sigüenza), Caesada (término de Espinosa de Henares), Arriaca (Guadalajara), Complutum (Alcalá de Henares), Segovia (Segovia), sin otras varias poblaciones, pagos y vicos intermedios; y se aproximaba al término de su excursión, que era Cauca (Cocae).

Hacía el viaje en reda (carruaje de cuatro ruedas), tirado por un magnífico tronco de mulas y guiada por el villico (intendente o mayoral) de sus estados o haciendas de Turnovas; los tres siervos, libertos más bien, cabalgaban sobre briosas mulas; formaba, además, parte de la caravana un caballo de respeto, en el cual montaba el viajero en los trayectos donde el enlosado o adoquinado de la carretera estaba más deteriorado o imprimía molestas sacudidas a la reda.

A poca distancia de Segontia se desviaron breve trecho de la calzada para visitar el célebre «roble de Viriato» (grandioso árbol de apiñada hoja), monumento vegetal del más puro estilo clásico; Goliat de su especie, más antiguo que el Imperio, centro de toda una mitología popular, numen y santuario a la vez, y a cuyo pie brotaba un manantial de exquisita agua. Cuando la conquista céltica, los celtas lo respetaron, prohijando sus mitos o fusionándolos con los propios, por gigante. Era tradición, que una noche Viriato sorprendió bajo sus frondas al cónsul romano M. Popilius Laenas, y causó una grande mortandad en su hueste. Sucedió siglos después, que un leñador tenía ya alzada la segur para derribar el árbol, cuando una voz salida de las profundidades del suelo, de lo más hondo de la raíz, le paró diciéndole: «¡Aguarda!», y se atribuyó el prodigio al alma del glorioso héroe lusón que, como la del egipcio Satu, después Faraón, moraba bajo la corteza, aguardando, para tomar carne otra vez y empuñar la triunfadora espada, a que sonara la hora de fundar definitivamente la nacionalidad hispana, frustrada de primeras por un accidente, según elegante frase del historiador Floro, que se había grabado en un pedestal de mármol sobre el mismo nacimiento de la fuente: Si fortuna cessisset, Hispaniae Romulus (a haber existido la fortuna, habría sido el Rómulo de España).

*  *  *

Durante todo el camino, Numisio pernoctó en los paradores u hospederías públicas (mansiones), salvo en dos etapas: Nertobriga, entre Zaragoza y Calatayud, villa de su pertenencia o propiedad, destinada principalmente a la cría caballar y donde radicaba su casa solariega; y Complutum, patria y residencia de su íntimo amigo Flavio Crescens, viudo como él y como él varón consular (clarissimus vir), hombre opulentísimo, que contaba los siervos de la gleba por millares, adscritos a sus vastas posesiones en diversas comarcas de España, y tenía por toda familia una hija, gentilísima doncella de trece años de edad, llamada Therasia.

A la opuesta ribera del Henares, entre el templo de Diana y el de Marte, tenía su morada regia Crescente, y allí fue a hospedarse por una noche nuestro viajero. El gozo del prócer complutense, no tuvo límites, y así fueron de extremados los agasajos que le hizo y la resistencia que opuso a dejarlo marchar al día siguiente. Mas Numisio le persuadió de la imposibilidad en que estaba de demorarse, sin más que explicarle el objeto de su viaje.

Numisio había seguido la carrera de las armas, militando primeramente en la Gran Bretaña bajo las banderas del Conde Theodosio, contra los pictos, sajones, scotos y los caledonios attacotes (año 369)...y luego en la Moesia contra los sármatas, a las órdenes de Theodosio el joven, hijo de aquél, por habérselo rogado los dos, que tenían en la más alta estima su consejo, su serenidad y presencia de ánimo, al par que su denuedo; en los trances difíciles hasta temerario. Llegado ya a las primeras dignidades de la milicia, instalóse en Roma, a fin de iniciarse en la política con Praetestato, cediendo contra su gusto a repetidas instancias de su buen padre.

En esto sobrevino un contratiempo grave, que torció sus designios y lo restituyó a su patria. Su primer general y maestro, el conde Theodosio, a quien Valentiniano I había conferido la dignidad de magister equitum (especie de ministro de la guerra, como el magister militum), guerreaba con fortuna en África contra el poderoso Firmo, príncipe moro, a quien puso en trance de suicidarse, cuando una intriga de Palacio, suscitada por prefectos (concusionarios), cuyas concusiones había reprimido en África, que acreditaron la especie de que el conde aspiraba al trono -¡cuidado que se habría perdido mucho despojando de la púrpura a Valente, Valentiniano y Gratiano para echarla sobre los hombros del vencedor de Firmus (del conde Theodosio!)- arrancó a Valente (otros dicen que a Gratiano) una sentencia de muerte contra el afamado guerrero, baluarte del Imperio, reconquistador de dos provincias perdidas, grandes como reinos, y conquistador de una provincia más, el cual fue por consecuencia decapitado al frente del ejército en la ciudad de Carthago (año 376). Theodosio el joven, que idolatraba a su padre, quedó anonadado del tremendo golpe; con una tal desolación en el alma y un tal airado desprecio al Poder asesino y a sus envidiosos enemigos, que no dudó un momento en renunciar a las armas y a la vida pública, que tantos triunfos le prometía, retirándose a su casa solariega de Cauca, en España, con propósito de profesar la agricultura cuanto le restase de vida. Numisio hizo causa común con él y le siguió en su desgracia, no sin antes lisiar al más culpable de los instrumentos de tan atroz delito, confinándose en sus posesiones de Nertobriga y en las de Turnovas, propias de su mujer Siricia, y absorbiéndose en empresas industriales, conforme veremos.

Hacía de esto tres años. La Asamblea o Diputación de la provincia «Gallaecia» había votado en honor de su ilustre hijo, el conde mártir, y acababa de erigir en la plaza mayor de Cauca, frente por frente de la morada de sus mayores, un grandioso monumento conmemorativo, cuyo miembro principal lo constituía una estatua ecuestre de bronce; Theodosio, hijo, había decidido solemnizar la inauguración con suntuosas exequias y festividades populares; y para darles lustre y relieve había interesado la asistencia de los compañeros de armas del conde, y, en primer término, la de Numisio. El día marcado en la esquela de invitación era el... Faltaban sólo cuatro días. No había momento que perder.

Por otra parte, Numisio estaba harto de ruedas y de carretera, y había decidido despachar por delante desde allí al vehículo con el equipaje y dos de los servidores, por Titulcia (Bayona de Tajuña o Titulcia), Miacum (Los Meaques, inmediato a Madrid) y Guadarrama, mientras él se ahorraba tan fatigoso rodeo, tomando a caballo, con sus otros dos escuderos, el atajo vecinal del puerto del Paular, que le llevaría directamente a la penúltima etapa de Segovia.

Cedió ante estas razones Crescente, bien que agregando a la disminuida comitiva de su amigo las dos personas más caracterizadas de su casa, con pretexto de que le representaran en el aniversario del conde Theodosio, pero en realidad para reforzar el grupo en previsión de un encuentro con alguna cuadrilla de forajidos. Eran estas dos personas F... el intendente de Flavio Crescente, hombre grave y discreto y de la más absoluta confianza, y Manlius Egnatius, sujeto de muchas letras, entre gramático, retórico y filósofo, que además de preceptor de Therasia, con un haber de consideración, ejercía en la casa algo como la cura de almas, amigo, consejero y guía espiritual de Crescente, parecido a los filósofos domésticos de los primeros siglos del Imperio1.

Cuando Crescente y Numisio se despedían, con el presentimiento de que no volverían a encontrarse, por una de las puertas interiores que daban al parque apareció saltando y tarareando una aleluya cristiana Therasia, con la cervatilla que la seguía a todas partes por la casa. Parecía como si se hubiera frotado la cara con grana de coscoja. Numisio no podía mirar sin conmoverse a aquella adorable criatura tan jovial, tan sencilla y modosa, adornada de todas las gracias, que jugaba aún como niña y regla ya la casa como mujer, y que le recordaba a su Engracia, una hechicera mujercita, fallecida a la misma edad, antes que su madre. Con voz velada por la emoción, Numisio la deseó mucha, mucha suerte, tanta como merecía...

Ya veremos si la logró. Aún no había recalado por aquellas latitudes el afortunado mortal que la hiciera suya, transplantando a solar aquitano esta preciada flor del pensil ibero2.

*  *  *

Cabalgaron los cinco en sus buenas monturas y acometieron animosamente el asalto de la cordillera, dejando a la espalda el río Henares, atravesando el Jarama y el Lozoya, transpusieron los primeros contrafuertes de la sierra, haciendo noche en una quintería de Crescente -quien solía pasar en ella una parte del verano-; internáronse al día siguiente en las fragosidades de la sierra, con todo el ánimo necesario y bastante para escalar el cielo, cuanto más el puerto del Paular; y al cabo de horas, después de no pocos incidentes, superaron la cresta; remontaron al siguiente día desfiladeros, vertientes fragosísimas y cruzaron por fin por el Paular, cayendo en la cuenca del río Balsaín, para llegar molidos por la noche a la ciudad de Segovia.

No describiré la ascensión, aunque hubo en ella no poco que sería digno de referirse, y que había empezado ya a referir. Temo que algunos lectores, poco amigos de descripciones, recelen en esta crónica una novela, y abrevio lo que de todos modos habían ellos de abreviar saltando hojas, hasta salir a la acción en terreno llano.

Únicamente diré que aquel día Egnatius, que había poseído siempre un sentimiento muy exaltado de la belleza natural, se sintió más romántico y más poeta que nunca, más identificado con el alma de la naturaleza física y más despegado de la prosa sublunar, más extraño a las desarmonías, fealdades y vilezas de la naturaleza humana. Vióse transportado a un mundo fantástico distinto de aquel que hasta entonces se había ofrecido a su contemplación (sea que positivamente lo fuese o que lo mirase con ojos aguzados, libres de telarañas o de cataratas de educación o de nacimiento). En aquel laberinto de montañas, que hacía pensar en un como gigantesco florecimiento del planeta de la tierra; en aquel mágico desfile de cuadros portentosos y deslumbrantes, ideales y casi-artísticos, que se descorrían a su asombrada vista y se habrían dicho ordenados por una Naturaleza inteligente para goce y lección, escenario, escuela y fino arte de Egnatius, se le revelaron a éste los secretos de la perspectiva y de la luz (con sus infinitas gradaciones, matices y cambios), con su consorcio, con el ambiente atmosférico, con las lejanías del horizonte, las cúspides y declives de los montes, los crepúsculos, la luna llena, el orto y el ocaso del sol, las nubes, las florestas y los valles, los raudales de agua y las masas de vegetación, para las cuales eran, en lo general, insensibles los hombres de la antigüedad; pudiendo asegurarse que, si en vez de ser maestro y director espiritual hubiera sido pintor, aquel día se habría señalado por la invención de la pintura de paisaje.

*  *  *

Cabalgaron, por fin, en el lomo de la cordillera, y empezaron a descender. Ya era hora: las bestias, jadeantes, no podían con los jinetes. Para éstos, la decoración cambió rápidamente. Los vapores que se descolgaban de las alturas por la vertiente septentrión íbanse condensando en gasas diáfanas, que luego se espesaban y velaban a ratos el sol. Parecía que el sol vacilaba perplejo entre cubrirse o despejarse. De cuando en cuando, una hebra de oro partía oblicuamente de la nube como una saeta e iba a posarse al pie de la majestuosa corona de Siete Picos, de las augustas almenas que simulan los Picos de Peñalara. A poco encapotóse del todo el cielo, y aún se puso torvo y ceñudo cuando nuestros viajeros llegaban a milla y media de la histórica ciudad de Segovia. Al entrar en la ciudad, la noche se había espesado con tanta rapidez, como si aquel día el trámite del crepúsculo hubiese estado oficialmente suprimido.

Había sido Segovia una de las más fuertes ciudadelas de los Aravacos, nación celtíbera; en el siglo VI (?) de Roma (I a. de J. C.), estuvo afiliada al partido de Sertorio; en ella batió Hirtuleyo a los generales de Sylla y fue batido por Q. Caecillo Metello Pío, en el año 75, antes de Jesucristo. Su importancia de ahora derivaba de sus manufacturas de paño, lavaderos de lana y tintorerías.

Pasó Numisio con sus acompañantes y servidores, en el Hospitium ad Aquam (Hotel o Fonda del Agua), inmediata al grandioso monumento del Acueducto, el rey de los acueductos hispano-romanos, admirando tanta solidez en tanta elegancia y grandiosidad del arte por excelencia romano, la arquitectura del cual tomaba el nombre3. Aunque era el mejor parador de la ciudad, dejaba bastante que desear, no obstante el letrero que acompañaba a la muestra, ponderando las comodidades que gozaría el viajero que allí se alojase, la limpieza del baño y de las camas, la calidad superior del servicio, «a la moda de Roma»4.

*  *  *

En hombre como Egnatius, tan enamorado y devoto de la Naturaleza, que a su manera hasta la rendía culto aquellas horas de intimidad con el alma serena y augusta de la cordillera, habían de encontrar su repercusión en el sueño, y efectivamente la encontraron. La primera parte de la noche se la pasó soñando con episodios de la travesía. Al principio todo marchó inmejorablemente: veía la sierra amada como una gran arquitectónica y como una milagrosa floración de montes y lomas escalonados, riachuelos y torrentes sinuosos de reflejo plateado, espumosas cascadas de plata, surtidores, lagos, claro espejo de las nubes azuladas, agujas y pirámides fijas, cuáles inmuebles y riscos en cadenas enraizadas en el suelo, cuáles flotando en un océano de brumas móviles o horadando la techumbre de nubes que las embozaban y asomando la cabeza por encima de ella para bañarse al sol de mediodía y beber ansiosamente su luz; circos, simas y precipicios, redondas cúpulas nevadas, columnatas, ondulosos valles y cañadas, cresterías de sobria arquitectura, balsámicos tomillares y jarales sobre la alfombra reluciente de cristales y mica, ramilletes de arbustos y hierbas encaramados sobre los peñascos coráticos, collares de selvas, pardas encinas desplegadas por las abruptas laderas, alamedas en formación, como en una parada militar, campamentos de heroicos pinos, quejigos y castaños, celosos custodios y conservadores del orden común contra aludes, ventisqueros y torrenteras, montañas enhiestas, prominentes apariencias de almenas y torreones labrados por los siglos, que llevan al hombro otras montañas gigantes de granito y gigantes vegetales, todos parlantes, dotados de un espíritu, ciudadanos de esta gran Ciudad del Orbe, donde conviven con las faunas y con el hombre. Pero luego, aquella esplendente flor sideral envuelta en los resplandores del sol, con todos esos órganos (con su corola áurea y sus sépalos, brocteos, estambres y pristilos), se replegó sobre sí, vistióse forma humana, engalanóse con traje y preseas cambiantes, cuando púrpura y oro, cuando plata, cuando verdemar, musgo y esmeralda, cuando violeta, cuando azul celeste, y como si fuese una maga amiga, púsose a departir con Egnatius de cosas muy altas, en un idioma etéreo que ambos entendían. De pronto, sin motivo aparente, sin que el casto maestro se hubiese olvidado de quién era, propasándose lo más mínimo, la bravía, inconstante y antojadiza deidad prorrumpió en alaridos de Titán, que hubieron de oírse en muchas millas a la redonda; tales y tantos, tan descomunales, que el mismo fascinado soñador hubo de emprender la fuga... que fue tanto como despertarse.

Un resplandor siniestro inflamaba en aquel instante los aires y penetraba por las rendijas de las mal ajustadas maderas, inundando de una claridad lívida las habitaciones exteriores de la casa. Al mismo tiempo, del seno de las nubes enfurecidas disparóse una fragorosa andanada de detonaciones horrísonas, y todo el edificio se estremeció, como si sacudiese sus cimientos un temblor de tierra. Menos sutil que los relámpagos el viento, pero no queriendo ser menos que ellos, se encogía, se laminaba para infiltrarse silbando por las hendiduras de puertas y ventanas y derramarse tumultuosamente por escaleras y corredores, y despertar los medrosos ecos con sus plañidos lastimeros, mientras por fuera era vendaval y bramaba de coraje en su lucha a brazo partido con las aristas de los arcos y pilastras del Acueducto, con las esquinas, aleros, albardillas, saledizos y chimeneas de la fonda, y sembraba de cascos de teja el suelo, amenazando desmantelarla; a su ejemplo, forcejeaban las puertas por desguazarse y salir por los aires, echando ramas y hojas camino del pinar donde habitaban sus hermanos.

La familia del hostelero y sus huéspedes de aquella noche, se habían arrojado despavoridos fuera de sus lechos y vagaban como almas en pena por los corredores en demanda del atrio, agarrados a las paredes, sin que nadie lograra hacerse encender su lámpara; y es digno de notar que aún aquellos que pasaban por cristianos invocaban en su corazón el santo nombre de Júpiter Tonante pidiendo clemencia para los míseros humanos. Sin la sangre fría y el humor dictatorial de Numisio, el pánico habría echado a muchos fuera del vestíbulo para ir a perecer en medio de la calle, como en otros paradores y casas estaba sucediendo. A todo esto, dos personas se hallaban en el hotel que no habían despertado: los dos mozos de Numisio; sobre la paja, detrás de los establos, escuchábase la respiración huracanada, semejante a un fuelle de fragua, de los dos siervos turnovenses, capaz de dar envidia a su amo y al propio emperador.

Largo rato siguieron los relámpagos trazando sierpes de fuego sobre la temerosa oscuridad y el imponente tableteo de los truenos retumbando por los espacios, entre los mugidos y trallazos del rugiente huracán que, como poseído de furor trágico, parecía revolverse contra sí propio. Pero en general, la temerosa conflagración atmosférica no correspondió a lo aparatoso del programa de la primera hora. Hacia las dos, la fiereza del temporal había cedido: ya no retemblaba ni crujía la casa, como antes, por todas sus junturas y aberturas, amenazando dar consigo en tierra; ya la bárbara tramoya de baterías del cielo, desmontadas, habían quedado reducidas casi del todo al silencio; ya los fuegos del cielo no alumbraban con sus luminosos zig-zags; ya los inquietos remolinos del viento, todavía impetuosos, no eran sombra de sí mismo; ya no zumbaba, ni resoplaba, ni amenazaba descoyuntarse el Acueducto; las maderas del hotel habían recobrado su quietud y serenidad; empezó a caer una lluvia menuda, luego un razonable chubasco, que el suelo sediento absorbió entero, dejándolo sin fuerza para engrosar el caudal ni empañar la limpidez del Eresma ni el de sus afluentes; entre la rasgada nube asomó rutilando sobre la tierra a guisa de heraldo y nuncio de paz, tal cual lucero, tal cual constelación, anunciando que si el mundo había sucumbido o sufrido mermas de algún cataclismo, otra vez se levantaría del caos en una nueva creación. A las dos y media, el cielo estaba sereno.

En esas horas, un diluvio había descargado a saliente de Segovia, en la cuenca de los ríos Peirón, Cega, Duratón y Riaza; y tal era la tormenta que se había asomado por un borde a las riberas del Eresma, sin hacer estación porque le cogía fuera de camino.

*  *  *

A las tres, Numisio y su comitiva estaban ya en la carretera, abriéndose paso a través de temerosa tiniebla, guiados por un hombre del país.

Los árboles escurrían, con chasquidos apenas perceptibles, los últimos residuos que conservaban del aguacero, y aspiraban con avidez la humedad de que estaba impregnada la atmósfera. El viento se habla retirado a sus cubiles, rendido de haber estado barriendo los cielos toda la noche. El lugar de la luna, estaba acusado por una línea curva muy tenue, como de último día de menguante, que no proyectaba ninguna claridad apreciable. Nada hacía desagradable ni distraía la excursión: ni calor ni frío; la capa de polvo de la vía había sido arrastrada por el viento y la lluvia a las cunetas. No se movían ni las hojas: todo estaba recogido y silencioso; parecía como si el mundo contuviese hasta la respiración, o como si ellos caminaran por un túnel.

Dos millas llevarían andadas cuando empezó a querer despuntar el alba. Las estrellas iban por momento palideciendo y apagándose; ya no se distinguían más que las de primera magnitud, y aún éstas, con sus desmayados parpadeos, semejaban lámparas mortecinas a punto de apagarse. De la bóveda obscura del firmamento íbase descolgando y esfumándose una claridad indecisa, a poco, nacarada, y, por fin, diáfana: era la luz; la luz, a cuyo conjuro iba a obrarse como una nueva creación. Del lóbrego seno del caos surgían líneas indecisas, bultos, sonidos, movimientos, colores, transparente éter; y eran peñascos, colinas, matorrales, pinos, encinas, bojes, enebros, jaras; aleteos de aves, rebaños de merinas, que se esponjaban en la placidez y frescura de la mañana; esquilas, cabañas de pastores y de campesinos, con sus penachos de un humo azulado; cortijadas, rastrojeras pajizas, hervor de savia, praderas aterciopeladas, huertas semejantes a alfombras de seda de los más variados dibujos y colores, cadencias del agua saltadora, murmullos de las altas hierbas ondulantes, que se encorvaban al flujo y reflujo de la brisa, exhibiendo sus joyeles de oro y esmeralda; y a lo lejos, anfiteatros y cadenas de montañas, nubes de ópalo fileteadas de oro, recostadas muellemente sobre el horizonte, y por fin, ¡el sol!, el sol, señor y dispensador de la vida, que se alzaba regiamente, coronado de majestad, que doraba las cumbres, que resbalaba por las vertientes, que se corría a los llanos e inundaba vegas y cañadas y teñía con reflejos de incendio el doble azul de los cielos y de las aguas.

Un silencio augusto reinaba sobre aquella creación; pero ¡cuántas voces tenía aquel silencio, y cuan armoniosas y celestiales! Egnatius miraba embelesado, como pudiera un Adán que acabase de abrir los ojos a la luz. Hasta Numisio callaba, olvidado de todo, sintiéndose un poco poeta, rendido a la pompa de aquel minuto creador. Árboles y matas, recién lavados por el chaparrón, resplandecían con un verdor intenso, pletóricos de vida, reflejando en el espejo de las hojas humedecidas los juegos o fiestas de color del firmamento. El aire estaba purificado, renovado: un fuerte olor de tierra mojada, mezclado con esencias resinosas de los pinos, aromatizaba el ambiente y sobrexcitaba el trabajo de los pulmones, que lo absorbían con deleite, transfundiendo en las venas una sangre nueva. Algunos celajes tenuesísimos, vaporosos y multicolores cendales, apenas perceptibles, flotaban por el espacio, encima del Eresma. Una brisa templada que soplaba de la llanura hacia la sierra y daba en pleno rostro, no diré que lo azotaba, sino que lo acariciaba, haciéndole olvidar la tramoya el fresco excesivo de la madrugada...

Pero pocas horas después, ya fue otra cosa. El sol había cobrado fuerza, y la reducida caravana se sentía transportada desde el otoño matinal a la canícula. Habían entrado en pleno páramo, sediento y agostado. La primera diligencia de la posta imperial había pasado restallando insolentemente sus fustas y dejando atrás a nuestros viajeros. Numisio decidió sestear al aire libre, en alguna umbría del río, y, al efecto, desvióse de la calzada, tomando el camino viejo, más llano, de piso suave y que tocaba en dos o tres puntos al Eresma. No era todavía mediodía: el globo flameante del sol ascendía penosamente la cuesta del mediodía, cuando acertaron a acampar en apacible, risueño soto folguero, bañado por el río, perdiendo de vista el grandioso panorama de montañas que se desplegaba alrededor de la tostada llanura.

Desde los ventisqueros de-la Fonfría y Navacerrada, donde tienen su nacimiento las nieves y depósitos que le servían de cuna hasta el Adajo y el Duero, el río Eresma descendía como por escalones, formando una sucesión de remansos silenciosos, semejantes a lagunas, y de bulliciosos y rápidos raudales que jugueteaban con las piedras lucientes del fondo y con las ramas y hojas de los sauces, de los juncos, de las espadañas y cañaverales que se columpiaban inclinados sobre la corriente.

Un tapiz de hierba fina y menuda, guarnecido de algunas pintadas florecillas madrugadoras (azules y blancas) les sirvió de lecho, y de dosel un arrogante roble centenario de rugosa corteza, y diversos tilos y chopos que balanceaban blandamente sus copas apiñadas, exuberantes de savia y de vigor, y guardaban celosamente el lugar contra toda indiscreción o atrevimiento del sol. A la parte de afuera, marcando la línea divisoria entre sol y sombra, veíanse revueltos en un mismo matorral el escaramujo, la zarzamora y el espino majuelo, estirando ahincadamente sus brazos cargados de fruto, erizados de saetas y garfios, semejantes a uñas de felinos, y balanceándolos al aire como si porfiasen entre sí sobre cuál de los tres poseía mayor provisión de armas y tenía mejor guardada la prole de la voracidad y genio destructor del reino animal, sobre todo de aquella especie bípeda que tiene por filosofía el que toda la creación ha sido hecha a utilidad y regalo suyo.

Enfrente, a la otra banda del río, verdeaba una extensa pradera, resguardada de la canícula, en verano, y del ábrego, en invierno, por una cortina de álamos frondosísimos, de plateada corteza, y una empalizada de ramas secas entretejidas entre sus troncos. Espoleados por el calor, dos manadas de toros de Segovia y Agucin, o Alhausin, que por aquella parte tenían su pastizal, iban surgiendo de las bravías malezas del descampado y acogiéndose al fresco y mullido lecho del césped y a la incitante sombra del cortinal.

*  *  *

El primero a romper el silencio fue Egnatius, recitando con énfasis este hermoso pasaje del poeta Lucrecio, apropiado a la circunstancia:


. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Cum tamen inter se postrati in gramine molli
Propter aquae rivum sub ramis arboris altae,
Non magnis opibus jucunde corpora curant:
Praesertim cum tempestas adridet et anni
Tempora conspergunt viridantes floribus herbas5.

«Lucrèce aimait a se concher près du ruisseau, dans l'herbe tendre (blanda), sous les branches d'un arbre bien suelte, quand la saison sonriante parsemait de fleurs les vertes prairies, pendant que d'autres festoyaient dans des salles magnifiques et resplandissantes d'or, à la lumière des lampes et au son des instruments à cordes.»

-A ese cuadro, observó Numisio, le falta un rasgo para ser completo...

-Cierto, señor; le falta el natural complemento del árbol, que es el nido, que es el ave canora; y tal es el factor artístico que ha suplido el maestro de los maestros, conterráneo nuestro, Quintiliano:

«Silvarum amocnitas et praeterlabentia flumina et inspirantes ramis arborum aurae volucrumque cantus et ipsa late circumspiciendi libertas ad se trahunt»6.

-No, no es eso lo que quería decir; el rasgo que yo echaba de menos para completar el cuadro es que uno o dos de los toritos de enfrente les dé por arrojarse al agua con pretexto de los tábanos; y una vez puestos en camino quieran aprovechar el viaje viniéndose para acá a destriparnos las monturas y obligarnos a nosotros mismos a trepar, con toda la gracia de un oso, tronco arriba de estos hospitalarios árboles y desalojar de sus bien oreadas viviendas a esas parleras aves que dices, pintadas o por pintar.

Hizo gracia la hipótesis al preceptor, lo mismo que a los dos intendentes, y se echaron a reír, sin perder de vista a los toros.

Por parte de Egnatius no paró todo en eso: como si hablara consigo mismo se decía, mirando en redondo a la enramada, al césped, a las florecillas, a los pájaros, a la corriente del río, a las pinceladas movibles del sol bajo los árboles del soto y sobre las copas de los álamos de la otra parte. La agreste línea de montes aglomerados a saliente del río, envueltos en los resplandores del sol que se dibujaba sobre el libre paraje. «No pasa apenas de aquí nuestro ideal campestre, no la capacidad estética de nuestra civilización heleno-romana para sentir y gozar las bellezas de la Naturaleza; pero ¡si hubiesen visto y oído lo que vi y escribí yo ayer en la virgen cordillera del Guadarrama; aquella maravillosa paleta cósmica que abrazaba desde más abajo de la raíz, en Complutum, hasta más arriba de las cumbres; aquellas sinfonías de la luz; los románticos dúos del viento con los riscos y con la selvas: coros de montañas sin término, sublimes en su augusta majestad!»

El incidente no tuvo más desarrollo. Nadie tenía gana de conversación, y se hizo otra vez el silencio, como si cada cual se hubiese replegado a su foro interior. Egnatius y Numisio miraban atentamente la tersa superficie en la parte detenida del río y lo analizaban, pero a bien distinta luz.

Veía el gramático lo primero un fondo, ligeramente azulado, de guijas y arena de colores, y por encima de él ese algo impalpable, diáfano como clara linfa, que es cuerpo y no es cuerpo, especie de condensación de aire inferior que resbala suavemente entre el suelo y la atmósfera, que dibuja graciosas curvas irisadas en sus ondulaciones y remolinos fugaces y murmura susurros ternísimos a dúo con el blando aleteo de las hojas del álamo blanco y del abedul, semejantes a bandadas de mariposas cautivas, aprisionadas por las patas; que tomaba cuerpo y color al despeñarse por el rumoroso raudal y chocar con las piedras escalonadas y recamadas de rizadas espumas blancas. Veía luego el disco del sol, llegado a lo más alto de su carrera, que se miraba en los temblorosos cristales del remanso, besando y calentando sus herbosas riberas; que se quebraba e irradiaba chisporroteando sobre el raudal, nimbando las rizadas espumas de un tenue vapor teñido con todos los colores del iris.

Muy otras eran las nobles cavilaciones de Numisio. Evocando las llanuras feraces, ahora mustias y amarillentas, que acababa de recorrer, y aproximándoles el recuerdo del canal de riego de Piniana que fertilizaba sus posesiones de Turnovas y las de su amigo Sura, entre el Noguera-Ribagorzana y el Segre-, lo que para Egnatius era clara linfa, que le producía con sus bellezas un dulce embeleso, representábasele a Numisio como un camino que anda, conduciendo en cantidades imponderables los productos de la flora y de la fauna industrial de la Península hispana para sustento, vestido y regalo del hombre. Al penetrar el agua, del brazo con el sol, en el mágico laboratorio del suelo, empieza su acción transmutadora la portentosa química sintética -creadora, decía él- que reina sobre el universo, y de cada anphora de esa cosa semi-incorpórea, hija de las nubes, saca un pan, un puñado de legumbres, una copa de vino o de leche, una coliflor, una lechuga, un melocotón, una manzana, una sandía, un filete de carne, un huevo de gallina, un pescado, un trozo de queso, un hilo de aceite, un copo de lana, un haz de lino, un leño, un pedazo de lienzo, un nido, un rosal... Pero que el río pase de largo, como el Eresma pasa, rígido al cauce, extraño a las tierras que lo encajonan y oprimen, y todos esos convoyes de riquezas sin fin van a perderse por el vertedero del Duero en el mar, mientras allá quedan a la espalda la desnudez y el hambre con su horrible séquito de lágrimas y de maldiciones, crímenes y suplicios.

Ni es esto todo. Acababa de inventarse el molino harinero movido por fuerza de agua, ya no por fuerza de brazo: había él presenciado las primeras instalaciones del nuevo ingenio al pie del Fanículo, en Roma, y le había faltado tiempo para introducir tan importante novedad en sus posesiones de Turnovas y de Nertóbriga. Aplicado ya el aparato a mover piedras de molino, no se tardaría, pensaba él, en aplicarla a los usos de la filatura y las lanzaderas del telar, y se habría cumplido la condición puesta por aquel titán del pensamiento, Aristóteles, para abolir la esclavitud: que las piedras girarán solas sobre el grano y lo pulverizaran; que los telares tejieran la lana por sí mismos, como inteligentes esclavos del hombre. Numisio se extasiaba, calculando mentalmente lo que podría trabajar permanentemente por ese arte el Eresma que tenía delante, y los doscientos Eresmas que podría haber en España y miles más repartidos por todo el Imperio...

Mientras estos calendarios hacía Numisio, una brisa fresca y juguetona retozaba en las frondas, y a su influjo, los acompañantes y familiares de Numisio, liquidando atrasos de sueño, se habían ido quedando uno tras otro dormidos, pudiendo más en ellos la fuerza de la naturaleza que el sentimiento de respeto debido al señor. Afortunadamente para todos, era este hombre de buen componer en achaques de señorío; y por otra parte, como no pudiera disponer de baño caliente con unciones de aceite, se acordó de los héroes de Homero, y sin despertar a nadie, se arrojó desnudo en el remanso, excesivamente frío, sin que los toros dieran señal de inquietud, ni mostraran hostilidad.

Mientras Numisio se hallaba entregado al deporte de la natación, haciendo más evoluciones que un tritón por todo el ámbito del remanso, el impenitente Egnatius soñaba lo que le habría convenido no soñar. Habíase quedado boca abajo, con la cabeza inclinada sobre el agua, tal como la modorra le había sorprendido en su contemplación pagana del río. Dormido y todo como estaba, seguía el cuitado mirando ansiosamente al álveo la tersa superficie del agua. Y veía, veía, no truchas, no barbos, tencas ni cangrejos, sino tentadoras ondinas llenas de seducciones, ojos destellantes y acariciadores, labios de coral, tez de nácar, cabellera áurea, senos blancos rosados, brazos a torno hechos con azucenas, que le llamaban amorosamente hacia sí, con tan persuasivas e irresistibles sonrisas, que mal año para San Antonio si se hubiese encontrado en igual trance. Egnatius tendió los brazos hasta tocar el agua con los dedos, y en el mismo punto la dulce visión se desvaneció. Mas en seguida, otra ondina se presentó, compendio de las perfecciones de todas, la obra más acabada de la creación: ¡cielos! juraría que era Therasia, la divina Therasia, su discípula, que le atraía, que le sonreía, que le tendía sus brazos. Alargó él los suyos golosamente hacia la celestial golosina: allí estaba provocativa y quieta: casi la tocaba; avanzó el pecho sobre el escarpe álveo; todavía faltaba un poco, muy poco, casi nada, para tocar la celestial aparición y asirla e izarla sobre el césped y huir con ella en el alazán a Complutum o a un yermo, donde quisiera; por él no había de quedar... Hizo un último esfuerzo y... ¡ay triste! la romana del cuerpo acabó de vencerse, y allá fue de cabeza sobre el remanso, los pies sólo fuera del agua, sin que la pérfida hija de Crescente hubiera acudido en su auxilio.

Con la brutal impresión del frío, y sin tiempo para darse cuenta y maniobrar concertadamente (con conciencia de la situación), probablemente se habría ahogado, a no estar allí Numisio para pescarlo y levantarlo a la altura del soto desde donde había caído. Costó Dios y ayuda hacerle desalojar la gran cantidad de agua que había embuchado (en el chapuzón). Por fortuna, no todo el repuesto de ropa de Numisio se había quedado en el carruaje: en una de las bestias iba una muda de túnica y camisa, y esa vistió el cuitado gramático para emprender la última parte de la jornada hasta Cauca.

Ocioso es decir que lo sucedido pareció a todos un accidente ordinario, pues Egnatius se guardó muy mucho de referir a nadie el malaventurado suello. Ni él mismo habría querido recordarlo; en los mágicos anillos del remanso, y en los rizos de espuma del raudal, y en los mentirosos reflejos de uno y otro habla encontrado una caudalosa fuente de poesía; despierto, se había dado un hartazgo de hermosura, exaltación del sentimiento de la belleza natural, y, ¡ay!, ese hartazgo acababa de indigestársele. Al montar a caballo miró con rencor al río por haberle metido en aventura y roto el encanto de modo tan cruel y con no merecida mofa de su persona. Sin embargo, no todo había sido culpa del Eresma: por lo menos la compartían con él, de un lado, la educación clásica del propio Egnatius, y de otro, su accidentada travesía del Guadarrama: duraban aún en él los efectos de aquella divina embriaguez y de aquella efusión de su alma en el alma universal que le hiciera ver los órganos florales de la cordillera como estancias de una epopeya viva, de un poema en acción.

*  *  *

Después de tomar un bocado, siguieron el camino viejo adelante; vadearon algunos de los afluentes, cruzaron otros a pie enjuto. Frente a uno de ellos, sobre una isleta peñascosa que dominaba el vado principal del Eresma, se mostraban las ruinas de una de aquellas atalayas o burgos de los antiguos iberos y celtas, cuyos agrietados murallones se ocultaban tras un espléndido tapiz de musgos, helechos y yedra, con festones y guirnaldas de vid silvestre, zarzas, escaramujos, cremátides, madreselvas y otras respetables familias del reino vegetal, que se habían alojado en las grietas y formaban un breñal inextricable7.

Después de contemplar aquella venerable reliquia de los tiempos célticos, restituyéronse a la vía romana; cruzaron aún algunas mutationes (estaciones de relevo de la posta), medianos poblados, apriscos de ganado, cortijadas con sus ventrudos almiares de paja y heniles alrededor de la era. Atravesaron un pinar, pisaron la línea fronteriza que dividía en lo antiguo el territorio de las dos naciones Arevaca y Vaccea por aquella parte, amojonada después por la Administración romana. Algunas quintas de recreo de modesto aspecto, a derecha e izquierda de la calzada, entre altivos plátanos, pardo-sombríos olmos de apiñada hoja y frutales de variadas especies: cerezos, nogales, castaños, ciruelos, perales, manzanos y emparrados, anunciaron a nuestros viajeros la proximidad del caserío.

Ya en el egido, a menos de un cuarto de milla de las murallas y a mano derecha de la calzada, apartado pocos pasos de ella, llamó la atención de Numisio un elevado pedrusco, tallado y mohoso, que representaba un jabalí montado en un pedestal y estaba destinado a guardar los restos mortales de una matrona de Cauca, liberta de un Ambato, según daba a entender el epitafio. Ofrecía éste la particularidad de ser dialogado, aunque de muy humilde minerva, siendo los interlocutores la esposa difunta, Ambata Onyx, y el cónyuge sobreviviente, Lucio Valerio Onésimo, sacerdote que había sido, encargado del culto de Roma y del Emperador en la ciudad de Cauca. He aquí su texto: -«Diis Manibus. (Habla Onésimo) -Ave, Ambata Onyx. L. Valerius Onesimus, sevir Augustalis et magister, maritae incomparabili cum que sine querella vixi annos XXXII.

(Habla Onyx.) -Hic nemini ferit inimicus8.

(Habla Onésimo.) -Haec nihil un quam feccavit nisi quod mortua est.

(Habla Ambata.) -Quedo esperándote.

(Habla Onésimo.) -Ambata, mihi Karissima, vale.

Como era de esperar para quien le conociese, no había de ahorrar Numisio su comentario.

-¿Conque treinta y dos años de matrimonio sin haber cuestionado ni una sola vez con tu mujer? De seguro no tuviste suegra.-¿Conque no conociste en tu vida ni un mal enemigo? Amado Onésimo, siento decírtelo, pero ¡cuan poco debías valer!

Una ruidosa carcajada de un grupo no visto de personas resonó a la espalda. Sombreado por un fresco laureto entre la sepultura y la calzada, Valerio Onésimo había a sus expensas construido una suntuosa exedra de sillería esculpida y pintada, a fin (decían los maldicientes) de asegurarse una buena memoria de parte de los paseantes de Cauca y tener con quien pegar la hebra de su diálogo cuando muriese9. Los que en la exedra estaban en aquel momento sentados, comunicándose la chismografía local y componiendo el mundo, eran ocho, y los ocho salieron al encuentro del forastero para pedirle noticias de lo que en ambos imperios sucediera, según costumbre universalmente admitida.

Bien hubiera querido Numisio darles buenas nuevas, pero no era cosa que estuviese en su mano. Hacía tiempo que no llegaban a oídos de él más que descalabros de las armas romanas y enflaquecimiento creciente del Imperio. Mientras en Occidente los alemanes cruzaban el Rhin e invadían las Galias trabando las manos de Gratiano e inmovilizando sus legiones; mientras en Oriente la valerosa Mavia, una romana viuda de un príncipe Sarraceno de Asia, invadía la Palestina y la Fenicia hasta Egipto, y ponía en aprieto al comandante general de las fuerzas de Valente, hasta obligarle a pedir la paz -los godos removidos de la Baja Moesia por las tiranías, la venalidad y concusiones del malvado gobernador romano Lupicino, y reforzados por bandas de descontentos, labradores expoliados por los agentes del Fisco, esclavos fugitivos de las minas, hasta veteranos legionarios auxiliares que desertaban de sus banderas-, asolaban las vastas planicies que se dilatan desde el Haemus (Balcanes) al Rhodore y desde Rhodore al Bósphoro, estaban entregadas al saqueo, al incendio y a la matanza; eran teatro de tales fechorías la Thracia, caían sobre la Tesalia y la Macedonia, devastándolas (bloqueaban a Constantinopla y saqueaban sus arrabales)10. Con los desastres del exterior se daba la mano, agravándolos, y corría desatada la guerra civil religiosa; y ya eran los atanasianos, que los atribuían a cólera del cielo contra los arrianos; ya eran los arrianos, que los atribuían a cólera del cielo contra los atanasianos; ya los paganos, como Libanio, a cólera de los dioses contra unos y otros. La última hora, novedad para el círculo de patriotas y desocupados de la exedra de Onésimo, suponía al emperador de Oriente Valente, a punto de salir en persona, constreñido por el clamor popular, al frente de las fuerzas militares del Imperio, a reprimir la insolencia de los godos y reducirlos otra vez; y al emperador del Occidente Gratiano, desembarazado ya de los alemanes, aprestándose a correr con sus legiones considerables en auxilio de su estulto y mal aconsejado colega y tío. ¿Qué resultaría de ello? ¿Desquite? ¿Catástrofe? Vivir para ver. Valete, adiós.

Y montando de nuevo, se dirigió a la suntuosa puerta de la ciudad que ya cerca se le mostraba.




ArribaAbajoCapítulo II

En Cauca


Enfilaron cinco jinetes por una calle vetustísima, bordeada de casas de regular apariencia, y desembocaron en una plaza sin soportales, en cuyo centro se alzaba una que debió ser estatua de mármol y no era ya más que un pedrusco informe, en el cual no se distinguían ya ni brazos, ni cabeza, ni pelo, ni manto, ni calzas, ni cosa otra alguna, fuera de dos muslos desnudos llenos de erosiones y desolladuras. Diríase que había sido esculpida en un bloque de hielo, y que cuando estaba a medio derretir se había súbitamente petrificado. Con algún trabajo leíase en el pedestal: «P. Scipioni cos. imp., ob restitutam Caucam ex s. c. bello Numantino

Era, como se ve, una estatua histórica. A mediados del siglo II antes del Imperio, sitiada esta ciudad por el procónsul L. Licinio Lúculo, hubo de capitular, admitiendo dentro de sus murallas una guarnición romana; pero aún no bien instalados los legionarios, el malvado general, faltando a la fe jurada, les dio orden de degollar a todos sus habitantes sin distinción de sexo ni de edad. Veinte mil caucenses perecieron en esta espantosa matanza, baldón del nombre romano: sólo algunos, muy pocos, consiguieron huir y ponerse en salvo por las mal guardadas puertas o descolgándose por las murallas, mientras la soldadesca estaba entregada al saqueo. Años después, P. Scipión, que tenía cercada a Numancia, invitó a esos desgraciados a restituirse con toda confianza a su desmantelada ciudad y poner otra vez en cultivo sus tierras11; y tal es el hecho que la municipalidad, en el siglo I del Imperio y de la Era cristiana, había querido conmemorar en esta estatua, que veinte generaciones de muchachos, no hallando justificado tal honor, habían maltratado con tan terco y sostenido encarnizamiento, como en señal de protesta contra el Senado y pueblo romano, que ni siquiera procesaron al bárbaro procónsul asesino.

Torció Numisio desde allí a mano derecha, pasó por delante de un templo consagrado en lo antiguo al numen céltico Lugus y ahora a una santa inventada por los cristianos, Santa Paula; dos calles más le condujeron a otra plaza cuadrilonga, muy espaciosa, especie de Foro, circuida de un elegante pórtico, y sobre el pórtico casas de aire señoril, y entre ellas la Consistorial o de la Curia (Ayuntamiento) y las de los dos hermanos Honorio y Theodosio. En el centro de la plaza, bajo una lona de color gris, se acusaba el homenaje de piedra y bronce que la patria del invicto estratega, conde Theodosio, rendía a su memoria e iba a inaugurarse.

Echó pie a tierra Numisio, cruzó el vestíbulo y penetró en espacioso atrio. Recibiéronle con demostraciones de fraternal afecto, como pudieran a un jefe de la familia, Aelia Flaccilla, mujer de Theodosio, la hermana de éste, a la sazón viuda, su tío Eucherio, su cuñado Honorio, con Termantia y Serena, hijas de éste, y una caterva de tíos, sobrinos y afines de ambos cónyuges; Flaccilla y Theodosio, andaban muy atareados, con una legión de servidores, en dar la última mano a los preparativos de la refacción o tente en pie. Theodosio estaba en el viñedo, a un tiro de piedra de la casa, e iba a llegar de un momento a otro. Pero Numisio no tuvo paciencia para aguardar, y pidió licencia a Flaccilla para salir al encuentro de Theodosio; por el camino inspeccionaría de paso la plantación, para apreciar por su aspecto y el grado de su desarrollo lo que podía esperarse de ella.

En buena ley, el arreglador de esta narración debería aprovechar el paréntesis que se abre para hacer la descripción de la casa de Theodosio, tipo helenoromano, sin la cual la crónica queda manca; pero, seguro que habría de causar enfado, la guardo para intercalarla en alguna de las próximas ediciones, aunque no todos los lectores de la presente hayan de agradecérmelo.

La heredad, en cuestión, a donde se encaminaba Numisio, lindaba con el ejido y había sido un tiempo territorio de la vieja gentilidad de los Comenesciquos12. En medio de numerosa brigada de rústicos trabajadores estaba el Cincinato del Imperio con su intendente, construyendo muros de sostenimiento en las plantaciones de los dos años anteriores y abriendo hoyos y zanjas para seguir plantando en la primavera próxima, según los cánones de la antigua agricultura cartaginesa transmitidos por Magón y sus discípulos Catón, Varrón, Columela y Poladio, más especialmente. Desde su voluntario destierro a Cauca, la mayor preocupación de Theodosio había sido extender en lo posible el cultivo de huerta y la producción de vino en la localidad, no sólo por lo que a él particularmente interesaba, en su calidad de terrateniente y agricultor, sino como medio de mejorar la condición de las clases pobres, adiestrándolas con el ejemplo y el consejo en un régimen de producción más intensa y variada que el aprendido de sus mayores.

Los sabios de aldea se burlaban del general por su ocurrencia de criar viña en un clima como aquél; pero él se defendía diciendo que no era su pretensión producir en Cauca vino gaditano (de Jerez), ni de la Cosetania, que eso sí sería desatinado, sino vino de Cauca, vino del Duero; y que esto era razonable y no fantasía ni sueño, de arbitrista, lo acreditaba el hecho de que casi todo el vino que bebían los críticos y murmuradores, comprado a los arrieros o a los taberneros de la localidad, procedía de lugares de la cuenca del Duero, no más cálidos ni más abrigados que Cauca. Baccho es extremadamente complaciente y contemporiza con casi todos los climas, lo mismo que el hombre, el perro y el gorrión, según tenía demostrado e iba a demostrar una vez más la experiencia. Los sabios y rentistas de la exedra no sabían qué replicar, pero tampoco daban su brazo a torcer: ¡la viña en competencia con los pinos montanos! Mientras tanto, Theodosio seguía recibiendo carretadas de sarmientos de la parte de Roa (Roa, Peñafiel, Aranda de Duero, Burgo de Osma, etc.), y hasta, por probar, de las faldas del Pirineo, enviados por Numisio.

Toda la economía agraria del general, en lo que hacía a Cauca, se compendiaba en esta fórmula: «Mejor que pinar, los cereales; mejor que centeno o trigo, los prados; mejor que prados, la huerta; mejor que huerta, la viña; mejor que viña, la combinación y simultaneidad de bosque, cereales, legumbre de secano, ganado, huerta y viña.» Numisio aprobaba con la cabeza, mientras examinaba complacido las cepas de la joven plantación y felicitaba a Theodosio por el éxito que prometían el vigor y verdor de los brotes del primero y del segundo año.

Aquella tarde el sol parecía, no diré melancólico, sino triste, y tenía pereza de ponerse, como si tras su despedida no hubiera de volver a salir. Sobre la púrpura y oro que lo ceñían y nimbaban, íbase extendiendo una capa de ceniza gris, mientras los flancos de las montañas se dejaban invadir de las sombras, presa de una mortal languidez, sin mostrar la menor querencia de la luz.

Numisio y Theodosio caminaban del brazo en dirección a la casa, conversando de lo que les embargaba, y era preocupación común: el peligro godo.

*  *  *

Contaba Theodosio en aquella sazón treinta y tres años y tenía de su mujer Aelia Flaccilla un hijo de dos años llamado Arcadio. Como Trajano tres centurias antes, se había formado militando bajo las banderas de su padre.

De estatura prócer, superior al promedio común, exhalábase de su persona aquel aire señorial que los romanos denominaban «prestancia senatorial»; figura arrogante por naturaleza, sin ser solemne ni imponente, infundía respeto tanto como animaba a la familiaridad. Frente despejada y serena, mirada franca, longánimo, liberal, gustaba de ayudar a sus parientes, camaradas y amigos con su consejo y con su fortuna, en lo cual le ayudaba hasta excederle el bueno cuan noble corazón de Flaccilla: su casa parecía de todos, semejante a una institución de beneficencia. Había recibido una educación esmerada: mostraba talento para la música y la poesía; se ejercitaba en la esgrima y el juego de pelota: su estudio favorito era la historia, a la cual dedicaba sus horas de ocio, con la ilusión de inspirar en ella su conducta. Su patriotismo romano, aunque tan desengañado, rayaba en la exaltación. Recto, casto, frugal y, por decirlo de una vez, modelo de todas las virtudes así domésticas como cívicas.

Por desgracia, no era sólo esto. Era de una susceptibilidad anormal, caviloso, irascible, arrebatado, y en sus arrebatos cruel con crueldad ciega, neroniana. Era irresoluto, mudando con frecuencia, de la noche a la mañana, sus más transcendentales determinaciones. Su inconsistencia de carácter le hacía saltar casi sin transición desde la indolencia más apática a la actividad más febril, como en otro orden, oscilaba sin regla entre la iracundia y la clemencia.

¿Estaba satisfecho en Cauca? Quizá no: en algunas miradas sin dirección, en algún reprimido bostezo, creeríasele cansado, empachado de prosa, acaso, acaso nostálgico, como si el papel de Cincinato, para los que no han nacido en él, fuese menos fácil de sostener que lo que había podido pensar él mismo cuando tres años antes lo hubo adoptado. Su actividad inquieta en las cosas de casa y en las innovaciones del campo de aspecto cultural, podía ser señal que delatara el aburrimiento.

Su hermano Honorio era el reverso suyo. Tocante al físico, difícilmente se hallaría en el mundo tipo más vulgar, insignificante y descaracterizado: no le mordía ni aguijoneaba ninguna gran pasión; no sentía, como Theodosio, la nostalgia de las cosas grandes: se reconocía sin aptitudes y no aspiraba a nada. Flemático, no había que temer que muriese de atrabilis; moriría, si acaso, de linfatismo: llevaba una vida quieta y placentera, como la de sus ovejas y de sus bueyes.

No así sus hijas, en especial Serena, que había heredado algo de las cualidades de su abuelo el conde Theodosio, y que ya entonces, en el dintel aún de la adolescencia, divertía con sus gracias, su ingenio y buen sentido las melancolías y mal humor y desarmaba la cólera de su tío Theodosio, el cual acabó por prohijarla. Menos flemático, Eucherio, tío de Theodosio, estaba dispuesto a todo, incluso, decía él bromeando, a ser cónsul y prefecto; el general lo veneraba como un segundo padre.

Aelia Flaccilla, afable, pía, maternal, digna de tal varón por sus virtudes, su talento, su hermosura y lo encumbrado de su alcurnia, tenía por segura la llegada de su padre Antonio, prefecto de las Galias, descendiente de la prosapia de Trajano, a lo que se decía. Para el día siguiente, víspera de las honras fúnebres del Conde y de la inauguración de su estatua, se esperaba el grueso de los invitados.

*  *  *

Efectivamente, unos alrededor del mediodía, otros por la tarde, fueron llegando y alojándose en una u otra de las dos casas de Theodosio y de Honorio, puestas interiormente en comunicación, entre otros personajes, los siguientes:-1.º Procedente de la Galia, Aelio Antonio, a quien acabamos de nombrar, suegro de Theodosio.-2.º Procedente de la Gran Bretaña, reunido en el camino al anterior, Magno Clemente Máximo, compañero de armas de Theodosio en las campañas del padre contra los pictos, ecotos y sajones, ahora comandante general de las tropas romanas acantonadas en dicha isla.-3.º Marco Cynegio, un zaragozano, más letrado que militar, hombre enérgico y de iniciativas, muy adicto a la casa de Theodosio, autor de una historia de las campañas del conde.-4.º Procedente de Asturica Augusta (Astorga), el gobernador civil de la provincia Gallaecia, a que Cauca pertenecía, en compañía del procurator o Delegado de Hacienda.-5.º Procedente de Lucus Augusti (Lugo) el flamen o sacerdos de la provincia, presidente de la Diputación o Asamblea provincial, que había votado y costeado el monumento, y con él una Comisión de legati concilii provinciae (diputados provinciales). -6.º E1 obispo cristiano de Ávila, gran amigo de Theodosio.-7.º El prefecto o comandante de los septimanos seniores, antigua legión VII Gemina, que seguía teniendo su cuartel general en León como en los siglos anteriores desde Galba.-8.º El rhetorico Helpidio, de Astorga, y el presbítero Prisciliano, de Pallantia (Palencia), encargados por la curia o Ayuntamiento de la ciudad, de la laudatio (elogio u oración fúnebre) que había de leerse en el Foro, delante de la estatua, presentes los invitados, la familia de Theodosio, las autoridades y el pueblo.-9.º Varios otros personajes, optimates de la provincia, magistrados y delegados de autoridades y Corporaciones, tales como el defensor civitatis o patrono de la plebe de Segovia, uno de los duumviros (alcaldes) de Clunia, Braga, Lucus Augusti y Septimanca (Simancas); los presidentes de gremios de artesanos que tenían a Theodosio por patrón en Segovia, Clunia (Coruña del Conde), Pallantia (Palencia) y Salmantica (Salamanca), y cuyas téseras en bronce se exhibían suspendidas en el atrio de la casa, los tribunos de las cohortes que guarnecían a Brigantium y Juliobriga (¿?), etc.-10.º Numisio Pomponio había ya llegado la antevíspera, según hemos visto. Numisio y Magno Máximo se saludaron muy ceremoniosamente, aunque habían combatido juntos en Bretaña y convivido en unos mismos campamentos varios anos, a las órdenes de un mismo general. Caracteres contrarios, Numisio todo franqueza y desinterés, Máximo, oblicuo, envidioso, fanático con su cuenta y razón, impulsivo, atacado de megalomanía, no habían podido nunca simpatizar; más aún, Numisio, a quien repugnaban, sobre todo, su hipocresía, su obsesión de los honores y su desapoderada ambición, había mirado siempre a su colega con prevención.

El padre de Máximo había sido un burgués acomodado, que quiso improvisarse millonario con las minas de diversos metales del Guadarrama; saliéronle fallidos los cálculos, y, arruinado, tuvo que acogerse a la clientela de la casa del conde Theodosio. Tal fue la ocasión de que su hijo Magno Máximo acompañara en todas sus andanzas, últimamente en las campañas de la Gran Bretaña, al insigne guerrero e hiciera rápidamente carrera protegido por él, al par de Theodosio el joven, de quien había venido a ser compañero de armas y casi hermano, escalando con él las más altas dignidades de la milicia. Ahora era él el jefe de las legiones que guarnecían la Gran Bretaña, y venía a España con objeto de visitar en Otero Ferraria a su madre viuda, a quien quería y mantenía, y dar fe de presencia en el aniversario de su protector.

*  *  *

A media tarde, las calles de Cauca presentaban un cuadro de gran animación, recorridas por enjambres de aldeanos y forasteros endomingados, que habían acudido al cebo de la fiesta y al calor de los parientes, y cuyo número se acrecentaba por momentos. La chiquillería se apiñaba y mariposeaba en derredor de los tamboriles, cymbalos y clarines, que recorrían las principales arterias de la ciudad preludiando con sus acordes alternativamente, ora fúnebres, ora triunfales, la festividad del siguiente día.

Con grandes precauciones, para no atropellar al gentío, pasó la diligencia de la posta imperial. Mientras mudaban el tiro en la mansio, un viajero se alongó hasta la casa de Theodosio, con objeto de entregar unos pliegos destinados al general. Dos de ellos, venían desde Andrinópolis, ciudad de Thracia y su segunda capital: eran cartas de oficiales que habían servido a sus órdenes en la Moesia y que solían darle cuenta de los sucesos más salientes, así políticos como militares, acaecidos en Oriente.

Abrió Theodosio una de las cartas, cuya letra le era bien conocida, y no bien hubo medio leído, devorado más bien, las primeras líneas, lanzó un grito desgarrador, penetrante, de dolor y angustia, semejante a rugido de león herido, poniendo en alarma a toda la casa. Interrogáronle los intrigados huéspedes, la aterrada Flaccilla, pero en vano: estaba demudado, lívido; los sollozos le ahogaban, impidiéndole articular una sola palabra. Les alargó las cartas y el extracto del Diario o Gaceta oficial (Acta Diurna).

Gratiano, decían, ya en camino para Oriente, había despachado desde Sirmium un correo para Valente (que se hallaba en Adrianópolis), rogándole que le aguardase, que no empeñara ninguna acción a fin de asegurar el triunfo combatiendo a los godos con las fuerzas reunidas de los dos Imperios. Valente, que quería toda la gloria para sí, desatendió la prudente recomendación y consejo de su sobrino, y contra el voto de sus generales, marchó al encuentro de las hordas de Fritigern, Alathens y Saphrax, acampadas a corta distancia de Adrianópolis. El desenlace había sido el desastre militar más grande que habían sufrido las armas romanas en quinientos cincuenta años, desde los días de Aníbal: 40.000 soldados tendidos en el campo de batalla, con 35 tribunos, dos generales, dos ministros: de Valente, el emperador, herido de flecha y abrasado vivo en el incendio de una alquería, ni siquiera se había encontrado el cadáver para darle sepultura. ¡Sólo una tercera parte del ejército había capado a la matanza! Los vencedores, ensoberbecidos por tan estupendo triunfo, se dirigían a marchas forzadas sobre Constantinopla, con propósito de expugnarla y cortar de un golpe la cabeza del Imperio, asolando de paso la Thracia, caída en su poder.

El patriotismo exaltado de Theodosio hízole suspender por tiempo indefinido las honras fúnebres del conde y la inauguración del monumento conmemorativo, y cuanto con uno y otro se relacionaba. Inmediatamente él, su familia y sus cognaciones se vistieron de luto; la estatua del padre fue cubierta de paño negro. Los consternados huéspedes hicieron otro tanto, poniéndose el traje que habían llevado para la solemnidad funeral. El señorío y los decuriones de la ciudad hicieron irrupción en la casa de Theodosio. Todo en ellos eran duelos y confusión.

Inmediatamente se procedió a la recogida del material. Las imagines de los antepasados, bustos de cera y medallones o clypeos de metal, volvieron a sus armaria del atrio (nichos u hornacinas, capillas), donde formaban un como cuadro genealógico de la familia, lo mismo que los trajes e insignias correspondientes a las dignidades que obtuvieron, a las magistraturas que desempeñaron y con las cuales habían de ser representados en la «pompa»; colgáronse otra vez en sus puestos las banderas y demás trofeos ganados al enemigo en Bretaña y en África; depositáronse en la pinacotheca, encima de uno de los dos peristylos, la efigie yacente del glorioso muerto, que había de ser conducida en la carroza fúnebre, las numerosas torrecillas de madera pintada que figuraban las ciudades y tribus sometidas por él, junto con las coronas que le habían sido discernidas, los haces de los lictores, etcétera; cubriéronse con tapices las pinturas murales que figuraban escenas de las campañas del conde y adornaban las paredes de los pórticos del peristilo; fue izada al solarium o azotea de la fachada, de donde había sido desmontada el día antes la primorosa reducción al 15 por 100 de la columna Trajano, de Roma, labrada de bronce y de marfil, espléndido regalo de boda de Theodosio el joven a Flaccilla; los coros de cantores y cantoras se volvieron al cuerpo las naenias épicas que tenían preparadas para la fúnebre «pompa»; disolviéronse las bandas de músicos con sus tubae, sus cornua y sus tibiae; el personal allegado de diversas procedencias para la gran cacería de potros silvestres, ciervos, rebezos y jabalíes por las selvas y parameras de la comarca con que Theodosio pensaba obsequiar a sus huéspedes, tuvo que dispersarse con sus jaurías; las carretadas de flores, los montones de ramas de ciprés y de pino, quedaron obstruyendo y embalsamando los patios o corrales posteriores que formaban como una casa de labor intramuros pegada a la mansión señorial y en comunicación con ella...

Los muchachos y la plebítula de Cauca, que no entendían de Godos y para quienes Andrinópolis sonaba a cosa de otro mundo, estaban inconsolables al verse de tal modo defraudados y desvanecida una solemnidad nunca vista en aquellas regiones, que iba a romper la monotonía de una vida vegetativa, sin accidentes y proveer de motivos ideales a su imaginación y a su memoria para varios años; y faltó poco para que hicieran con la inédita estatua del héroe lo que habían hecho con la de Scipión, prendiendo luego al paño que la cubría, y arremetiendo con ella a pedradas o derribándola del pedestal. Los aldeanos forasteros habrían hecho una de Lúculo, entregando a las llamas no la estatua, sino a la ciudad, en pena de su informalidad.

El hecho no tiene por qué extrañarnos. Lo extraño es que fuese un intelectual quien diera la nota cómica. El cronista se refiere a Helpidio. Se hallaba éste tan enamorado de la invención y aparato de su laudatio, que no la cambiara por el panegírico de César, obra de Cicerón, ni por el de Trajano, obra de Plinio, ni por la de Tácito en honor de Virginius Rufas (Plinio, España Sagrada, tomo II, 1, 5); como que cifraba en ellas grandes esperanzas. Paso a paso seguía el orador oficial los fastos y vicisitudes de la ciudad a través de los siglos, y los comparaba con las gestas del conde su hijo13, encontrando en aquéllas y éstas el más perfecto paralelismo, siendo, verbigracia, cierto ministro del emperador (evitaba pronunciar su nombre, como el del emperador mismo) segando la noble y provechosa vida al debelador de Bretaña, verdadero padre de la patria, al insigne estratega (conde Theodosio), cuya prudencia y cuyo valor habían restablecido la paz y buen orden en África, porque le hicieran sombra sus talentos, su probidad, su gloria y su fortuna, -lo que quinientos veintisiete años antes había sido el bárbaro procónsul Lúculo respecto de Cauca, apoderándose de la ciudad a traición y degollando contra la fe jurada a su vecindario. En ese golpe fatal con que el adverso hado de España, a distancia de más de cinco siglos, había herido a la madre y al hijo, veía él algo transcendente que habría de marcarlos con el sello de la inmortalidad. La urbs no era ya urbs, sino orbis ; y de igual modo que Publio Scipión restauró a Cauca, un nuevo Scipión habría de venir que restauraría el Imperio, como no fuera que estuviese decretado en los designios de la divinidad (evitaba concretar entre Jove, Pantheo y Cristo, y hasta huía de adjetivar) el castigo de aquellos dos crímenes con la total ruina y extinción de la ingente obra, que creíamos eterna, de Rómulo, Augusto y Constantino.

Al volver Helpidio de su largo paseo con Egnatius, que había intimado con él porque le llevaba el humor, se encontró con la fatal nueva. En un principio, se resistió a dar crédito a lo del aplazamiento; cuando vio que iba de veras, pensó no volver del paroxismo, y a no ser el buen sentido de Prisciliano y de Egnatius, que lo contuvieron, habría tomado el incidente como una ofensa personal, ora de parte de Valente, de Fritigern o de Theodosio. La mano de algún envidioso rival había de andar en eso de los Godos. ¡Una laudatio como aquella quedarse inédita! No podía ser, no podía ser, a menos que el eje de la tierra se hubiese salido de sus polos. Y era que él no veía el mundo y la historia humana más que a través de su personal grandeza y de aquella su ampulosa obra maestra. Y cuando Prisciliano le convenció haciéndole ver que todo en el mundo es contingente, y todo por tanto posible, y que la contingencia de autos no tenía ya arreglo, al menos en lo humano, se dejó llevar del enojo y del despecho en tanto extremo, que sin más deliberación, sin más trámites, tomó el camino de vuelta, dejando a Prisciliano al cuidado de despedirlo.

*  *  *

Theodosio, que no había pegado los ojos en toda la noche, amaneció con fiebre lo bastante alta para alarmar a Flaccilla y poner en cuidado al médico de la municipalidad. Pero hay días y días, y aquél no lo era para estar enfermo.

Poco antes del mediodía, desempedrando las calles, atropellando al gentío, un correo imperial (¿tabellarius diplomarius?) atravesó la ciudad como un torbellino, llevando un despacho del emperador Gratiano para Theodosio. El caballo cayó a la puerta reventado; el correo tuvo que ponerse en cama; sus compañeros de comisión habían quedado desmontados y enfermos, el uno en Pintia, el otro en una mutatio (estación de relevo) próxima a Septimanca; tanto habían forzado las carreras desde Tarragona. Theodosio quiso reprimir su curiosidad, pero no pudo: después de breve titubeo, cortó el vinculum de seda del pliego y se puso a leer.

Era un ardoroso llamamiento de Gratiano a los sentimientos patrióticos de Theodosio, para que acorriese al Imperio. Le ofrecía el mando superior del ejército y reprimiendo, atajando con él, luego de restablecido el torrente de la irrupción.

Después de un relato sobrio de los hechos y de la situación, que ya Theodosio conocía desde el día antes, decía: «Parece que hemos vuelto al siglo VI de Roma; que las feroces huestes de Aníbal han resucitado, sin más que llamarse ya no perros, sino godos. Nuestras armas han tenido su Tesino, su Trebia y su Trasimeno: estamos avocados a otro Cannas, de que ya el orbe romano no volvería a levantarse. Un millón de bárbaros, ebrios de sangre, corren al asalto de la capital de Oriente (Constantinopla), por más próxima, para luego ir a expugnar la metrópoli de Occidente (Roma), y devastar y asolar Italia, las Galias, Bretaña, España, como ahora la Thracia, Tesalia, Macedonia... Son turbonadas de fieras sanguinarias, langosta humana que avanza, sierpes que en cada uno de sus seres devora y arrasa una o más ciudades y distritos. Diríase que ha sonado la última hora de los dos imperios. Si todavía tengo fe en la eternidad de Roma, es porque tengo fe en Theodosio. Mira si doy precio a tu concurso y si eres o no libre de aceptar.

«La gloria mayor de Nerva fue sacar de España y dar al Imperio un Trajano glorioso, restaurador de la patria. No la gloria mayor, sino la única, de mi reinado quiero que sea dar al mundo heleno-romano otro nuevo esforzado Trajano, sacado también de España, que restaure el ejército y con él las glorias empañadas del Imperio y sea, conditor alter, segundo fundador.

«No soy yo sólo quien, en voz de la patria, te imploro; también el Cielo te llama. Tu padre ha sido vengado: en la espantable catástrofe, el triste emperador, que fue con Maximino la causa de su muerte, ha perecido.

«De haber tu padre vivido, no habría desastre de Andrinópolis, y Valente viviría también. Descuelga ahora la espada del gran estratega, cuya prudencia y cuyo denuedo restablecieron la paz y buen orden en Bretaña y África, y ocupa su puesto: como triunfaste de los Sármatos y de los Pictos, triunfarás ahora de los Godos, y Roma volverá a respirar.

«Conociendo como conozco tu humanidad, tu espíritu de sacrificio y tu civismo sin igual, me lisonjeo con la seguridad de que no querrás ser menos que Cincinato, menos que Camilo; y quedo esperando en Sirmium tu aviso para salir al encuentro de tu nave en Thesalónica. Es preciso, es urgentísimo.- Vale

Theodosio quedó como aturdido e inerte. La calentura había instantáneamente remitido. Poco a poco fue volviendo de su estupor y llamó a consejo a los más caracterizados de sus huéspedes, que aguardaban el desenlace de la crisis para despedirse.

*  *  *

Cuando Theodosio les leyó la carta de Gratiano, Magno Máximo se puso lívido, y tuvo que hacerse gran violencia para disimular su rabia y su despecho. Su ansia de notoriedad y de supremacía, su apetito de realeza, que era su enfermedad, se exacerbó y encendió más con aquel golpe de fortuna de su secreto rival y con aquella gran injusticia de Gratiano, que se había acordado de Theodosio en vez de pensar en él, y dijo casi balbuceando:

-Nos consultas la respuesta que te cumple dar a la demanda epistolar de Gratiano, y lo siento por ti, pues ya tu propia dignidad y el amor filial deberían habértela dictado. Tu padre había salvado al Imperio en la Gran Bretaña, en trance ya de hacerse independiente y presa de los sajones; lo había salvado en África, a punto de sacudir con Firmus el yugo de Roma, y bastó una miserable intriguilla de Palacio para sacrificar al invicto estratega, haciendo rodar en el cadalso la noble cabeza que tantos laureles había acumulado sobre sí. ¡Y ahora, su hijo osaría vender tan caras memorias y tan veneranda causa a precio de un empleo, acudiendo al reclamo de un emperador que pretende sacudirse la culpa echando el muerto al muerto!14. ¡Oh! no; Theodosio no puede ya decorosamente salir de sus posesiones de Cauca: todo lo que su magnanimidad puede hacer en obsequio del Imperio y del emperador, es mirarlos con neutralidad, permanecer extraño a ellos, no pensar en devolverles el mal que de ellos ha recibido...

En este punto tomó la palabra Numisio, que se sabía de memoria a Máximo, y dijo con retintín:

-El querido Máximo, nuestro hermano de armas, se toma por ti, por tu suerte, por tu comodidad, un interés cual no te lo mereces, y es de justicia que se lo agradezcas. Pero yo miro más al deber moral y a la causa pública que al bienestar de los tuyos y a tu personal sosiego, y no quiero, como Máximo, confinarte de por vida en Cauca y levantar entre tú y Roma, a modo de una doble muralla de bronce, el agravio y la venganza. Me acuerdo de M. Furio Camilo, el Aquiles de la República, en aquel épico sitio de Veyes, la Troya etrusca, tan lleno de prodigios, incluso intervenciones de los dioses, que resistió diez años a los sitiadores, y cuyo dichoso remate valió a Roma la hegemonía y casi el vasallaje de los treinta pueblos de la Italia central y quedar libre para siempre de todo temor por parte de Sabinos, Equos, Etruscos y Volscos. El pueblo, celoso y desagradecido, acusó ligeramente a Camilo de concusionario y lo desterró a Ardea. En el mismo año, los Galos entraron en Roma, degollaron a la población, incendiaron el caserío y acamparon siete meses en medio de las ruinas. Sólo Camilo podía restaurar la personalidad de Roma y ponerla a cubierto de mayores males; mas para aceptar otra vez la dictadura, tenía que perdonar el agravio recibido ¡Camilo perdonó! Había que escarmentar y reprimir al vencedor, había que rehacerlo todo; y esa fue la obra del gran estadista. Una nueva ciudad surgió de las cenizas de la antigua: Camilo fue proclamado segundo fundador de Roma.

Si Theodosio necesitara de ejemplos, ese sería el modelo a que habría de mirar para sobreponerse a la memoria de lo pasado y acudir, en esta hora de tribulación, al grito de angustia de la patria. Ardea es Cauca; Brenno es Fritigern; Camilo, Theodosio.

-No, no; Ardea no es Cauca: Ardea es el patíbulo de Carthago. Camilo pudo perdonar, porque era él mismo el ofendido. Pero aquí el ofendido es otro, y el caso varía. Tendría que ser nuestro mismo esclarecido maestro y mártir estratega quien hablara. Preguntarás, ¿de qué manera? Nada más sencillo: la receta la ha registrado Silio Itálico en su poema de las Guerras Púnicas y la había puesto en práctica con entero éxito Publio Cornelio Scipión, evocando las figuras de su padre y de su tío muertos en España y poniéndose en comunicación con ellos15. Va Theodosio a Cumas, sacrifica a los manes del conde, al romper el alba, una manada de ovejas de color negro, agregando vino y miel, y luego que en la entrada del reino de Styx aparezca la augusta sombra, evocada por la sibyla, le presenta el mensaje de Gratiano y acto seguido le pregunta si debe aceptar o rechazar. Que el conde Theodosio autoriza a su hijo para aceptar... Pues con su pan se lo coma, y yo seré el primero a quien parezca bien el que Theodosio se arrepienta de su voluntario destierro y se restituya a la corte y al ejército. Pero no siendo así, ¿cómo me haría yo cómplice de un acto que considero de infidelidad al padre, al maestro y al bienhechor?

Los circunstantes, que no estaban en antecedentes, se mostraban maravillados de tales extraños conceptos; no así Numisio, quien veía claramente a través de ellas un ataque de amarguísimos celos, que había tomado cuerpo en un ataque de bilis y no le permitía reprimir los sarcasmos que se desbordaban en su alma enferma.

-En serio, repuso Numisio, bromas a un lado de buen o mal gusto, y guardando el debido respeto al vivo y la reverencia debida al muerto (un relámpago de ira cruzó por los ojos de Máximo, mientras se apretaba con ambas manos la boca del estómago), quedamos en que, Theodosio cristiano no ha de mostrar menos grandeza de alma que Camilo gentil -ya lo sugiere Gratiano-, y que despachará inmediatamente un correo a Sirmium manifestando al emperador que agradece de todo corazón su demanda, el haber puesto su confianza en él, y se hace un deber el no defraudarla, ante la magnitud y la calidad de la catástrofe, anunciándole que va a ponerse inmediatamente en camino...

Y añadió, volviéndose a Theodosio:

-Tu misión no puede ser más sencilla ni tampoco más difícil ni más propia de tu gran corazón. No tienes que ir lejos en busca de escuela, que la posees en tu propia casa: lo que tu padre hizo con una provincia, eso debes hacer tú con muchas: arrancarlas de manos del enemigo, pacificarlas y reconstituirlas; restablecer y afianzar la dominación romana; reprimir las devastadoras correrías de los bárbaros y rechazarlos al otro lado de las fronteras; proteger éstas con líneas sólidas de guarniciones avanzadas; establecer campos atrincherados; reedificar las ciudades asoladas. Esto es lo que tu padre hizo (Amm. Marcel.: lib. XXVI, cap. VIII; lib. XXVIII, capítulo III); de qué modo tú lo viste, lo vio Máximo, lo he visto yo, y aquí tienes sus informes en tus archivos.

Nada replicó Máximo, que estaba en lo más fuerte de su ataque bilioso y aguardaba impaciente que el Consejo acabase para retirarse a su habitación y meterse en la cama.-Cynegio abogó elocuentemente y en los términos más calurosos y sensatos a favor de la solución que había formulado Numisio. Eucherio votó con Cynegio y Numisio, suscribiendo todos sus razonamientos. Los que eran funcionarios y autoridades hicieron equilibrios, huyendo de comprometer su juicio por lo que pudiera tronar. En cuanto a Honorio, declaró valerosamente y con la más loable franqueza que él no opinaba ni sería bien que opinase.

El obispo abulense y el flamen provincial estuvieron sumamente prudentes, excesivamente prudentes, declarando a una que la causa de tan repetidos mortales desastres era el descreimiento y que el remedio estaba en desagraviar a la Divinidad... Y cuando Numisio les objetó que si la causa era de orden transcendente, y en ello andaba la mano de Dios o de los Dioses, habría que enviar a Oriente, no al general reclamado por Gratiano, sino a uno de ellos dos, el flamen o el obispo, o los dos, para que embistieran al enemigo armados de sus respectivos hisopos en cuenta de espadas y su disciplina eclesiástica en cuenta de disciplina militar, se contentaron con sonreírse, encerrándose en un discreto silencio. Volvió a la carga Numisio, llamándoles a la cuestión, interrogándoles directamente sobre lo que era objeto de la consulta; pero ni aún así picaron: sólo el obispo abrió la boca para recitar un famoso epigrama del poeta Floro a su amigo el emperador Adriano, que éste correspondió con otra estrofa cuaternaria del mismo metro popular, recogida por Spartiano (Hist. August. scriptores sex, ed. de Oasaubon, 1603, Ael. Spart. Adrianus Caesar, pág. 11):


Ego nollo Caesar esse,
Volitare per Sicambros,
Ambulare per Britannos,
Seythicas pati pruinas.

Nadie le había preguntado si quería ser César emperador y afrontar las heladas escarchas del país de los scytas, alias godos, ni si debía quererlo Theodosio. Numisio renunció a apurarles más.

*  *  *

No podría el cronista asegurar que Theodosio hubiese oído cuanto se habló, que se hubiese hecho cargo de todo el debate: tan reconcentrado estuvo las dos horas que duró el Consejo.

Cuando éste hubo terminado, Theodosio se encerró en su oratorio, especie de Larario cristiano que había sustituido al de los penates. Rendido de sueño, no bien había empezado a orar, con más fervor que de costumbre, pidiendo luces al cielo, se quedó dormido. Llámela el lector como guste, cristiana o pagana, pero fue una verdadera incubatio. Dos astros de primera magnitud, uno su padre, el héroe del Imperio, y del brazo con él Camilo, el héroe de la República, se le aparecieron resplandecientes de luz, severo y casi hosco el semblante, y le hablaron en un lenguaje que él lo oyó distintamente, reconviniéndole porque había dudado, al extremo, de abrir un juicio contradictorio entre sus amigos haciéndole ver como él se debía a Roma y al orbe romano; ordenándole que sin demora dejara las ociosas plumas en que se consumía y acudiese al llamamiento de Gratiano para combatir a los enemigos de ambos Imperios, animándole y confortándole para que no desmayase ante los muchos obstáculos y contrariedades que se le opondrían, e iluminándole sobre los medios que habría de poner en ejecución para superarlos. ¿Qué es eso de temblar ante reveses de un día, un Imperio de tan formidable base, forjado por los siglos? ¿Es que no quedan, intactas aún, las yeguadas de España y de Capadocia? ¿Es que no hay ya cien millones de habitantes para reclutar nuevos cuerpos de ejército? ¿Es que han perecido los treinta y cuatro arsenales del Imperio, con sus inagotables depósitos de armas para equiparlos? ¿Es que los godos han cortado cien millones de brazos y no hay quien dispare esos dardos, quien esgrima esas espadas? ¿Es que se ha tragado la tierra todos los Camilos y Fabios enfrente del nuevo Aníbal, Breno; todos los Theodosios enfrente l, del nuevo Firmus? ¿Es que no hay más Roma que la que estaba en la llanura de Adrianópolis? ¿Se ha concluido el mundo, el mundo romano? Deja las ociosas plumas y acude al llamamiento de Gratiano para combatir a los enemigos de ambos imperios. Te debes a Roma y al orbe romano.

En este punto Theodosio sintió un roce suave en las mejillas, un aliento cálido en la frente, y la visión se desvaneció.

Todavía siguió largo rato durmiendo, con un sueño profundo, reparador y sedante, de que tenía gran necesidad.

*  *  *

Mientras esto sucedía, Numisio andaba de cabeza por causa de un pobre forastero, víctima del más desalmado caciquismo.

Salía de la casa, cerca ya del atardecer, con objeto de echar un vistazo al informe montón de piedra que fue castillo de frontera de los vacceos, en la confluencia de los ríos Voltoya y Eresma, cuando acertó a ver una jauría suelta de muchachones, y aún hombres hechos, que corrían y voceaban persiguiendo con saña como a enemigo público, a un hombre de sórdido aspecto, mal cubierto de harapos, que se tambaleaba como desfallecido o como ebrio. Habían venido pisándole los talones desde fuera de la población dos sabuesos bien mantenidos, diestros en cazar siervos cimarrones (fugitivi), con la casi seguridad de atraparlo a la entrada de Cauca; pero él se había defendido blandiendo fieramente su cayada mientras se internaba en la ciudad. Pronto la chusma de desocupados de la calle se unió a los perseguidores, al apellido de «¡siervo fugitivo!», y una lluvia de piedras cayó sobre el cuitado, que había agotado sus últimas fuerzas y no podía ya tenerse de pie; y en la faja empedrada que orlaba los pórticos del Foro resbaló y cayó desvanecido como pudiera un cuerpo muerto.

El generoso Numisio, a quien ofendía el menor acto de crueldad, sobre todo en daño de desvalidos, y que además estaba en una mala hora con lo de Oriente y con lo de Magno Máximo, embistió furioso a la turba con la misma cayada del cimarrón, mendigo o lo que fuese; descalabró a unos, puso a los demás en dispersión; al más terco y audaz, que acababa de darle con un guijarro en un costado, le arrojó la cayada con tal rabia, que alcanzándole le fracturó un brazo. En seguida levantó al perseguido, acomodólo sobre sus espaldas, y con tal carga entró en casa de Theodosio; en un instante lo despojó del sucio y despedazado vestido, le vistió su propia camisa, lo acostó en su lecho, hízole llevar alimento, le curó una herida y varias contusiones, sin acordarse de la suya, dispuso un baño portátil, hizo llamar al médico y dirigió al infeliz palabras de consuelo, prometiéndole albergue cómodo y protección en una de sus posesiones.

Tuvo Numisio la delicadeza de no preguntar nada a su protegido, pero habló éste y en términos tales que le dejaron horrorizado, más que antes lo de Andrinópolis. He aquí lo que refirió, haciendo grandes pausas, el enfermo:

Me llamo Pacieco; soy y no soy siervo, soy y no soy fugitivo; soy un campesino víctima del tirano de mi lugar. Se halla éste a menos de una jornada de aquí, en tierra de vacceos, y lleva por nombre, poco apropiado por cierto, La Mota. Vino a vivir a él un magnate de muchas campanillas y bien relacionado, así en la capital de la provincia como en Milán. Con sus tropelías e infamias, incontables o inenarrables, en que magistrados y agentes de la Administración pública le ayudaban con tanta decisión y empeño como si fuese virtud, Epasto, que así se llama el potentado16, obligó a la villa a sometérsele, mediante un «contrato de tutela», en que él se obligaba a dispensarles su protección, garantizando la libertad personal al vecindario y las tierras que todavía le quedaban a cambio de un tributo anual que habían de pagarle y que efectivamente le pagaban, con más puntualidad que el suyo al Fisco. Pero el codicioso patrono había acabado por quererlo todo: los campos tributarios de sus clientes se los fue apropiando, y a los clientes mismos los fue avasallando y cobrándoles la mitad de los frutos, hasta que, por fin, los declaró adscripticios suyos, obligándoles a trabajar para él, incapacitándoles para abandonar la tierra y trasladarse a otros lugares y amenazándoles con la verberación y el ergástulo si lo intentaban.

En este caso se encontraba el padre de Pacieco, morador antiguo de La Mota.

Él, el hijo, había casado en uno de los vicos o aldeas de la villa, que tenían propia personalidad, que no habían aceptado la protección y habían resistido el vasallaje y la adscripción. Por lo cual Epasto había adoptado otros sistemas, tales como el de la obnoxatio, para llegar al mismo resultado. Y en este caso se hallaba él, Pacieco el joven. Para pagar una deuda apremiante de su padre, se había vendido a si propio, haciéndose esclavo de Epasto (por vía de obnoxatio) en precio de 12 sólidos (sueldos de oro, menos de 200 pesetas). Es sabido que esta clase de contratos lleva consigo el pacto de retro. Pues bien, cuando al cabo de tres años, verdaderos años de sacrificios, mi madre fue a rescatarme, devolviendo a Epasto el precio con las creces de costumbre, que son un 20 por 10017, se negó a recibirlo y a soltarme, y como mi padre protestase con la viveza que es de suponer, llamó a sus sayones, y le conminó con sus cueros si volvía a chistar.

Entonces decidimos abandonar el pueblo los dos, y a tal efecto, enviamos ocultamente por delante a nuestras familias, por caminos extraviados, y al día siguiente las seguimos nosotros a campo traviesa, en dirección a Segovia, Complutum y Caesaraugusta, con la esperanza de despistar al infame tirano de La Mota y ponernos fuera del alcance de las autoridades galaicas, que habían acogido nuestras reclamaciones con un encogimiento de hombros. Para abreviar, nuestro intento fracasó. Para mejor asegurar el éxito, mi padre y yo nos habíamos separado, dándonos cita en Segovia. Por desgracia, nuestra marcha se descubrió a poco de salir, y las gentes de Epasto emprendieron contra nosotros un ojeo implacable. Hace de esto ocho días; ocho días que me van a los alcances, pasando y repasando campos, bosques, ríos, montes: tres llevo sin comer más que hierbas: uno me decidí a pedir pan de limosna a un levita en Ahusin, y me regañó diciéndome que padecía la culpa de mi falta de fe, por no abandonarme a la Providencia, como los lirios y como los pájaros, y a título de mendigo válido y haragán, me negó todo socorro. Lo que ha sido de nuestras familias, en absoluto lo ignoro. De mi padre, ¡ay mísero!, no supe hasta ayer, y ¡ojalá no hubiera sabido!: al segundo día de nuestra partida había sido descubierto, ligado con manillas de hierro arrastrado a La Mota: Epasto lo condenó a la última pena, y mi padre fue verberado con plomos hasta expirar.

Pacieco rompió a llorar: Numisio levantó los puños al cielo y lloró también, sin hallar para el triste un consuelo que él habría necesitado para sí.

Entonces -así acabó su relación el de La Mota- me decidí a jugar el todo por el todo y me encaminé a Cauca, no porque aquí estuviese el gobernador, sino porque aquí estaba Theodosio y, a lo que me dijeron, el prefecto del Pretorio: y... ya lo has visto: a pesar de hallarse aquí el prefecto del Pretorio, y el gobernador y Theodosio, los satélites de Epasto han osado penetrar en Cauca y azuzar contra mí, como si yo fuera un enemigo del Imperio, al populacho. No sé quién me ha sacado de sus garras, quién me ha hecho la caridad de compadecerme: alguna divinidad ha debido ser...

Numisio no había advertido que Antonio, Theodosio, Cynegio y el Gobernador estaban allí y habían oído la espeluznante historia contada por Pacieco. Al verlos, su carácter recto, justo y humano (compatissant aut pauvres) se sublevó y estuvo a punto de agredirles; pero tuvo aún bastante fuerza de voluntad para reprimir su indignación, limitándose a desahogar las hieles que le ahogaban, a derramar la amargura de su corazón con estas impías razones, sin importarle que lastimasen los sentimientos piadosos de algunos de los presentes:

-Verdaderamente no carecía de alguna razón el levita de Ahusin: a estos míseros les habría traído más cuenta nacer jilguerillos del aire, o florecillas del campo, o lirios del valle, porque entonces el Padre celestial se habría cuidado de sembrar y segar, de hilar y tejer para ellos; mientras que, nacidos hombres, predilectos hijos de Dios, imagen y semejanza suya, el Padre celestial ha podido tratarlos con franqueza como de la familia, distraerse y olvidarse de ellos, no haciendo cuenta con la poética y alegre promesa del Salvador en el discurso de la Montaña, y dejar que se muriesen solos, de injusticia, de desvalimiento y de hambre.

Cynegio, escandalizado, quería encauzar el incidente dándole un giro «sensato», y se apresuró a mudar el registro, y salió por Institutos y Digestos, seguramente porque no conocía a Numisio y no había caído en que no estaba la Magdalena para tafetanes.

-No sé cómo ha podido ser eso; los contratos de tutela son legalmente nulos desde los días de Nuestro Señor Constancio, emperador; y aunque fuesen en principio válidos, lo serían a condición de que no degenerasen, como fatalmente degeneran, en contratos de esclavitud. Por lo que respecta al secuestro y homicidio cometido en la persona de...

No le dejó concluir Numisio, el cual, aflojando ya un poco el freno de su irritación, interrumpió diciendo:

-No, si leyes no faltan: lo que falta es vergüenza, vergüenza del oficio para cumplirlas y hacerlas cumplir; lo que falta es más sangre y menos tinta en el corazón, para que sea una verdad, y no una vana palabrería, aquella regla universal de conducta que el Evangelista ha proclamado después de Pythágoras, Aristóteles, etc.: «Lo que no quieras para ti, no lo hagas a los demás»; lo que falta es facultad de indignarse ante la injusticia hecha a los demás, tomándola como propia; lo que falta es menos religión en los labios y más religión en las acciones; lo que falta son gobernadores, son prefectos del Pretorio, son emperadores, son obispos, son ministros celosos de su oficio, cumplidores de su deber, que se ganen lo que gozan y lo que comen; lo que falta son patricios que además de patricios sean hombres, y, que en vez de leyes, pura charranería, hagan tripas, coraje, puños, alma, que nada de eso tenéis, y por eso va el mundo como va. Si tuvierais arrestos ante el caso, cuando el caso se presenta, para reprimirlo y reducirlo a su ley, a su tipo, no habría Paciecos víctimas ni Epastos tiranos...

Theodosio, que había oído hablar más de una vez de las innobles proezas de Epasto y veía un conflicto en perspectiva, si no se esforzaba por conjurar una explosión de cólera de Numisio, muy de temer en esta ocasión, porque se hallaba en terreno firme, intentó amansarlo:

-Numisio tiene entera razón: hay que proveer y se proveerá...

Pero Numisio estaba intratable y tampoco le dejó concluir.

-¡Ah!, sí; se proveerá... Pero ninguno de vosotros tiene derecho a decir que se proveerá, sino que se ha provisto. Lo que no hubo voluntad de hacer ayer, tampoco se hará mañana. Y ahí tenéis la raíz del Andrinópolis presente y de los que están por venir. Por lo cual digo que el secuestro y muerte de Pacieco son cosa más grave que la derrota y muerte de Valente. Los malhechores como Epasto, y se cuentan por cientos, al decir vuestro, son más godos que los godos, y urge más descastarlos del país vacceo que de la Thracia. ¿Con que se proveerá, eh? Allá a la vuelta de Oriente, dentro de doce o quince años, o recomendando a Milán una nueva ley que confirme y recuerde la que dice Cynegio que no se ha cumplido, o lo que es igual, que mande restituir a los expoliados su libertad y su tierra con el mismo éxito con que la ley confirmada dispuso que no se diese lugar al despojo... Basta ya de facetias y de burlas; y tú, Theodosio, no pienses en ir a Oriente a restablecer el honor y la fortuna de Roma, dejando a la espalda tal oprobio.

-Se hará tu voluntad, quiero decir, lo que disponga la ley y sea de razón: los culpables recibirán el condigno castigo; pero, por Cristo vivo, ten calma, hombre feroz, deja una vez de ser exagerado, da tiempo al tiempo... Así habló Theodosio.

-Se pondrá orden en esto -apoyó el gobernador, a quien no llegaba la camisa al cuerpo-: se abrirá una información, se instruirá un proceso, todo con carácter de urgencia y criterio de rigor...

Numisio votó, y aflojando otro poco más el freno, repuso:

-Bien dicen que de lo contado come el lobo y anda gordo. Contemporizando, encogiéndose de hombros ante el mal ajeno, instruyendo expedientes y dando tiempo al tiempo, el mundo romano ha agotado sus energías morales y retrogradado a la edad del salvajismo, sin recobrar siquiera las virtudes del salvaje. ¡Cuatro siglos de Imperio, cuatro siglos de cristianismo, y son posibles aún tales monstruosidades! Pero ya no me extraña, después de oíros lo que os oigo decir. Tiene al frente la provincia un presidente o gobernador civil; sobre el gobernador un vicario; sobre el vicario un prefecto del Pretorio; tres espléndidos sueldos que pagan los agobiados contribuyentes. Y yo me pregunto: ¿para qué? ¡Para que ayuden a la aristocracia provincial a acabar de hundir el Imperio! Sí; a ciencia y paciencia vuestra, la clase de labradores libres se está rápidamente extinguiendo, y con ello dais hecha a los bárbaros del Rhin y del Danubio la mitad de su destructora labor, pues a la par de los labradores se desangra y consume el Imperio, ya agonizante. ¿Y queréis que no haga mala sangre, que no me arrebate, que dé tiempo al tiempo? Pues ¿de qué tenéis la sangre vosotros? ¿Y para qué servís, si no es para estorbo?

-Pero, hombre de Dios -exclamó Theodosio, ya picado, al ver tan mal parada la autoridad y respetabilidad del gobernador y la del prefecto su suegro-, si no tienes confianza en lo que llamas embeleco de la ley, juzgándola cosa de ninguna virtud, si no tienes confianza en las altas representaciones (magistraturas) del Estado, a quienes inconsideradamente maltratas...

-Cuidado, yo no maltrato a nadie: la verdad tiene manos blancas y no ofenden; ni yo he dicho que las tales magistraturas vayan a la parte con Epasto y con los demás Epastos a quienes aludís...

-¡Eh, amigo! -interrumpió el gobernador, rojo como la grana, que más parecía florida amapola-: habla claro si tienes algo que decir, o...

Theodosio voló a conjurar el nublado, volviendo a la interrogación que había quedado pendiente.

-En conclusión; dinos, por fin, tu teoría: ¿cómo entiendes resolver el conflicto Epasto-Pacieco fuera de la acción de las leyes sociales?

-¿Fuera? Habrás querido decir dentro: dentro de la acción de las leyes sociales. Fuera de ellas están los que las han dejado inactivas, estando instituídos en autoridad para ejecutarlas. Parece que jugamos al escondite en derredor de un equívoco.

-En fin...

-En fin, que lo que preguntas de las cosas que no se dicen, se hacen. Si quieres verlo, llégate mañana a La Mota, para donde salgo a primera hora con mis cuatro servidores, y Dios sabe si siento no poder llevar conmigo a este mártir.

-Iré, iré -exclamó el aludido-, tengo voluntad y cobraré las precisas fuerzas esta noche.

-Esas fuerzas tuyas serán resta de las mías; pero no importa, irás. Por lo pronto voy a enviar un propio a Segovia para que sepamos de tu familia.

*  *  *

Magno Clemente Máximo pasó la noche en vela, levantándose y acostándose a cada momento. A la madrugada se sintió aliviado, y mandó enganchar su carruaje para ir a incorporarse a sus legiones de la Gran Bretaña.

-Vente conmigo a Oriente -díjole Theodosio-, hay faena para todos.

Máximo pensó si se mofaba de él, y en poco estuvo que no recayese en el acceso bilioso del día antes y prorrumpiera en denuestos contra el noble anfitrión y contra el emperador.

-Yo no voy adonde no me llaman -respondió secamente-, y aún llamado, no me hincha de viento el honor de que me dé a besar su sandalia un emperadorzuelo como tu Gratiano. Quédese para otros...

Cuando Máximo cruzaba el atrio para salir a la plaza y montar en su carruaje, acompañado por Theodosio, que no había hallado manera razonable de excusar tal cortesía, entraba en la casa Prisciliano, con objeto de despedirse y cumplir por Helpidio.

Quien hubiera podido descorrer el velo que ocultaba el porvenir, anticipándose nada más que siete u ocho años al destino de aquellos tres hombres que el azar había reunido un instante en este humilde rincón de la Península, se habría estremecido de horror ante el negro rosario de tragedias que desfilara a su vista, impío alarde, espejo de la inconstante fortuna y de la mísera condición humana. Theodosio, coronado emperador en Oriente, por obra de Gratiano; Magno Clemente Máximo, alzándose en armas contra Gratiano usurpando a éste la corona y asesinándolo, proclamándose emperador de Bretaña, las Galias y España, y haciendo la forzosa a Theodosio para que legitimase la usurpación; Prisciliano, obispo de Ávila, supuesto heresiarca, sometido a cuestión de tormento, condenado a decapitación y ejecutado en el cadalso de Treveris, por delito de herejía, a virtud de sentencia de Máximo, que aquel día inauguraba en la historia la horrible inquisición católica, que tan gigantescas proporciones había de cobrar en los catorce siglos subsiguientes; Máximo otra vez invadiendo la Italia y persiguiendo de muerte al emperador niño Valentiniano, hermano de Gala, para hacerlo desaparecer y ensanchando con los ricos despojos su ya dilatado Imperio; Theodosio, viudo de Flaccilla, enamorado de Gala, declarando la guerra a Máximo para reponer a Valentiniano, y derrotándole y vengando con su muerte la muerte de Gratiano, y teniendo que encargarse de proveer a la manutención de la madre del usurpador destronado y ejecutado y a la educación de sus hijas.

Pues con todo y con eso, aún no habrías visto, lector, la zona más espantosa y sombría del cuadro: la suerte horrible que los injustos hados reservaron a la más dulce, atractiva y simpática de las figuras que hemos visto asomar un instante en la casa de Theodosio, y ante la cual la misma fría impasible Clío y aun la huraña y sanguinaria Melpómene, si la hubiesen visto, habrían llorado. No quiero nombrarla aquí, harto saldrá ello a su hora y ensombrecerá la crónica de una de las más negras y trágicas horas de la historia de la humanidad.

*  *  *

Dejemos a Máximo en demanda de la Galia y camino del Pirineo y del Estrecho de la Mancha, y trasladémonos a La Mota con Numisio y el gobernador de la provincia.

¿Con el gobernador he dicho? Sí, también con el gobernador. La noche antes, cuando Antonio, Theodosio, Cynegio y el gobernador salieron de la estancia de Numisio, entonces de Pacieco, conferenciaron entre sí sobre lo que procedía hacer en aquella ardua coyuntura. Digamos en honor suyo que todos, en lo fundamental, dieron la razón a Numisio, admirando la nobleza de sus sentimientos, hallando sobradamente motivadas su indignación y sus vehemencias y aplaudiendo en lo general su actitud, equivalente casi a un programa de gobierno y a una doctrina, no sin hacer alguna reserva en lo tocante a procedimientos. Y considerando el riesgo a que la generosa temeridad de Numisio le expondría, la imposibilidad de traerlo a temperamento de «razón», y el escándalo que de una guerra privada, y tan desigual, por ellos sabida y comentada, podría resultar, y de la cual, como de sus motivos, el prefecto del Pretorio, presente, habría de dar parte al gobierno imperial-, decidieron dar de mano al procedimiento ordinario, y que el gobernador mismo, en persona, se constituyese en La Mota, con todo el aparato de la justicia, practicara la indagatoria, decretara el procedimiento y pusiera en orden el lugar, restableciendo la normalidad, en tanto Theodosio hacía los últimos preparativos y ponía en orden sus asuntos para emprender la partida a Oriente, según acababa de anunciar a Gratiano por un doble correo.

Inmediatamente, de noche y todo como era, se despacharon propios a todos los burgos18 o puestos de policía más próximos, con orden de concentrarse en Catica a la primera hora de la mañana. A esta fuerza y a la escolta del gobernador, Theodosio y sus parientes, empezando por Honorio, agregaron las decurias de sus solariegos, armados y municionados. Pacieco fue acomodado en una vieja litera, aunque en la segunda mitad del camino pudo cabalgar.

A las siete de la mañana arrancaron el gobernador y Numisio con una hueste de 350 hombres, escolta, solariegos y burgarios. Ninguno de ellos sabía, fuera de dos o tres, a donde se encaminaban. El vecindario de Cauca contemplaba la partida con extremos de curiosidad, que no logró ver satisfecha en todo aquel día. No hay que decir los ovillos de conjeturas que se devanarían en el círculo de la exedra.

En el camino fue informado Numisio del régimen agrario vigente en La Mota antes del despojo, y sería difícil reflejar aquí la impresión profunda que le causó.

Poseía el vecindario las tierras del término en común, y el fruto que rendían se distribuía entre las familias en proporción de lo que necesitaban para su manutención. Las labores agrícolas no se ejecutaban de mancomún, sino que se particularizaban, sorteándose cada año a cada vecino una «labranza» o porción del suelo común cultivable, para que de este modo trabajasen todos y los holgazanes no echaran la carga sobre los hacendosos y diligentes: alzada la cosecha, debían aportarla íntegra al acervo común19.

La tarea asignada a cada partícipe cultivador venía a ser el espacio necesario para ocupar de veinte a veinticinco días con una pareja de bueyes en cada vuelta de arado. Para el efecto de la asignación, tenían sus términos cuidadosamente medidos, según eran de labor, de pasto, de huerta o de bosque, por yugas o yugadas, agnuas o acnuas y porcas, medidas superficiales que registraron en sus libros los escritores de re rústica20. Las labranzas sorteadas anualmente estaban amojonadas o separadas por zanjas o por vallados de piedra seca.

Preocupaban a Numisio grandemente las desigualdades sociales, no hallando razón filosófica que las justificase ni abonase: no comprendía esos rebaños de hombres que, queriendo trabajar, no tenían dónde, y que en medio de una naturaleza próvida -por hallarse el suelo acaparado-, no veían ante sí otra salida que elegir entre morirse de injusticia, dándose en esclavitud (a colonato) a los acaparadores y trabajando para ellos, o morirse de hambre. Así es que el método vacceo, individualista en cuanto al trabajo, comunista en cuanto al consumo, le seducía, como si viese en él una solución; y muchas veces en el curso de su vida, ora se hallase en Oriente, ora en Occidente, hizo de él tema de conversación, siendo su más entusiasta panegirista.

*  *  *

Cuando nuestros excursionistas llegaban cerca de La Mota y admiraban el incomparable mirador, castillo un tiempo de los Vacceos, reconstruido ahora ilegalmente por Epasto, desembocaron por una senda tres matones arqueros de la gavilla del tirano, llevando por delante atrailladas a las familias de los dos Paciecos, expulsadas tres días antes de Segovia por sus autoridades, obligadas a mendigar por los caminos y detenidas por aquellos semi-forajidos para ser restituidas a la servidumbre de que Pacieco padre no se había librado más que por la muerte.

El gobernador hizo prender y esposar a los tres guapos y puso en libertad a las siete personas que llevaban detenidas, con orden de que penetrasen sin ningún cuidado en la población, acompañadas por Pacieco menor, que no quería separarse de su patrono.

Llegada la comitiva a la plaza Mayor, donde estaba la que había sido Curia o Casa Consistorial y era ahora granero del señor, el gobernador envió fuerzas que rodearan el castillo sin disimulo, pero con cautela, y mandó que llamaran a Epasto a su presencia, mientras se echaba abajo la puerta principal de la Curia. Acudió con presteza el señor del castillo, como quien va obsequiosamente a brindar hospitalidad a un amigo, y no fue poca su extrañeza cuando vio que se trataba de una indagatoria judicial. Sin embargo, no pensó que aquello fuese una cosa seria: algún compromiso del gobernador, emborronar papel, hacer que hacemos para aparentar y salir del paso: ¡a fe que no estaba el angelito bien enterado de todo! Luego que hubo prestado su declaración, pidió permiso para retirarse, y su extrañeza se trocó en asombro al ver que se lo negaban. Retiráronlo a otra inmediata habitación para que declarasen fuera de su presencia sus servidores y satélites: después de éstos hízose comparecer a igual efecto a gentes del pueblo tomadas a la ventura de las calles centrales, de los barrios exteriores y de los vicos o aldeas. El gobernador escuchó horrores: ¡no, no lo sabía todo; no había él vendido sus complacencias ni hecho la vista gorda para aquello! La denuncia de Pacieco quedaba plenamente comprobada, y más aún, con estupendos agravantes.

Consecuencia de lo diligenciado fue un auto decretando la detención provisional del magnate y su traslación a la cárcel de Clunia. Pero al ir los lictores (?) a hacerlo preso, la habitación que le había sido dada para aguardar, estaba vacía: inquirieron, registraron desde las cuevas hasta el tejado, pero en vano: se había evaporado. Los centinelas de la única puerta abierta de la Curia, amenazados de fustigación, juraron que por allí no había pasado. El gobernador gritaba enfurecido. Y lo que dice el refrán: «conejo ido, consejo venido». Era exclamación general ésta: ¡no haberle puesto centinelas de vista! Pero, ¿por dónde ha podido huir? Hay que averiguar si cultivaba en su castillo las artes goéticas...

No, no las cultivaba: había huido por arte propio. De un ángulo escondido en el remate de la escalera que conducía a los sótanos, arrancaba una galería subterránea, enlazada al sistema de minas y pozos que ponían en comunicación el castillo con otros edificios del casco y con el campo exterior. Aprovechando un descuido, Epasto se metió por ella, y a los cien pasos salió a una calleja desierta (el vecindario se había concentrado en la plaza, atraído por la novedad); con paso de lobo se escurrió pegado a la pared, tomando el camino más corto del ejido: a poco vio un caballo ensillado, que despuntaba la hierba de un patio o solar empedrado, separado de la calle o camino de ronda por un ligero y bajo vallado de ramas secas. Ya echaba mano a la montura pensando si no la habría dispuesto allí la Providencia para salvación suya, cuando oyó llanto de mujeres y niños y vio salir en el mismo punto un hombre, lloroso también, de un patizuelo contiguo, separado de aquél por una cerca de piedra en seco y anejo a una vivienda de humilde aspecto. Era Pacieco...

-¡Calla! ¡Epasto por aquí! ¡Y siempre en su oficio de ladrón, cuando todos creíamos que por fin iba a licenciarse con su cuadrilla!

Epasto, aturdido, sin saber lo que hacía, se arrojó a los pies de aquel hombre, a quien no conocía, y le rogó y conjuró, por su padre y por su madre, por el Empíreo y por el Olympo, que le cediera la cabalgadura en precio de todo el dinero que quisiera pedirle.

-Mira, le contestó Pacieco, arrastrándolo al patizuelo y mostrándole un cuadrilátero de tierra removida, en torno del cual plañían tres mujeres, una joven, y tres niños, e inmediata a él una fosa recién cavada: -aquí está enterrado Pacieco, mi padre, a quien asesinaste vilmente la pasada semana; y esta fosa que excavaron al mismo tiempo para mí, va a servir para enterrarte a ti. Huyendo de la justicia humana, has dado en la divina. Tu propio crimen te ha hecho de lazarillo, para guiarte a nuestra casa.

Y esto diciendo, enarboló un leño de los que había apilados en un ángulo, y con toda la fuerza que le quedaba lo descargó sobre el miserable cuitado, sobre el aristócrata facineroso, verdugo de su padre. Instintivamente paró este golpe con el brazo, y el brazo crujió partiéndose en dos.

-¡Pacieco, perdón! ¡Jesús, Jesús, Jesús, socórreme! Todos mis bienes, todos, todos para tu Iglesia!

No se dejó cohechar Jesús, y Pacieco pudo enarbolar nuevamente su clava sobre Epasto, apuntando a la cabeza. Epasto, que estaba de hinojos, ladeó el cuerpo, movido del terror, y venciéndosele, cayó en la fosa en una falsa posición, causa de que con el golpe se le fracturase una pierna.

Vaciló Pacieco un instante entre sepultarlo vivo o aplicarle la ley del Talión, verberándola con cueros y plomos hasta que expirase. Ya se decidía por lo primero y andaba buscando una azada, cuando lo detuvo Numisio, apareciendo por la puerta interior de la vivienda, precedido de la mujer.

-No lo remates, dijo, que no merece salir de su cuidado a tan poca costa. Hay que darle tiempo para que saboree la miel de sus hazañosas fechorías, antes de que subía a honrar el patíbulo con su noble cabeza segada por otro más noble que él, tu vengador el verdugo. Por otra parte, La Mota, que lo ha criado y cebado, le debe al país esta lección viva más eficaz que todas las pragmáticas promulgadas y por promulgar. Ha sido peor que un lobo, y no sería justo rematarlo como a un lobo, dándole tan dulce muerte. Ponle un bozal, échale un ramal al cuello, ármate de un buen látigo, e iremos a enseñarlo de ciudad en ciudad por toda la provincia, para que a su vista estos lanígeros de dos pies se tornen leones y caiga hecha humo y ceniza esta oligarquía de Epastos, afrenta de Roma y causa en gran parte de su ruina.

Lo de ir a enseñar a Epasto como un oso, según la original ocurrencia de Numisio, sin duda ninguna podría haber sido ejemplar; pero... al levantarlo de la fosa vinieron a entender que tenía una pierna rota.

Pesábale a Pacieco y pesábale a Numisio soltar tan buena presa, pero urgía tomar un partido; y el partido que tomaron fue dejar a Epasto en la solitaria rúa, apartadamente de la casa, donde no tardarían en topar con él y ponerlo a buen recaudo los que revolvían en su busca la ciudad. Luego que estuvo hecho, Numisio habló a Pacieco en los siguientes razonables términos:

-No sé lo que durará este apaño convenido en Cauca: del estado de anarquía y consunción a que ha llegado el Imperio hay que temerlo todo. El mejor día podrías verte envuelto en un proceso por atentado contra la preciosa vida de Su Majestad Epasto. Y enfrente de este perverso estado oficial, no tienes tú los medios de defensa que Theodosio o que yo, porque no eres senador. Ni nosotros hemos de estar en este tu país más de cuarenta y ocho horas, por lo cual te aconsejo que inmediatamente salgas con los tuyos para tu aldea, con objeto de descansar esta noche; en seguida te arbitras como puedas las necesarias acémilas que os lleven por Nivaria (entre Cauca y Septimanca o Simancas, cerca de Pedreja del Portillo) hasta Rauda (Roa): montáis allí en la posta, con las evectiones (permisos para hacer uso de ella) que espero obtener del prefecto del Pretorio y que te enviaré a Nivaria; nos precedes sólo una jornada, por si os aconteciera algo, teniendo en cuenta que en Numancia hemos de hacer alto un día entero. Y en Zaragoza, Porta Gallaeca (?) me abordas para que te diga si habéis de ir a Nertobriga o a Ylerda. Toma este dinero. Corro a la plaza.-Vale.

Al mismo tiempo que él, hacía su entrada en la plaza el convoy de Epasto, llevado en andas por tres burgarios. Rebosaba aquélla de gente, y entre tantos millares de personas no reunieron pulso bastante para que se acusara un latido del corazón: ni un estallido de cólera, ni una tentativa de linchamiento, ni un denuesto, ni una maldición, ni un murmullo contra el disoluto, rapaz y sanguinario déspota, verdugo de sus cuerpos, secuestrador de su libertad, ultrajador de sus hijas, robador de su hacienda; ni siquiera un gesto, ni siquiera un murmullo de satisfacción y bienestar consiguiente al desperezo moral o al desentumecimiento; tan hondo había labrado en sus ánimos el hábito del terror y de la servidumbre. Tenían a Lucifer debajo de los pies, y aún temblaban a su contacto, como si fuera a erguirse poderoso y a tragarlos.

En un instante vióse Epasto rodeado no sólo de su mujer y de sus hijas, anegadas en llanto, que esto era natural, sino de una gavilla de condotieres y rufianes allegadizos, ministros de sus tiranías y ruindades, que ni aún con lo visto se daban a partido, cosa que acabó de agotar la paciencia y exacerbar la indignación de Numisio, haciéndole prorrumpir en exclamaciones airadas, tales como estas:

-¡Ralea, gavilla de bandidos! ¡Racimo de horca! ¡Abortos del Cocyto! ¡Enemigos del Imperio y del género humano! Se ha lucido con vosotros la filosofía de Zenón y se ha lucido el Evangelio de Cristo...

Decía esto poniéndoles rabiosamente los puños en la cara, con gana de que alguno protestara o se defendiese. En seguida, volviéndose hacia el montón y fulminándolo con los ojos, que despedían llamas, les gritó con voz de Stantor:

-¡Degradados eunucos! ¡Comuneros de m...! Sois tan culpables como él. Ovejicas, palominos, se lucieron vuestros abuelos, abatiendo las águilas romanas, para que vosotros doblarais la frente ante un mochuelo, espantajo y caricatura de tirano, que no habría servido ni para descalzar al Corocotta de vuestros romances21.

La plebe empezó a agitarse; la soldadesca del castillo no chistó ni hizo ademán de resistir, antes bien, principio a aclararse. Epasto fue encerrado en el cuarto de guardia del castillo con centinelas de vista y entregado al galeno y a los lictores (?), para ser curado y trasladado a Clunia en la vieja litera que había servido a Pacieco. En un instante, la comunidad de La Mota fue reintegrada en la posesión de sus tierras, de su personalidad civil y del gobierno local. Nombráronse decuriones. Una parte de los burgarios quedó en la población, con cargo de organizar la defensa por el vecindario y de guardar el castillo hasta que el emperador dispusiera.

El ejemplo fue contagioso; en pocos días se tuvo noticia de que en varios pueblos de tierra de Campos algunos señores habían puesto muchas leguas de por medio y que algunos palacios señoriales habían ardido.

El día siguiente al del regreso, lo pasó Numisio revolviendo libros en la biblioteca de Theodosio y apartando aquellos que hacían más especialmente a su propósito para consultarlos con Theodosio en el camino.




ArribaAbajoCapítulo III

De Cauca a Tarraco


Theodosio había de embarcar en el puerto de Tarraco con rumbo a Thesalónica. El camino desde Cauca lo hicieron, con ligeras desviaciones, por la vía veintisiete de las hispanas, o sea por los Arévacos septentrionales, los Pelendones, los Lusones o Lusitanos de la Celtiberia, los Vescitanos y los Ilergetes, que es decir por la carretera que bordeaba el Duero, el Ebro, el Cinca y el Segre, pasando sucesivamente por Nivaria (que ya conocemos), Septimanca (Simancas), atajo de aquí a Randa (Roa), a fin de evitar el largo rodeo de Zamora, Palencia, Pintia, Clunia (Coruña del Conde), Uxama (Osma), Voluce (Calatañazor), Numancia (al S. de Garray), Augustobriga (Muro de Agreda), desvío a Cascantum (Cascante), dejando a la derecha a Turiaso o Tarazona; Balsinum, próximo a Mallen, Allobone o Alavone (Alagón), Caesaraugusta (Zaragoza), y de aquí a (Fraga) e Ilerda, por la vía directa de los Monegros, inmediata al Ebro y el Cinca, y después, desde Ilerda (Lérida), Ad-Novas (Vinaixa), Ad-Septiman Decimum (Vilavert), Tarraco (Tarragona).

Theodosio y Numisio abandonaron a Cauca muy de madrugada, no obstante lo cual, una gran parte del vecindario se había alineado a ambos lados de la carretera y saludaba al general con vítores y lo despedía con expresiones cariñosas (tocadas, teñidas) mezcladas de saudade, como presintiendo que aquella era la última vez que se veían. El cielo estaba despejado, fuera de unos tules tenuísimos que se balanceaban en los aires sin moverse de un mismo lugar, espectadores curiosos de aquella salida que había de ser histórica. El tribuno de la cohorte Celtíbera, recién trasladada de Brigantium a Juliobriga (cerca de Reinosa), había acudido por orden del prefecto de la legión (León), a rendir escolta de honor a Theodosio hasta Clunia.

En Randa intrigó grandemente a Numisio un sistema de organización de la propiedad territorial, distinto de los Vacceos, por su semejanza con las antiguas leyes agrarias de los romanos. Era tradición que de aquí habían tomado sugestión y modelo los Gracchos, en el siglo II antes de J. C., para su famosa ley agraria cognominada Sempronia22. Mientras tanto, Theodosio, que llevaba ya bastantes ruidos en la cabeza y había propendido siempre por aliviar a las poblaciones todo lo posible del vejamen de los Alojamientos, despidió la escolta para que se volviese a Juliobriga.

*  *  *

Cuando a la caída de la tarde del día siguiente llegaban al magnífico puente tendido sobre el Arandilla, en Clunia, sorprendióles un hormiguero de ancianas y chiquillos, plebítula de los barrios bajos, que gritaban desenfrenadamente: «¡las repúblicas»!, ¡que vienen las repúblicas!»

Llamábanse así los gremios o asociaciones (collegia) de artesanos libres y los libertos de la gentilidad, o sea del Municipio, adscritos a determinados oficios (clavarius, fullo, pectenarius, sutor, etc.), que aquel día celebraban su fiesta patronal con ruidosas procesiones, bailes y dos comidas públicas. Elegía cada uno un presidente y se procuraba patronos influyentes; pagaban los socios una cuota mensual; celebraban juntas generales; se regían por un reglamento; poseían en común una capilla o ermita, ya en parte ruinosa, para sus ritos y festividades religiosas; cantaban himnos en lengua arcaica. Las clases humildes y desvalidas hallaban en esta manera de organización un principio de defensa y tutela contra los poderosos y contra el Estado, y algo así como una personalidad civil.

El santuario de los gremios estaba primeramente consagrado «Matribus gallaicis», a las matres gallegas23, representadas en él por un grupo escultórico de tres matronas sedentes, ornadas con amplias vestiduras, separadas una de otra por una cornucopia o cuerno de la abundancia y ostentando en la falda una cesta rebosante de fruta, su atributo característico; dos de ellas exhibían además en la mano derecha una manzana. El origen de este mito era céltico y, a diferencia de otros, tenía una importancia social innegable: representaba a la mujer cuasi-divinizada, asistida de don profético y de una intervención sobrenatural, así en el hogar doméstico como en la vida pública. Por él la condición social de la mujer se elevaba. Pero en la fecha a que nos referimos, la noción primitiva del mito, con el rodar de los siglos, se había alterado profundamente al contacto con otros de la religión heleno-romana y de la cristiana, y quienes caracterizaban el monumento por el sello que había impreso en él el clasicismo romano, quiero decir la cornucopia, y veían en las matres otros tantos genios tutelares de los gremios de menestrales, y en tal calidad las rendían culto; quienes las identificaban con las tres Marías, según un proceso bien conocido de cristianización, y así se había hecho figurar con letra moderna al pie del viejo pedestal; quienes se inclinaban de preferencia a ver en ellas otras tantas Evas tentando a los Adanes con las manzanas de su cista, pretexto a bromas no siempre de buen gusto24.

Con las matres concurría a formar el panteón popular de Clunia, como en general de los arévacos, otro grupo de deidades protectoras de los trabajadores; los Lugoves, en singular Lugus, uno de los dioses mayores de los celtas, a quien los gremios en ocasiones de excepción dedicaban ricas ofrendas y ex-votos25.

Nuestros expedicionarios presenciaron el desfile de la procesión: los menestrales y sus mujeres en traje de fiesta y con ramas de laurel y atributos del oficio en las manos; matres y lugoves tallados en madera y llevados en andas, con profusión de sedas, dorados y frutas; las juntas directivas de los gremios sobre tablados de madera escalonados, repartidos a lo largo de la carrera, cuidando del orden y arrojando puñados de flores y de granos de trigo a las imágenes e incorporándose sucesivamente con sus respectivas banderas, a la procesión; apuestos coros de jóvenes y doncellas, entonando cantos astronómicos, vestigio o reliquia de las antiguas creencias religiosas de los druidas, en que se hacía notar la transmigración de las almas de los difuntos a su paraíso, que es la Luna, y su reencarnación y nueva existencia en ella; bandas de música alternando con los coros. Las fasces de los lictores y el incienso habían sido suprimidos.

Theodosio estaba escandalizado de que todavía a estas alturas de siglo, sesenta y seis años (65? fue el 312 o el 313?) después del edicto de Milán, sobreviviesen en el corazón de la muchedumbre, que hubiese quien pudiera aún vivir de la pública credulidad y se manifestasen con agravio del cielo, en plena calle, florecientes supersticiones de tal significación y de tal calibre, por culpable condescendencia del Poder y falta de arrestos y de espíritu en los pastores de la Iglesia para combatirlas y desarraigarlas aún con riesgo de la vida. El tono rencoroso con que se expresaba era de amenaza, y decía bien claro lo que había que esperar de él si algún día llegaba a ser árbitro de la gobernación. ¿Pues qué habría dicho si hubiese visto aquella misma noche a esos pastores de Cristo acudir al humildísimo augur de las ínfimas deidades gentílicas veneradas por la plebe cluniense, con propósito de rasgar el velo del porvenir y satisfacer más a lo seguro sus ansias de medro, sus concupiscencias o sus venganzas?

No ha dicho aún el cronista que el caballo que Numisio llevaba para montar había enfermado en el camino, y con gran trabajo para marchar al paso sin ninguna carga, rezagándose, pudo llegar, entrada ya la noche, a la ciudad. Ni el milomédicus (veterinario) militar de la guarnición ni el de la estación de postas pareció... En ausencia del veterinario militar, hizo Numisio llamar al curandero, que vivía en una semicueva, semibarraca, entre la fortaleza y el teatro de la ciudad. Pero ni él ni su mujer, también curandera veterinaria, pudieron acudirle, por cuanto eran al propio tiempo él druida, ella druidesa (así se llamaba todavía), especie de santeros o ermitaños de los Lugoves y de las Matres, peritos en la mántica o adivinación, que cultivaban y explotaban las últimas degradaciones del viejo culto de los Kymbis; y aquel día se hallaban embargados por los gremios, y tanto como por los gremios, por gran parte del país, en clase de sacrificadores y adivinos. A esto había venido a parar aquel clero celtibérico, tan prepotente un día, cuando pudo oponer al invasor romano figuras como la de aquel Olínico, el cruzado, blandiendo su lanza de plata caída del cielo (T. Livio, XLIII, 4).

Con su habitual osadía y vehemencia, Numisio se hizo conducir al aula donde oficiaba el druida, adivino y veterinario Vettius Patera. Pero le fue forzoso desistir de todo propósito de fuerza. Harto hizo con penetrar en el sacellum y abrirse paso, como una cuña, hasta las primeras filas. El mayor número de los devotos estaba compuesto de los que aspiraban a utilizar el ministerio mágico y augural de la pareja druídica (nigromántica), ya fuesen en solicitud de filtros amorosos, ora de carmina o scripta para alivio de tal o cual afección corporal, ora de ligamientos o ensalmes para maleficiar a un contrario, lapidar su viña con granizo, o quitarle el habla, o trastornarle la razón, o causarle la muerte, ora de evocación de muertos, ora de horóscopo sobre la suerte propia, ora de anticipo sobre algún suceso futuro. Patera en un altar, su mujer en otro, no daban abasto; tan grande era la demanda. En los casos más considerables o más arduos, que diríamos de primera, hacían acostar al paciente o la paciente sobre el ara, picábanle una vena con alfiler, hasta que brotaba una gota de sangre, último vestigio de los sacrificios humanos, que Strabón registró entre las instituciones religiosas de los lusones (a) lusitanos y otras tribus de la Península (Strab., III, 3 y 6), y que fueron abolidos por la administración romana. Cumplido este rito preliminar, seguía la fórmula de invocación o de encantamiento: seguidamente, el mago o adivino aplicaba su oído a la boca de la efigie, luego su boca al oído del consultante transmitiéndole la respuesta del oráculo y... ¡otro!

Reflexionaba Numisio lo arraigada que debía hallarse esta superstición para lograr imponerse a tal extremo a la autoridad social y a las leyes, cuando de pronto quedóse de una pieza al reconocer en un grupo a varios diáconos, presbíteros, y hasta obispos, entre ellos el de Turiaso (¿Calagurris?), a quien alguna vez diera hospedaje en Nertóbriga, y que ahora se había ausentado de su sede con pretexto de una misión para evangelizar en el alto Duero26. Numisio se rehizo pronto de su sorpresa, explicándose que los dos cleros enemigos se dieran la mano en el terreno de lo sobrenatural y maravilloso con aquella muletilla que le era propia y encerraba toda su filosofía: «¿qué más da?». Antes que el obispo le viera, Numisio giró tan rápidamente como pudo y salió a la calle.

De paso para su alojamiento, escuchó en plazas y eras el bullicio de la fiesta nocturna de los gremios, que danzaban y cantaban a coro, sin aire de zambra, alumbrados por el resplandor de la luna llena (Strab., III, 4, 16, y mi Poesía popular española, páginas 365-6).

Aunque a Numisio lo que acababa de ver no le daba frío ni calor, se guardó de comunicárselo a Theodosio, sabiendo que se tomaría un gran disgusto y que tenían cosa mejor que hacer, según vamos a ver ahora.

Antes, sin embargo, cúmpleme manifestar que el obispo de Turiaso (¿Calahorra, etc.?) no había ido en seguimiento de la sibila de Clunia a humo de pajas. Tenía él gran interés en saber si el nuevo que había de suceder a Valente sería pagano, arriano o athanasiano, y con tal designio se había puesto en camino. Luego que la druidesa, secundada por Patera, tras largo y complicado ceremonial, acompañado de fervientes invocaciones había alcanzado el supremo grado de éxtasis y de posesión, predijo a la letra esto que sigue: «Los tiempos vuelven. Segunda vez protector de Clunia será el salvador del Imperio y dará el triunfo a la fe triunfante.» De ahí no hubo quien sacase. Al pronto el vaticinio no llamó la atención y pasó por uno de tantos logogrifos o rompecabezas como los cónyuges nigromantes habían puesto aquel día en circulación. Pero cinco meses después, luego que Gratiano hubo ceñido inesperadamente la diadema imperial a las sienes de Theodosio, la predicción pareció a todos transparente y todo se volvió poner por las nubes la sagacidad o la inspiración de la hechicera, que ya no era hechicera, sino profetisa, y reclamar un premio para ella. El oráculo de Clunia creció en autoridad por encima del de Delfos. La Curia de la ciudad, con alguna participación de los gremios, nombró una Comisión portadora de un mensaje de felicitación a Thesalónica.

La manera de discurrir era irreprochable. Lo que Nerón había sido en el siglo I, azote del Imperio, era Fritigern, con sus turbonadas de Godos, en el IV. Fue la predicción de una noble doncella de Clunia, virginis honestae vaticinatio, reforzado por el oráculo que una joven profetisa, fatidica puella, había dejado archivado dos siglos antes en el templo de Júpiter Clunianse, quien auguró a Galba que libraría al mundo romano de aquel monstruo y le sucedería en el trono, y fue la ciudad de Clunia quien le alentó y excitó a sublevarse contra el bestial hijo de Agripina. Y he aquí que ahora, cuando el mundo se hallaba en expectación de un Mesías civil que repusiera en sus quicios el orbe romano, es otra adivina de Clunia quien inviste de la púrpura a un huésped de la ilustre ciudad, a quien Galba hiciera colonia e impusiera su nombre, Clunia Sulpicia, designándolo por su calidad de patrono o protector, porque efectivamente lo era de los gremios y de la Curia hereditariamente, según rezaban antiguos contratos notariales de hospitalidad, otorgados por su abuelo y su bisabuelo, cuyas téseras se exhibían a la vista, suspendidas con clavos en la Casa Consistorial y en el domicilio social de las agremiaciones urbanas, pero que nadie se había cuidado de consultar en aquella preciosa ocasión27 ¿Podría estar más patente ni más claro? ¡Si no faltaba más sino que la druidesa hubiese pronunciado determinadamente el nombre de Theodosio! Había para desesperarse. ¿Cómo era posible que no hubiese caído antes en la cuenta? Sobre todo, el obispo de Turiaso (¿Calagurris?), estaba inconsolable y renegaba de su torpeza: ¡el partido que habría podido sacar de la predicción él, que tenía puesta la mira en la sede episcopal de Roma, en la de Byzancio y en la de Alejandría, por este orden!

*  *  *

Numisio y Theodosio empezaron aquella noche y continuaron en las dos paradas siguientes de Uxama y Voluce el estudio de la guerra y caída de Numancia en cuanto tenía de lección de cosas aplicables al conflicto militar del día.

La razón era por demás obvia.

-Dos figuras históricas, decía Numisio a su amigo, tienes que proponerte por modelo: para rehacer el ejército, restaurando la disciplina moral de los legionarios y de los auxiliares, el ejemplo de Scipión enfrente de Numancia, después de la catástrofe de Hostilio Mancino; para quebrantar la insolencia y el empuje avasallador de los godos sin estéril sacrificio de vidas, el ejemplo de Fabio Máximo enfrente de Aníbal, después de Cannas.

Los dos son a cual más admirable y aseguran el éxito a tu empresa. El medio escogitado por Fabio Máximo para volver la república a la vida, o, lo que es igual, para vencer a Aníbal, fue no combatirle, agotarlo con sus lentitudes: siendo Cunctator (el Tardo el Temporizador) se ganó el sobrenombre de Imperii scutum (escudo del Imperio), con que fue apellidado por el pueblo. No debe ser otra tu regla de conducta; no debes apartarte de ella; escarmentar en cabeza de Terencio Varrón, tener valor para que te llamen Theodosio Cunetator; dar tiempo al tiempo, capear el temporal, contar, en primer término, con el concurso de Capua, que jamás falla. Procediendo así, has de ver cómo los fieros vencedores acaban por combatirse entre sí, cómo ceden a la molicie, cómo la indisciplina los invade y la ambición desapoderada y la incompatibilidad de humores acaban por desunirlos, relajar el vínculo moral y dividirlos y, en una palabra, cómo ellos con sus propias armas guardan a Roma de sí mismos. En última instancia, haz cuenta que no soy yo quien lo aconseja, sino tu padre (aquí Theodosio aguza el oído); tu padre, que en Tipasa (África) apeló a la táctica de Fabio Cunctator, y con el mismo éxito, según acaba de recordar en un libro de este año aquel buen amigo Ammiano Marcelino. (lib. XXIX, cap. V).

Viniendo al otro ejemplo, tu posición frente a las hordas de Fritigern, con un caos a tu lado de hombres desunidos y sin espíritu, principal causa del descalabro de Andrinópolis, se parece como una gota de agua a otras gotas a la posición de Scipión hace quinientos once o quinientos doce años frente a los feroces irreductibles numantinos, con una chusma informe, que no ejército de soldados sin ninguna moral, relajada por el lujo, el desenfreno, la molicie y las prácticas supersticiosas, acobardada por repetidos desastres y tratados humillantes. Te interesa sobremanera conocer en todos sus detalles, en todo su pormenor, el sistema pedagógico que Scipión pusiera en práctica para hacer sanatorio y escuela de los rudos ejercicios del campamento, lidiando con los propios soldados más aún que con el enemigo, para endurecerlos, para restaurar en ellos la religión del honor y hacer de aquella relajada patulea un ejército sólido y regular. ¡Gran día para él el primer día que los numantinos vieron la cara a los romanos y los romanos la espalda a los numantinos!

No era otro el problema que los sucesos habían planteado a Theodosio en Oriente y tal la materia de su actual estudio con Numisio: los hechos de cunctator y de carnicero llevados a cabo por Scipión y las razones con que los justificaba, según los textos de Polybio, Tito Livio, Appiano, Plutarco y L. Anneo Floro, que tenían a la vista, amén de otras relaciones monográficas especiales sobre la guerra de Numancia, tales como la de Rutilio Rufo, que Numisio había cuidado de sacar de la bien surtida librería de los Theodosios.

Cuando salieron de Voluce y llegaron a Numancia se hallaban ya suficientemente orientados, y solamente les faltaba inspeccionar los lugares con criterio táctico y estratégico, a lo cual habían decidido sacrificar un día, persuadidos de que no sería tiempo perdido. Numisio no cesaba en sus exclamaciones de admiración a la energía, a la constancia y al genio militar del joven Scipión, y exhortaba a Theodosio a penetrarse bien del caso: «Empápate bien del sujeto, respira su ambiente, compenétrate de su obra: Scipión eres tú ahora, y los godos son tus numantinos y tus cartagineses...»

En Numancia

Era entonces Numancia un villorrio de ninguna consideración, edificado a orillas del Duero, sobre los escombros y cenizas de la subvertida ciudad pelendónica. El caserío era de humilde apariencia, casi todo él fábrica de adobe, muy poco de mampostería concertada, ora con revoque, ora sin él, y algunas veces pintado de verde o rojo.

Numisio y Theodosio recorrieron sus calles y rondas y visitaron sus pequeños edificios públicos, comprobando cómo hasta los pedestales de las estatuas votivas, romanas todas, a Marte, Jove y alguna otra deidad, lastimosamente mutiladas y medio arrumbadas por los declives de la meseta y en toda la extensión del breve arce que hacía las veces de acrópolis28, delataban en su estilo y en sus dimensiones la más desilusionante desproporción entre el cuerpo de la localidad y la fama resonante de su nombre. Dieron vuelta a caballo a todo el circuito, así primitivo como actual, tocando a los dos ríos; siguieron el rastro de los siete campamentos de Scipión, su emplazamiento y sus conexiones, el doble foso paralelo, con robusta muralla almenada y la línea de torres levantada sobre ella, con que Scipión circunvalara a la ciudad; la espaciosa tienda central del general, de la cual asomaban algunos paramentos a flor de tierra; y asimismo el cimiento de las dos fortalezas que levantara en ambas orillas del Duero, cabeza del sistema de ingenios giratorios y falcados que cerraban todo paso a los esquifes y a los nadadores de la brava ciudad sitiada; cruzaron en todos sentidos y direcciones el heroico cerro (cerro de la Muela), sembrado de cenizas y piedras ennegrecidas o calcinadas, testigos de una de las más grandes tragedias de la historia29.

No había pisado impunemente Numisio este suelo santificado por un dolor sin nombre y el holocausto de un pueblo verdaderamente digno de vivir. Sin quererlo, y hasta sin darse cuenta de ello, púsose a meditar sobre el flujo y reflujo de la historia y la varia fortuna de hombres y pueblos; miró a través del pasado el porvenir, y una tristeza de muerte le fue invadiendo el alma. Los iberos y los libios -pensaba él- eclipsaron y se superpusieron a los atlantes; los celtas, ligures, helenos y penos, a los iberos y a los libios; los latinos a los penos, celtas, ligures y helenos. ¿Quién nos daría la seguridad de que los godos no formarán a su vez estrato sobre iberos, sobre celtas, sobre latinos y sobre helenos; que no se volverán los dados, tocándoles a Roma y Byzancio representar el espantable papel de Numancia?

Por la tarde visitaron el riscoso y desierto lugar donde 30.000 legionarios, con su general el cónsul Mancino, fueron copados y tuvieron que rendirse a una fuerza de solos 4.000 numantinos. Theodosio y Numisio hicieron comentarios y condenaron duramente la bajeza de alma de que Roma diera señal en aquel día verdaderamente de prueba (rechazar la capitulación y entregar en equivalencia a los numantinos, dándose con eso por cumplida al general que la había ajustado y formado); y cuando Theodosio trató de descargar la responsabilidad sobre el pobre Júpiter, le fue fácil a Numisio pararle los pies sin más que hacerle ver el reverdecimiento de aquello que los antiguos romanos llamaran fe púnica y los penos fe romana, y podría ahora con igual razón llamarse fe cristiana; por ejemplo, la acción alevosa del duque de la provincia Valerio, asesinando vilmente, contra la fe jurada a Gabinius (372), rey de los Quados, a quien casi alcanzaste en las filas de los sármatas; infamia que costó la vida a dos legiones; por ejemplo, la conducta desleal, torpe y abominable de Valente y sus ministros y gobernadores para con los godos de Fritigern, antecedente lógico, con otros, del desastre de Andrinópolis.

Pasmaban a Theodosio el arranque, la fiereza, la tenacidad y la fortaleza sobrenaturales de la gente numantina, y pensó hallarle explicación y fundamento en lo humano comparando el régimen territorial de los vacceos con el de los Pelendones. A juicio suyo, el más que semi-comunismo que observaban los primeros, había de deprimir el juego de las energías individuales y contrariar la formación de un espíritu militar, al revés que en los segundos. No halló tan obvia la explicación su compañero Numisio.

-Aunque no he podido aún formar idea cabal de lo que propones, me inclino a pensar que vas demasiado lejos, fundando en razones de carácter meramente económico diferencias en el genio militar, que bien pudieran ser sólo aparentes. Diré más: por lo que he podido hojear en tu biblioteca, mientras inquiría lo pertinente a la política quirúrgica de Scipión, la historia parece más bien invalidar tus hipótesis.

La capital del Estado vacceo Pallantia (Palencia), por una parte, y Numancia, por otra, eran las dos ciudades más ilustres y populosas del Norte de la Península. La primera, no obstante lo que llamas cuasicomunismo, o Dios sabe si por motivo de él, era una población próspera y floreciente, como que, atraídas por la fama de sus riquezas, dirigieron contra ella sus armas el infame L. Licinio Lúculo (año 150 antes de J. C.) y M. Aemilio Lépido (136). Pues ni Lúculo ni Lépido pudieron nada contra Pallantia, como tampoco P. Rutillo Rufo más tarde; antes bien, los palentinos los persiguieron y arrojaron de su suelo: la denonada ciudad resistió victoriosamente las agresiones y ofensiva de los romanos hasta imponerse y tratar con ellos como de potencia a potencia y quedar en pie, tú lo has visto; mientras que Numancia, cargada de laureles, tenía que suicidarse para no verse en una pompa triunfal ignominiosamente atada al carro del triunfador. Y ya puesto en ello, quiero declarar una convicción. Venero a los pelendones; me postro y humillo ante aquel pueblo tan henchido de virtudes, sublimado por el dolor sin nombre; me parece poco la gloria de los altares, pero he de decirlo: más que los hombres y que los pueblos que saben morir, me seducen esos otros, serenos y constantes, que no se rinden al hado adversario con sólo presentarse, pero que, empezando por resistir tan fieramente como los palentinos resistieron, acaban por hacerse cargo.

¿Hablaremos de solidez de las Instituciones, de unión y concierto de las voluntades. La inmortal ciudad pelendónica pasó por trances tan amargos como el de Lagni y como el de Malia, cuyos aldeanos degollaron a la guarnición numantina para entregarse cobardemente al Cónsul romano, acaudalando la horrenda serie de Hastas o Lascut, Vellegia, Lutia, Castrum Vergium, Castace, Ategna; al paso que en Pallantia no estalló nunca una disensión o lucha, entre clases o entre localidades, que se pareciese ni remotamente a eso, no obstante presidir un Estado relativamente extenso, que contaba hasta diez y ocho tribus o ciudades.

En Cascante

Desde Augustobriga (Agreda), superado el obstáculo de la famosa laguna, continuaron la vía consular descendiendo la corriente del Chalybs (Queiles) hasta Turiaso (Tarazona), espaldas del Moncayo; torcieron allí a mano izquierda, caminando por sotos, glebas y arenales entre olmedas, tilos y chopos, y se alargaron hasta una breve eminencia donde tocaba el caserío de Cascante. Allí descabalgaron, en el palacio de Taciano y Aglae.

Fulvio Taciano, deudo de Theodosio, era un potentado territorial con estados en las dos provincias Gallaecia y Tarraconense, y al par un armador que ejercía la industria de transportes por el río Ebro desde Tudela a Dertosa (Tortosa). Vivía con su mujer Aglae y dos hijos varones, de corta edad, Didymo y Veriniano (después personajes históricos), más una sobrinilla huérfana, Sylvia, heredera también en Gallaecia, y a quien querían y consideraban como una hija más. Repartían el año entre Turiaso y Cascantum, a derecha e izquierda del mentado río Chalybs, que limitaba por Norte y Mediodía sus vastas posesiones de la Lusitania citerior o tarraconense, ocupando gran parte del actual territorio de Tudela, Fontellas, Ribaforada, Buñuel, Ablitas, Malón, Novallas, Vierlas, Cascante, Murchante, Monteagudo y El Buste, corriéndose a saliente por la cuenca del río Alhama hasta tocar a Corella y Cintruénigo, e introduciéndose con derecho absoluto de propiedad ex-jure Quiritium, espacio de más de dos millas en la Bárdena, además de la parte proporcional que le correspondía en lo restante de ella por derecho de mancomunidad, con facultad de rozar, escaliar y pastar con destino a la producción de cereales y de carne, al cultivo de olivos y viñas y a la extracción de madera. El solo Taciano cosechaba vino y aceite para hacer navegable el Queiles, a habérselo propuesto. Pertenecíale asimismo la vasta heredad denominada Tras-el-Puente y la feracísima isleta del Ebro llamada la Mejana.

Junto a Tudela, y apoyado en el Puente y la Mejana, tenía Tuciano su gloria, su orgullo y su contento: el fondeadero de su propiedad, donde anclaba su flotilla de embarcaciones mercantes, que se renovaba y acaudalaba continuamente con nuevas construcciones de maderas escogidas de la Bárdena. Los motivos de decoración de este establecimiento, se reducían a grupos de delfines, que recordaban los de las monedas ibéricas de Turiaso y de Varia.

Por motivos especiales, que insinuaremos después, Theodosio traía desde Cauca el designio de despedirse de esta familia; por su parte, Numisio ansiaba consultar con Taciano el proyecto de una línea de transportes fluviales con sirga por el Segre, entre Mequinenza y Balaguer.

*  *  *

A la llegada de nuestros dos viajeros, ni Aglae ni Taciano se hallaban en casa. La primera salutación que recibió Theodosio fue de un hermoso mastín que, alzándose sobre las patas traseras, sentó las otras dos sobre los hombros del ilustre huésped, lanzando aullidos de júbilo y deshaciéndose en halagos y demostraciones de rendimiento. Era uno de los perros de Hibernia que Theodosio había traído a España y regalado a su pariente en memoria de sus campañas de la Gran Bretaña.

En seguida, antes de que el intendente hubiese podido correr al encuentro de los huéspedes, acercóse a Theodosio una niñita de tres años mal contados, linda como un amorcillo, de cabeza nimbada por bucles de oro, de ojos azules, claros, de una limpidez y una serenidad que les hacía reflejar los objetos mejor que ningún espejo, y en cuyos labios y mejillas la azucena y el clavel habían fundido armoniosamente sus tintas; la más hechicera criatura que jamás haya asomado a historias y novelas, poemas, églogas, dramas, cuentos o romances desde que hay mujeres y hombres sobre el haz de la tierra El murmurio de su voz se había confundido con los gorjeos matinales de una golondrina recién escapada del nido. Luego que estuvo junto al forastero, cogiósele a la túnica, y alzando uno de los pies, como quien quiere escalera para subir, díjole familiarmente: ¡Aúpa! Theodosio la tomó en brazos y rendido al encanto que se exhalaba de aquella figulina de ángel, y con la voz más musical y acariciadora que pudo arbitrar en su no muy abundado registro, le dijo:

-¿Qué quiere mi muñequita, capullito de rosa? ¿Por qué llora?

Sylvia se pegó, insinuante y mimorosa, al rostro del huésped, estrechóle el cuello con los bracitos, acaricióle la barba, y le dijo quedamente al oído:

-¡Llévame al palacio de Psyche!

No entendió Theodosio la solicitud de Sylvia, y ni siquiera que se trataba de una solicitud. Y como viese allí cerca, acurrucada sobre un poyo, a una viejecita aseada, de aspecto simpático, privada de vista, al parecer, tomóla Theodosio de intérprete para que le tradujera los obscuros conceptos de Sylvia. Y he aquí lo que la vieja servidora contó:

Estaba entreteniendo a los dos hijos de Taciano y Aglae y a su prima Sylvia, con el relato de la tierna y conmovedora historia de Psyche y Heros, verdadero cuento de hadas que ha hecho las delicias de infinitas generaciones de niños en millares de años; aquel que principiaba: Erant in quadam civitater rex et regina: hi tres numero filias forma conspicuas habuere... Había en cierto país un rey y una reina que tenían tres hijas de deslumbrante hermosura, sobre todo la más pequeña, llamada Psyche, de tan rara perfección, que no cabe en lenguaje humano, y tan pura, que la misma Venus sintió envidia y juró vengarse. Las dos hermanas mayores se habían casado con reyes; deseosos los padres de saber la suerte que aguardaba a la menor, consultaron al oráculo de Apolo. La respuesta de éste, sugerida por Venus, fue: que no esperasen verla unida jamás a ningún esposo de la raza de los humanos, sino a un monstruoso dragón, cruel, espantable, terror de Júpiter, pavura del Averno (Styx); y que en seguida la expusieran, vestida con traje de desposada, en cierta escarpada roca. Traspasados de dolor, hiciéronlo así; más, a dicha, ningún monstruo se llegó a ella. Lo que sucedió fue que, habiéndose dormido, un céfiro suavísimo la cargó en sus alas, sin despertarla, y la transportó a cierto valle de insuperable amenidad, y en él a un palacio esplendoroso, cuyos salones eran de puro oro, y en los cuales se oían por todas partes susurros de seres invisibles a su servicio, prontos a satisfacerle el menor deseo. Cerrada la noche, luego que Psyche se hubo acostado, sintió el roce de un cuerpo ligero que se deslizaba junto al suyo y que con voz meliflua la conjuraba a ser feliz a su lado, pero sin intentar verle ni conocerle. Antes de rayar el alba, Heros o Cupido, que él era, había desaparecido; por la noche volvió, en la misma forma, y así en los días sucesivos, hasta que...

-Basta, basta -interrumpió Theodosio, mientras mecía a Sylvia-; la misma solemne necedad que estarán a estas horas refiriendo las niñeras de todo el orbe. Dalo por sabido; ¿y qué?

-Pues que Sylvia, todo cuanto se narra en los cuentos lo toma como si fuese verdad, y quiere verlo y tocarlo en el mismo acto. Porque ni yo ni las ayas la hemos llevado a las encantadas mansiones de Heros y Psyche, el querido ángel nos ha pegado con sus puñitos apretados, tamaños como nueces, hasta cansarse (aquí la ciega no pudo reprimir una risotada), y cuando ha visto entrar al señor en la casa, le ha faltado tiempo para correr a él con la misma pretensión, diciéndole: «¡Lléveme al palacio de Psyche!»

Rió Theodosio la ocurrencia de la diminuta romántica y, en un instante de buen humor, preguntó a la ciega:

-¿Y tú no crees como ella?

-Creí, señor; ahora estoy escamada...

-¿Cómo ello?

-Porque he notado que las cosas prodigiosas, y lo mismo las milagrosas, nunca suceden en tiempo presente; siempre, siempre es que sucedieron; para mirarlas hay que volver la cabeza hacia atrás.

-¿Por qué dices que lo has notado?

-Pues verás, señor. Yo creí en el milagro del obispo de Roma, Alejandro, quien con sus oraciones había devuelto la vista a una anciana, como yo, ciega, esclava del prefecto Hermes30; tanto creí, que me hice conducir a presencia de nuestro santo obispo con la esperanza de alcanzar por intercesión suya la merced de la vista, y el santo varón, cediendo a mis instancias y a mis lágrimas, oró con desusado fervor cuanto habría sido suficiente para ablandar una peña; mos ¡ay!, yo me volví a casa muy triste, tan ciega como había ido. Por eso digo que si lo del obispo Alejandro y Hermes ha sido verdad, que si lo de Psyche y Heros ha sido verdad...

-Bien, mujer, bien -interrumpió secamente Theodosio, volviendo la espalda a la anciana servidora, como si la hipótesis que se preparaba ésta a formular envolviese para él una ofensa personal, y se irritara contra sí propio por haberse dejado sorprender de uno de esos instantes de debilidad o abandono tan frecuentes en los viajes, descendiendo hasta tan humilde sujeto.

-¡Habráse visto la tarasca!- mascullaba corredor adelante Theodosio, mientras se alejaba de la «bruja» malhumorado.

A todo esto, Sylvia había logrado por fin arribar al palacio encantado de Psyche, bogando por los aires en el áureo esquife de su cunita;. se había dormido profundamente, abrazada a sus muñecas.

*  *  *

No era un hombre, era un huracán quien se entraba por los anchos portalones de la mansión señorial, jadeante, sudoroso, bufando, resoplando, gritando cuanto puede gritarse sin resuello, abrazando a Theodosio y sujetándolo como entre los dos brazos de una tenaza, y dando lugar a que con su ejemplo se enardeciese el mastín de Hibernia y renovase sus asaltos sobre el antiguo señor y sobre el nuevo.

-¡Cielos! -clamaba Taciano-. ¡Theodosio en mi casa! Si no puedo dar crédito a mis ojos. ¡Y miren qué abominación; Theodosio aquí y yo fuera! ¿Para cuándo guardas los presentimientos, corazón?. Decididamente, hay que dar de mano a los cuidados; vale más vivir como Diógenes. En el Ebro, hijo, en el Ebro, que Dios confunda, pasando revista a la flotilla para poner los vasos averiados en el carenero. Menos mal, y gracias sean dadas al cielo, que Aglae, lumen domus, se basta y se sobra para llenar el puesto de dueña y de dueño.

-La señora -dijo acercándose respetuosamente el intendente- salió precipitadamente poco después que el señor, con la noticia de que el contubernal de Incunda, la nodriza que fue de Didymo, había caído enferma de cuidado en la quintería de Urzante...

Taciano pensó desfallecer, y con las manos alzadas al cielo, gimiendo más bien que hablando, prorrumpió en exclamaciones doloridas tales como estas:

-¡Misericordia! De modo que ni ella ni yo, y Theodosio en casa, y para hacerle los honores de ella el Pritanos, un perro extranjero! ¿Qué pecado has querido castigar en nosotros, Señor? ¡Plegue a los hados que el Ebro tire por otro cauce y me deje en paz, marchándose tan lejos de Tudela como el Danubio.

-¡Por Hércules! No seas pinturero ni declamador, y deja al Ebro donde al Supremo Hacedor plugo ponerlo para tu regalo y provecho; por ti no pasan los años, eres siempre el mismo. He de decirte que me habéis hecho un favor con ausentaros, porque así he podido gozar a todo mi sabor cierto primoroso cuadrito, que sin eso...

-Ah, si, ya sé -interrumpió el vehemente Taciano, radiante de satisfacción, iluminado súbitamente el rostro por un relámpago de orgullo, como buen coleccionista y amateur de la buena cepa-; mi última adquisición, una entrada extra, digna del palacio de un emperador, el Rapto de Ganimedes, un legítimo Apeles que formó parte de la galería de Pollins Félix en su célebre villa de Sorrento, y cuya autenticidad es dogmática. Cosa exquisita, un primor, ya dices que lo has visto; ¿verdad que hay para consolarse de lo del Ebro? Pero, chico, un dineral. Esos chamarileros de Roma son unos tiranos injertos en bandidos...

-Pero ¿cuándo acabarás y dejarás meter baza, torbellino? El cuadrito a que yo me refiero vale bastante más que tu Apeles, aún admitiendo que aquellos bandidos de anticuarios no te hayan dado por original una copia hecha por el último pintamonas del Transtiberim. Mi cuadrito, lleno de luz y de gracia, lo ocupaba todo entero la octava maravilla. La celeste Sylvia que me buscó por Mentor, para que la condujese al palacio encantado de Heros y Psyche, entrevisto por ella en un cuento de su aya ciega...

Cosquilleó a Taciano la idea de un cuadro sobre este tema: «El general Theodosio y Sylvia en demanda del palacio de Psyche»; y como si lo viese ya en su galería, no pudo menos de prorrumpir en una estruendosa carcajada, arrastrada por tanto tiempo, que parecía no haber de acabar nunca.

-¿Conque esa buena pieza, loquinaria en agraz, ha podido entreteneros un minuto? ¡Cabeza de chorlito!... Pero, señor, ¿dónde tendré yo la mía, que desatiendo lo principal? ¿Qué hay de política? ¡No haber podido asistir a las honras fúnebres de tu padre! El Ebro, siempre el Ebro; ¡por qué no me dejaría mi padre, en vez de una empresa de navegación, un mediano tonel! ¡Mañana pasearemos embarcados y me contarás! Abascanto (el preceptor), tus discípulos, siempre tan encogidos, ¿cómo no se hallan aquí? Ya sabes que no queremos que resulten unos huroncillos sabios ni no sabios. ¿Es verdad que vas a Oriente a combatir a los godos? ¡Lastimosa jornada la de Andrinópolis! ¡Y venir por la vía del Duero! ¡Feliz inspiración; pero quién lo había de pensar! ¡Y sin avisarnos! ¡Qué ingratitud la mía! ¡Calaeto marcha a ver si Tyresia está en su puesto, atenta al sueño de la chiquitina! Pero antes, oye: ¿le habrá pasado algo a la dueña?

-Nada de malo; aquí la tienes -respondió como un eco, emergiendo de la sombra del vestíbulo, Numisio, que reaparecía por fin, llevando del brazo a Aglae

Lo que había sucedido es que Numisio, luego que hubo llegado a Cascantum, y se enteró que Taciano se hallaba en su fondeadero de Tudela, salió para allá como disparado, al trote largo de su corcel y guiado por un siervo de la casa, sin hacerse cargo de que el sol estaba ya casi tocando al ocaso. Pero pronto desistió de la excursión, por haber oído que un caserío que blanqueaba allí cerca del camino, a menos de media milla de distancia, era la quinta de Urzante, donde debía estar la señora asistiendo al esclavo enfermo. Torció, pues, Numisio, hacia la quinta, con objeto de escoltar a Aglae en su vuelta a la ciudad; y tal es el motivo de que apareciese en tan grata, compañía, en el preciso momento en que Taciano, con toda su versatilidad, acreditaba que estaba en su acuerdo y que no dejaba la ida por la venida.

-¡Perdón, Theodosio! -dijo gentilmente la dama avanzando sonriente hacia su huésped, en tanto éste salía a su encuentro como embarazado, sin acertar con la frase, despachándose con un cumplido vulgar.

A la verdad, tenía Aglae bien merecido el cariñoso sobrenombre con que la había designado Taciano, llamándola lumen domus, «luz y esplendor de la casa», tabernáculo de todas las virtudes domésticas. Era la verdadera «materfamilias», en toda la amplitud del concepto que el vocablo alcanzara entre los antiguos romanos. Con aire y continente señoril, que la propia Juno habría envidiado, era la suma sencillez, marchando al encuentro de los humildes, más humilde que ellos, como quien quiere ahorrarles el sonrojo de su inferioridad y de su desvalimiento, y hacerse perdonar de ellos las ventajas de su posición, de su figura y de su cuna. Para ella estaban indicadas, como para ninguna otra, aquellas expresiones tan comunes en los epitafios de mujeres, cada una de las cuales valía un panegírico: lanifica, dulcissima amatrix pauperorum, pietatis alumna, y el simbólico telar grabado en el mármol. En el gobierno de la casa se la encontraba en todo, lo presidía todo, no descansaba sobre los intendentes y las amas de llaves. A su paso todo florecía, todo se iluminaba y vivificaba. Era tierna y amorosa con los suyos, maternal y entrañable con los extraños, esclava de los pobres, esclava de sus esclavos y de sus libertos, providencia de todos en enfermedades y tribulaciones. El país de los contornos expresaba su pasión por ella, y la devoción y admiración que le profesaban apellidándola «milagro de Dios», y una lluvia de bendiciones caía de continuo sobre su casa.

Mujer animosa y equilibrada, no se guiaba en la práctica del bien por sólo el sentimiento: al echar una mano al caído, al socorrer al necesitado, no pensó nunca que todo acabase ahí, sino al revés, que ahí empezaba; y así, hecha la caridad, o, como ella decía, la justicia, poníase inmediatamente a combatir la causa cuanto era preciso para que la necesidad satisfecha no renaciese, o renaciese disminuída o en camino de disminuir. A este fin iban encaminados los huertos y las pequeñas labranzas que ella creaba y equipaba para los pobres, con tierras eriales y de regadío, de las que sus antepasados habían distraído del patrimonio público o usurpado a los populares, y que ella había restituido valientemente al dominio de la comunidad, incluso plantando cara a su marido y a la balumba de los digestos que la amparaba. Soportaba sin hacerse violencia, hallándolo todo justificado, el humor gruñón, los modales groseros, hasta el desagradecimiento de aquellos a quienes socorría. No preguntaba a nadie si creía ni lo que creía. Combatía como uno de los mayores males la tristeza; a ningún vencido de la vida quería ver desmayado o resignado al vencimiento; templaba las almas en el raudal de la suya diamantina, como el agua de su río natal (Chalbys) templaba el hierro de las espadas. Nada de pusilánimes ni de pobres de espíritu. Llorar con los que lloran, bueno; pero a condición de no parlamentar con el llanto ni reconocerle beligerancia. Y el más abatido se animaba viéndola luchar a su lado, y por él, como si no fuese él, sino ella, el necesitado. Su ideal consistía en hacer a todos llevadera y, en lo posible, agradable la vida. ¡A cuántos había redimido y, por decirlo así, resucitado, restituyéndolos a las duras milicias de la vida, esta gran consolatrix aflictorum!

Era instruida sin pedantería: había recibido una educación clásica, extensa, sólida y muy esmerada, y así pudo constituirse en educadora personal de sus hijos, no siendo los preceptores domésticos sino auxiliares suyos que actuaban a su lado, bajo su inspección y con sus instrucciones. Por ella no había de quedar el que su Didymo y su Veriniano llegasen a ser juntamente hombres de bien y hombres de pro.

Su marido se había aprendido de memoria el Elogio que el cónsul Lucrecio Vespilio compusiera en loor de su mujer, Turia31; y ese aplicaba a la suya Taciano para honrarla y para dar gracias al cielo por haberle hecho gratuita merced de tal tesoro, que nunca él había merecido. Sin embargo, algo había en Aglae que excedía la medida común de esos arquetipos de su raza: algo que escapaba a la comprensión de Taciano y que había podido entrever, con un superior grado de espiritualidad Theodosio: en las condiciones en que su nacimiento y el ambiente de su siglo la habían colocado, Aglae se alineaba en la serie admirable de las Cornelias y de las Turias, gloria de su sexo y del nombre romano; pero era algo más que eso: era de la madera de las Atilias, Pomptillas y las dos Arrias.

Tal era la mujer de quien Theodosio había querido despedirse. Conociéndola, se comprenderá que no era un punto de etiqueta lo que había aconsejado o impuesto al general aquella visita. Tampoco ha de buscarse en su actitud un frívolo galanteo ni una pasión culpable, ni siquiera platónica. Mirábala embelesado, con unción, casi casi en éxtasis. ¿Cómo una santa? Sí, como una santa; pero como una santa que vive, guapa, con entrañas y corazón, dotada de talento y de instrucción tanto como de hermosura, y de hermosura tanto como de virtud; una santa, pero de carne, peregrina de la tierra, que ríe y que llora, que tiene cuidados como Marta, que crea familia, de carne también, que es para el prójimo al par, si no antes que para sí, enfermera de almas y de cuerpos, cuyo oficio es derramar bálsamo: una santa que es mujer.

Años antes, soltera todavía, había estado concertado su matrimonio con Theodosio. Por un pique, surgido a deshora entre los padres de ambos, la boda se deshizo la víspera del día que iba a celebrarse. Cada cual tiró por su lado, y él unió su suerte a la de Flaccilla y ella a la de Taciano, pero sin que llegara nunca a enfriarse del todo la antigua inclinación, ya que no podamos decir, porque sería una exorbitancia, «sin que se apagara del todo la llama de la antigua pasión». En Theodosio, al menos, quizá se avivó al transfigurarse. Él, que conocía por la fe un hombre-Dios, había acabado por ver distintamente en Aglae una mujer-diosa, criatura a un tiempo natural y sobrenatural, capaz, si se lo propusiera, de enloquecer a todo un Olympo y de arrastrar al pie de la Cruz a todas las gentes del planeta. Sin darse cuenta, Theodosio había acabado por confundir en sus respetos y en su culto la célica figura de Aglae con otra Virgen María que deambulase por la tierra; y, como cruzado y caballero suyo, no quiso emprender la ardua aventura de Oriente sin despedirse de ella y confortarse con los tibios efluvios y la gracia divina de su alma.

Si en el último fondo de sus arrobos fermentaban algunos sedimentos de no tanto misticismo, no me atrevería a decirlo. Quien sea psicólogo, analice los sentimientos del solitario de Cauca para con Aglae: yo no alcanzo tanto.

Volvamos al instante de la entrada de Aglae con Numisio. Lo primero que aquella hizo, luego que se hubo interesado por la salud de Theodosio y la de su mujer Flaccilla, de su bebé Arcadio, de su hermano Honorio, de su tío Euchario, de su sobrina Serena, etcétera, fue a echar un vistazo al cuarto estudio de Didymo y Veriniano, al dormitorio de Sylvia (animula innocens, como ella la llamaba), hija de un hermano de Taciano, difunto, y de la hermana viuda de Theodosio; a la cama de Prócula, una liberta enferma, arrojada por su patrono y recogida aquella misma mañana; a las cocinas, a los departamentos de tejido, lavado, costura y molienda, donde estaban el villico, su mujer y los servidores a sus órdenes, con objeto de cerciorarse de que todas las ruedas habían marchado concertadamente, de que todos estaban en su puesto, y dar las necesarias instrucciones para lo que todavía quedaba por hacer; y en seguida volvió gozosamente al lado de los huéspedes a ser el alma de la reunión, que ni Taciano ni Theodosio acertaban a animar.

En Caesaraugusta

Ya atronaban los aires los martillos de los herreros cascantinos, hijuela del gremio Turiasonense, forjadores de espadas famosas en el mundo por la finura de su temple, celebradas siglos antes por Plinio el Naturalista y por Justino, al par de las de Bilbilis32, cuando Theodosio, con su séquito, tomaba el camino de Mallén y Alagón en demanda de Caesaraugusta.

Aquel día, el general estuvo taciturno e inabordable, sin hablar ni media docena de palabras en toda la jornada. Se habla encerrado dentro de sí mismo, ajeno a cuanto le rodeaba: en ese mundo interior veía, hechizado, unas pupilas esmaragdinas con reflejos áureos, que le miraban; oía embelesado la música de una voz acariciadora más dulce que el susurro de una colmena al atardecer. Numisio, que había tenido que dejar para mejor ocasión la anunciada excursión a Tudela y al Ebro, se las compuso con Taciano, que se había empeñado en acompañarles cuando menos hasta Caesaraugusta.

Una vez en esta ciudad, dedicaron la noche entera a descansar, sin más distracción que una rápida visita al sepulcro de Santa Engracia y a las reliquias de los Diez y ocho mártires y las Santas Masas, y recibir al Obispo, a la Chancillería, a la Curia y al Tribuno de la cohorte allí acantonada; mientras Numisio cumplía con Pacieco (que había mejorado mucho, igualmente que su familia), despachándolo para Nertóbriga con una carta, Taciano no pudo pasar sin echar un vistazo al Ebro, su vida, su pasión.

A la mañana siguiente muy temprano salieron de la vieja Salduba, atravesando la muralla por la porta Romana33. La impaciencia de Theodosio iba en aumento, y hubo que renunciar al cómodo rodeo por Osca y tomar la vía directa de los Monegros, más arrimada al río, no obstante hallarse en mediano estado de conservación, y aún en largos trayectos muy deteriorada.

Desde la primera hora despidió la escolta de la cohorte, para caminar más suelto y en mayor silencio, y también huyendo de las nubes de polvo que se levantaba en los frecuentes recorridos por el viejo camino ibero, naturalmente «vía terrena», que iba por lo general paralelo a la calzada.

Al tocar en el bajo Cinca (debajo de Fraga, hacia Nuestra Señora del Escarpe), Numisio echó una mirada ansiosa de militar y de agricultor al lugar del río donde Julio César había sangrado la corriente para fines estratégicos en su guerra contra los lugartenientes de Pompeyo, tal como le era conocido con gran pormenor por las obras de César mismo y de Lucano34.

En Ilerda

En Ilerda (Lérida), Numisio habría querido llevar a Theodosio a sus estados de Turnovas, próximos de allí, y ya con tal designio había hecho concentrar tren suficiente en la ciudad; pero a la primera objeción del general se rindió, comprendiendo que tenía razón: «Será a mi regreso; ahora... ¡antes sería estudiar sobre el terreno la campaña de César y los lugartenientes de Pompeyo sobre el Segre; y hallándonos en el centro mismo del teatro de la guerra tengo que renunciar a ese gusto a la vez que a esa lección»!

Fueron a alojarse en casa del Obispo, deudo de Numisio. Era un hombre enemigo de todo género de tildes, sutilezas, tiquis-miquis y teologismos. Espíritu positivo, cuanto sincero y honrado, enamorado de la verdad, apartaba de sí cuanto pudiera ensombrecerla. Era una encarnación del sentido común del pueblo complicada con cierta dosis de escepticismo. Su probidad, su honestidad y su sinceridad seducían a todos, y a ese título le sufrían muchas genialidades.

Disputaba en cierta ocasión con el Obispo de Barcelona quien, en un instante de apuro, le arrojó esta sentencia como quien arroja una piedra:

(El Obispo): Ya sentenció Jesucristo: el que no está conmigo, está contra mí.

(Numisio): Vaya usted a saber lo que dijo, si es que dijo algo...

-¡Bah! Ya tenemos a D. Pyorhon en campaña.

-La cuenta es clara, no falla y no hay Pyorhon que valga.

Uno de los Evangelios, quizá el de San Mateo, si no estoy trascordado, y asimismo el de San Lucas (Mateo, XII, 30:-Lucas, XI, 23), ponen en labios de Jesús dicha sentencia: «El que no está conmigo, está contra mí.» Pero un tercero, San Marcos, le atribuye el pensamiento contrario: «El que no está contra nos, está por nos.» (Marcos, IX, 39.)

-Convendrás conmigo en que no es mía la culpa, y sin embargo, ¡querrías hacerme pagar los vidrios rotos!

-Y tú, por lo visto, te decides por la versión optimista de Marcos.

-Yo, no; me lavo las manos... Quizá ninguna de las dos sea exacta y acertada como criterio general de conducta en lo privado ni en lo público; la vida es cosa demasiado circunstancial para que se deje encerrar en tales moldes rígidos. Así, ninguno de los dos opuestos criterios me satisface... Pero en fin, no es cosa de quemarse las cejas. Y si San Marcos en vez de contra nos, que trae efectivamente el original griego, hubiese escrito contra vos, como quiere la versión latina...

Numisio previno la conclusión con un expresivo movimiento de hombros y su habitual muletilla: ¿Qué más da?

Una espina que en tan preciosa ocasión se atravesó en la garganta del Obispo, le dispensó de desatar aquel nudo escrituario, aquel lugar teológico al enfant terrible de su pariente, a quien tenía sobrado motivo de conocer.

Aquella noche, Theodosio no pudo dominar su inquietud: a cada momento se despertaba, soñando ora que Gratiano fustigaba a los caballos del Sol y que ya había amanecido, ora que Fritigern le había sorprendido en la cama y lo estaba tostando a fuego lento. Su desazón y zozobra obligaron a forzar la jornada, renovando el tiro en las mutationes, para recorrer en día y medio las 52 o 53 millas (unos 77 kilómetros) que los separaba todavía de Tarraco.

En Tarraco

A la entrada de Tarraco, antes de llegar a la muralla pelásgica, Numisio y Theodosio se apearon, y entraron a pie en la ciudad para no llamar la atención ni atraer golpe de curiosos, dando orden de que transportaran el equipaje al muelle para su embarque.

En uno de los pórticos del palacio de Augusto, pendía, al alcance de la vista, la indictio, edicto imperial en que el gobernador de la provincia, por orden del proefectus proetorio, hacía público el número de solidi o escudos de oro que se repartían aquel año a cada caput o jugum de tierra por concepto del impuesto directo llamado jugatio o capitatio terrena. La cuota aparecía recargada respecto de la del año anterior, en previsión de los nuevos gastos militares a que podía dar lugar la irrupción goda. Centenares de humildes labriegos y medianos burgueses, que habían corrido a enterarse, se agitaban presa de la mayor indignación. Habían diputado a Milán una comisión o legatio censualis35, con el fin de obtener un alivio en la contribución territorial directa, ya insoportable; y he aquí que, en vez de la esperada respuesta, se encontraban con un decreto general de agravación. No es de extrañar que lo tomaran como caso de burla y se desataran en improperios contra el Gobierno imperial.

Numisio saludó a algunos, al paso que le decían:

-Nuestras tierras no producen ya para nosotros, sino para los comensales del Estado: tenemos que hacernos todos colonos adscripticios.

-¿Qué peor le iría al Imperio -gritaba otro- de no tener ejército ni pagarlo? Nos despellejan vivos, y ya se ve para qué: para procurarnos éxitos y satisfacciones de amor propio tan gloriosos como el de Andrinópolis.

-No podemos quejarnos de nadie, sino de nosotros mismos -clamaba otro-; porque no contestamos a la sangría suelta con la amputación, instando a los invasores a que se corran a Occidente y se apoderen de todo de una vez, seguros de que todavía ha de irnos menos mal con ellos que con éstos...

Cuando más encrespados estaban los ánimos y la exasperación de los contribuyentes había llegado al último grado de paroxismo, vióseles cruzar a la carrera al Foro y agolparse a la puerta de la Basílica, donde se estaban enajenando en pública subasta judicial los inmuebles y los siervos embargados a los morosos en el bimestre anterior, por atrasos de contribución territorial y débitos de especies annonarias. En el vestíbulo, sobre los tablones de anuncios, de forma que pudieran leerse de pie, se veían fijadas las leyes fundamentales del ramo, entre las cuales descollaban dos de Constantino Magno y de su hijo Constantino Augusto al gobernador del Bética, datadas en 323 y 337. Theodosio, aunque sentía un malestar punzante, no supo reprimir su curiosidad, y penetró en la Basílica. ¡Nunca lo hiciera! Uno de los deudores que asistía a la ejecución, y que no había encontrado en muchos días ni a última hora quien le prestara la suma necesaria para rescatar del embargo su posesión y los siervos adscritos a ella, al ver que se adjudicaba a uno de los postores, liberto y mandatario de cierto potentado territorial, las heredades y el solar paterno donde naciera él y sus hijos, y su padre y abuelo, y que había provisto al sustento de tres generaciones; al considerar su humillación y el desamparo en que quedaba él y su familia, le faltó valor para soportar aquella caída y esperar mejores tiempos, acabó de perder la cabeza y se clavó un cuchillo en la garganta, en medio del estupor del apiñado concurso que llenaba la sala de actos. Eso es lo que había atraído a los indignados terratenientes desde los pórticos del palacio rectoral. Cuando Theodosio llegaba, el suicida acababa de desangrarse y expirar.

El revuelo que este suceso promovió fue espantoso. Los ejecutados de dentro y los intimados de fuera, en la exaltación del delirio, perdido todo freno, como epilépticos, como orates, confundieron su desesperación y su frenesí en un clamoreo rabioso, ululante, a un tiempo sollozo y somatén, y del cual partían, como centellas de una nube tempestuosa, maldiciones, interjecciones, apóstrofes, insultos, blasfemias, amenazas y alaridos, gritos desgarradores, casi guturales, de los cuales los menos acres y virulentos eran por el tenor de éste:

-No es un suicidio, ha sido un asesinato. ¡A eso llegaremos todos si no nos defendemos! ¡A la última pena debería ser condenado el Estado, por homicida y por ladrón! Y todos nosotros por lanigeros que lo soportamos. ¡Vivan los godos!

-¡Vivan! -respondió en un grito formidable, alzando airadamente los puños y dirigiendo rencorosas miradas al Gobierno civil, encarnación para ellos del Estado, el numeroso gentío que había ido congregándose de toda la ciudad.

Theodosio salió tambaleándose; sentía así como una conmoción cerebral; no se daba clara cuenta de lo que había visto y oído; la Basílica y el Foro se le representaban como un Averno suelto. Cogido al brazo de Numisio, huyó horrorizado de aquellos lugares, y en el jardín de la casa se dejó caer en un banco, maldiciendo la mala inspiración que había tenido de entrar modestamente a pie y de incógnito en la ciudad. Mas Numisio, práctico siempre, le alivió el pesar con estas sensatas reflexiones:

-Desagradable, sin duda ninguna, lo es; pero no te arrepientas: conocías la máquina del Estado, ahora, vas conociéndole el spiritus intus: como antes con Epasto, has visto ahora con el Fisco cómo se disuelve un Imperio; y hay que felicitarse de ello, porque el toque no está sencillamente en castigar la insolencia de los godos y reducirlos; hay que reducir además, y muy en primer término, al emperador y a sus ineptos y deslumbrados ministros.

Dicho esto, introdujo a Theodosio, mustio y desalentado, en la casa, donde ya le estaban aguardando el gobernador y las demás autoridades de la provincia, de la chancillería y de la ciudad para cumplimentarle. Despachóles Theodosio en un instante, a título de fatiga y urgencia, y fue conducido a toda prisa al baño que había de entonarle y vigorizarle. La preocupación que ahora le trabajaba era ésta: ¿Debo volver a Cauca?

Si Cauca hubiese estado más cerca o Numisio le hubiese dado alas, de fijo se vuelve.

Antes de abordar la sigma para comer, Numisio le llevó a echar un vistazo al jardín y a la casa. No era esta la más espaciosa y rica de Tarraco, pero figuraba entre las mejores de segundo orden. Tenía el mar al frente; hallábase situada encima del puerto, próxima al palacio de Augusto, residencia del gobernador. Su arquitectura, el decorado y mobiliario, eran más sólidos y sinceros que suntuosos: el mármol era mármol y no estuco pintado; los cuadros eran cuadros y las estatuas eran estatuas, obra de los que se decían autores; no copias de la víspera, con la firma suplantada de Apeles o de Zeuxis, de Polycletes o de Myron; la vajilla de plata antigua era antigua de verdad, y no imitación colgada a Calamis o a Mentor. En el jardín gallardeaban, alternando con las rocallas, los surtidores y las estatuas, palmeras, laureles, plátanos y citroneros cargados de cidras; esta hermosa fruta que había hecho famosos los jardines de las Hespérides.

Como ya otra vez, te perdono, lector, la descripción y sigo adelante. Numisio resumió, diciéndole a su huésped:

-Tal como es, no la cambiaría por la mismísima domus aurea de Nerón, grande como una ciudad, fantástica como un cuento de hadas. Para alojarte a ti es poco, y esto me apena; para alojarme a mí es demasiado, y esto me apena también, y aún me intranquiliza, como si usurpase fundo ajeno, cuando reflexiono cuántos y cuántos que, mereciendo más casa que yo, tienen menos o no tienen ninguna.

Delante del triclinium, o comedor de verano, refulgían tres cuadros de procedencia griega y mérito soberano: el sublime sacrificio de Alcestapor su marido Admeto, Antígone justificándose ante Creon de haber dado sepultura al cadáver de su hermano Polinice y la despedida de Héctor y Andrómaca; tres de las más admirables páginas de la antigüedad pagana.

En el opulento servicio de cristalería antigua llamó la atención de Theodosio la copa de vidrio que le pusieron para el vino: una elegante copa tallada que representaba, en finísimo relieve, la creación del hombre por Prometeo, con esta inscripción en lengua griega ( y )36 y que valía un capital. Theodosio, que se había ya rehecho algo y se pagaba de beato más que de arqueólogo, dijo a Numisio:

-Hombre, tratándose de una casa cristiana, parece que deberías haber representado en la copa, más bien que esa fábula, la creación del hombre por Jehová...

-¿Qué más da?- repuso el desenfadado anfitrión, acompañando estas palabras de un amable encogimiento de hombros que valía por todo un programa.

*  *  *

La liburna (falúa, embarcación) estaba aparejada y marcharon al puerto.

Al pasar por delante de la grandiosa, monumental ara de Augusto, todavía en pie, aunque muy deteriorada desde la última restauración, se pararon a contemplarla. Entonces Numisio, apuntando a la escalinata que conducía a ella, dijo a Theodosio:

-Subiremos, si quieres, ya que no a sacrificar, a comer dátiles...

Theodosio entendió, y los dos se echaron discretamente a reír por cuenta de aquella Comisión de la ciudad que, en tiempo del emperador Augusto, se trasladó a Roma con objeto de participar a éste el prodigio de una palmera que había brotado espontáneamente entre los sillares del ara; que fue ocasión de que Octavio pronunciase cierto dicho agudo que Quintiliano ha recogido como ejemplo de ironía fina: «¡Con que una palmera en el ara! Señal manifiesta de la frecuencia con que sacrificáis en ella...»

El puerto y las vías afluentes estaban henchidos de apiñado gentío. Entre el palacio de Augusto y el puerto se había desplegado la vexillatio de la Legión Gemina VII, de guarnición en Tarraco. El proefectus orae maritimae (comandante de Marina) tenía dispuesta su flotilla para levar anclas y marchar de conserva tras el general, escoltándole hasta cabo Miseno. De las autoridades y altos funcionarios no faltaba uno.

Las últimas palabras de Numisio, al separarse de Theodosio, fueron cortas, pero tan expresivas como todo esto, que valían por todo un programa:

-«¡Adiós, Scipión Cunctator!» Aludía a cierto debate que habían sostenido al paso por Numancia sobre el modo cómo habrían de ser combatidos los godos, ensoberbecidos por consecuencia de su triunfo de Andrinópolis.




ArribaAbajoCapítulo IV

Quién era Numisio


Mientras Theodosio surca, a remo y a vela, el mar Baleárico, el mar Tyorheno, el mar Jónico, el mar Egeo y el mar de Thracia, en demanda del puerto de Thesalónica (once o doce días de navegación), cumple al cronista detenerse en la interesante personalidad del compañero de armas que dejaba atrás, en la Península, dedicando un buen capítulo a sus primeras andanzas y a su retrato moral; me refiero a Alucio Numisio Pomponio, en el uso común Numisio a secas.

*  *  *

Vivió en el siglo I del Imperio un potentado indígena llamado Sexto Pomponio, descendiente de uno de los antiguos régulos de la Celtiberia, y todavía entonces Hispaniae Citerioris princeps, según lo intitula Caio Segundo Plinio, al representárnoslo cual otro patriarca, en medio de sus rústicos, ocupado en los cuidados de la labranza y descubriendo remedios contra algunas enfermedades37. Fue una de las familias, selectas de la nobleza provincial establecidas en Roma por iniciativa de Claudio y Vespasiano, que habían entendido renovar por ese medio la sangre putrefacta de la metrópoli38. Entonces fue cuando Sexto adquirió la nobleza romana, que hizo de él un clarissimus del orden senatorial39. A la tercera generación, la familia de los Pomponios se restituyó a su solar de Nertóbriga (Calatorao), en España, para no abandonarlo ya más.

Tan larga residencia en la ciudad -lumbrera, metrópoli del mundo-, debió avivar el seso de los inmediatos sucesores de Sexto Pomponio y descorrer a sus ojos nuevos horizontes, que no carecían de algunas consecuencias luego que la familia se reintegrara a la vida rural. De una de ellas tenemos circunstanciada noticia.

Hasta entonces, las ricas haciendas que esta casa poseía de inmemorial en los valles del Jiloca y del Jalón, estaban dedicadas: la parte menor, a la siembra de granos; la mayor extensión, a pastos, así naturales como artificiales, con destino a la cría caballar. Ahora se les ocurrió acaudalar esas fuentes de producción con una industria considerable, a saber: la extracción y labra de vidrieras de mica o piedra especular en criaderos de su propiedad inmediatos a la carretera transversal de Bilbilis a Sagunto, para la exportación a Italia y Oriente, en cuyos mercados eran preferidas por su transparencia y limpidez y por su tamaño a las vidrieras naturales de Sicilia, de Chipre y de Capadocia40. A fines del siglo III, a causa de haberse generalizado, no obstante las ordenanzas limitativas, la costumbre de rasgar las fachadas de las casas con balcones y galerías, así exteriores como interiores, Otcomerio dio gran impulso a esta granjería, comprando nuevos criaderos de piedra especular y ensanchando los talleres donde los bloques, aserrados en cantera, se desdoblaban, reduciéndolos a delgadas láminas translúcidas, para aplicarlas a bastidores de bronce del tamaño de los huecos.

Por el mismo tiempo, en los albores del siglo IV, los Pomponios se ilustraron, en el concepto cristiano, dando al santoral de su religión una mártir tan caracterizada como la denodada hija de Otcomerio, Santa Engracia, que sobrevivió a su martirio, acaecido en Zaragoza41.

Tal es la familia de quien había nacido y era miembro y había de ser continuador Numisio, cuyo padre vivía aún a la fecha en que nuestra relación ha dado comienzo.

*  *  *

Frisaba Numisio en aquella sazón en los treinta y dos años. Era en lo físico de complexión maciza, menos prestante que Theodosio; estatura aventajada, manos finas, con brazos y dedos de acero; frente espaciosa, y tersa; barba recia, todavía negra, con algunos rodales grises; nariz apolínea, ojos a flor de cara, sin aquellas profundidades de abismo a donde no alcanza jamás la sonda, pero que sólo se ven en las novelas; mirada apacible y bondadosa, pero firme; cejas como dos arcos rebajados, que, cuando la frente se doblaba al peso de alguna honda preocupación, se plegaban hasta convertirse en dos arcos de medio punto, como si cedieran a una gran presión lateral, dando una extraña expresión al semblante.

Era sencillo de corazón, de vivo ingenio, de limpias costumbres y de gran consejo; discreto, cortés, afable y tolerante con los demás, franco, llano, longánimo, sin dar por el lado del candor ni por el de la franqueza en niño sin pecado o en niño grande. Alma tersa y diáfana (y de una pieza), sin pliegues ni concavidades, iba derecho, sin desviarse un punto, a la justicia y a la verdad, dispuesto siempre a romper una lanza por éstas, que eran las dos estrellas polares de su existencia. Abierto de par en par a todos, hallábasele siempre pronto a oírles, a guiarles, a consolarles, a asistirles, a defenderles, a recibir de ellos consejo y enseñanza. Gozaba crédito y autoridad en los diversos partidos pagano, cristiano-romano, arriano y librepensador.

Era entrañable y humano en grado heroico, tanto como aquellos que se desprendían de sus bienes para retirarse al yermo; «hombre de mucho prójimo», como decía el pueblo. Poseía para ello una facultad que no ha sido nunca española: la facultad de indignarse ante la injusticia hecha a los demás, sintiéndola como propia. Era un carácter sin ductibilidad: le faltaba claroscuro. Se identificaba con la causa de los débiles y de los oprimidos, abrazándola con más ardor que si fuese propia. De sus rentas, no disponía para sí más que de una parte; la porción mayor se resolvía en dádivas a los necesitados, de cualquier condición que fuesen. Con una particularidad: que obraba así por una necesidad de su naturaleza, sin pensar que en ello se complicase ninguna virtud ni hubiese materia de agradecimiento por parte del favorecido o de recompensa por parte de la divinidad; semejante en esto a la viña que habría dicho Marco Aurelio, la cual, después de haberse vendido su cosecha, sin engreírse, sin darse cuenta de que ha obrado el bien, sin pensar que pudiera haber obrado de otro modo ni aguardar a que se lo agradezcan, se dispone a seguir produciendo fruto con igual voluntad que en la anterior estación. Para él, socorrer era pagar, era restituir.

En todo servicio prestado por un hombre a otro hombre (así discurría él), hay un deudor y un acreedor, pero no después de la prestación, como piensa el vulgo, sino antes. ¿De qué modo? Yo, el que llaman bienhechor, era el deudor; el que llaman beneficiado, era mi acreedor; hecho por mí lo que intitulan beneficio, favor, caridad, limosna, servicio, etc., beneficiado y bienhechor quedamos en relación mutua de igualdad, no siendo yo por razón del beneficio o caridad acreedor ni deudor el otro, como a los ojos del hombre distraído pudiera parecer. El hombre debe derramarse en una callada y no interrumpida efusión, no de otro modo que el fruto maduro de la higuera, el cual, lejos de hincharse fatuamente, se abre, ofreciendo su miel a las abejas, a los pájaros y a los hombres.

En suma de todo; era Numisio hombre que poseía corazón, cosa rara en tierras de España. Las injusticias, la improbidad, la opresión de los desvalidos y desheredados, la falta de piedad ante los dolores humanos (la indiferencia, el hielo), el engaño y la insinceridad, los ojos cerrados voluntariamente a la luz, por egoísmo, en mengua del deber: sólo esto le sacaba de quicio, haciéndole perder aquella quieta, serena ecuanimidad, que era el don más preciado de su alma, y arrastrándole a extremos, arrebatos de brusquedad, y aún de violencia, que le daban apariencias de rebelde e inconsciente libertario que fiaba más en sus puños que en las leyes.

Con ser su patriotismo tan ardiente como el del más férvido y exaltado patriota, miraba al sol del Imperio cara a cara y le veía las manchas, sin dejarse deslumbrar por sus rayos cegadores: no se casaba con él, ni le adulaba, ni le disimulaba tanto así, y a despecho de sus viejas pretensiones de eternidad le veía declinar rápidamente, próximo ya, al ocaso, como no se diese prisa a renovarse y cambiar de piel. Aplicando a esto su gran sentido de la medida, burlábase del retoricismo patriotero que se fingía en actitud de adorar prosternado y atónito ante la grandeza del Imperio. En una ocasión, visitando las escuelas fundadas por él y su convecino y amigo Sura, halló a un gramático explicando a sus alumnos el mapa-mundi, que identificaba el planeta con el Imperio romano orbis = urbs, y sin poder contenerse, interrumpió la lección, en forma que no desautorizase al maestro ante el infantil concurso, por el medio indirecto de aproximarse al mapa, mirar atentamente sus trazos, alzarlo en la mano como si lo sospesase, colgarlo otra vez y dirigir la palabra a los escolares en los siguientes términos: «Vuestro maestro tiene entera razón: hay, en primer lugar, como él os ha dicho, el Imperio romano, de que nosotros formamos parte y que se halla partido en dosel Oriental, metrópoli Byzancio, y el Occidental, metrópoli Roma; hay luego a saliente el Imperio persa, con el cual estamos frecuentemente en guerra, y cuyas armas nos privaron de un emperador joven y que prometía, Juliano; hay por el lado del Septentrión, al otro lado del Rhin y del Danubio los germanos, officina gentium, una rama de los cuales, los godos, acaba de privarnos de otro emperador, Valente; y más allá de los pueblos germánicos, los scythes y los hunnos: y al otro lado de la Persia, los Imperios del Sindostán o Indostán; y más lejos, apartados por meses de navegación, los pueblos séricos o sínnicos, de donde nos viene la seda; y a mediodía de los desiertos líbycos, un mundo de hombres negros, donde pululan las razas, cuyos mares interiores nos envían el río Nilo, y cuya circunnavegación costó años a los fenicios enviados por el Faraón de Egipto, Necao II hace mil años, según lo cuenta Heródoto, y de cuyo interior desciende a nuestro mar Interno el río Nilo, cuyas remotísimas fuentes fueron a explorar algunos romanos enviados por el emperador Nerón, según refiere Séneca; y en el hemisferio opuesto al nuestro, un continente desconocido, que Pomponio Mela delineó en su mapa del Orbe. Calculad cuántos imperios como el romano caben en el orbe de la Tierra. Pues todavía no os imaginéis que eso es mucho: pensad más bien que todo eso es nada. Tal vez a estas horas, los moradores del planeta Venus o de Marte, mirando hacia nuestra Tierra, se harán, como una gran temeridad, esta pregunta: «¿Estará habitada?»

Ya se comprenderá que el maestro se quedó como quien ve visiones, dudando si era Numisio o si era él quien se había vuelto loco.

En punto a religión, las referencias que han llegado al cronista son de lo más obscuro. Su madre había sido cristiana; él pasaba por serlo, y había procurado enterarse, y hasta se le veía en ocasiones practicar. Sin embargo, era juicio unánime entre sus amigos, así cristianos como paganos, que su cristianismo había abortado o que se había atascado en la epidermis. Si en el fondo de su alma alentaba algún ideal religioso no tenía conciencia de él; en otro caso, era demasiado sincero para haberse reservado su credo o su profesión de fe. La verdad es que había dejado de sentir calor por los dioses nacionales y no había empezado a sentirlo por la cruz. Espíritu positivo, encarnación de sentido común del pueblo, complicado con cierta dosis de escepticismo, le aburrían y daban trasudores los dogmatismos y las diferenciaciones sobre lo divino; poco menos que lo veía todo de un mismo color: Hesiodo y Moisés, Jerusalén y Elensis, Sabazio y Cristo, Varrón y Augustín, omefagia y comunión, Ambrosio y Symmacho, Athanasio y Arrio, ¿qué más da? A él que no le hablaran de metafísicas y teologías, ergotismos y logomaquías, puros flujos de lengua y artes de juglería: para esa clase de cuestiones no tenía la cabeza encima de los hombros, sino debajo: los encogía, y... y ríanse ustedes de Pyorhón. Su maña era para la mecánica, los cultivos y la ganadería, la hidráulica, las manufacturas: en eso tenía puestas todas sus complacencias.

Podría comparársele en cierto respecto con un poeta famoso de su tiempo, Ausonio, cristiano en la corte, pagano en el campo, espíritu amable, indeciso, bien hallado con su indecisión (que le relevaba), que no le demandaba virtudes heroicas para romper lanzas por los dioses de la religión nacional ni para dar el salto desde ella a la del Crucificado,- si no fuese que Numisio había tomado la vida en serio y conservaba en el fondo, bajo exterioridades de indiferentismo y de rudeza, la antigua gravedad romana, tan distante de aquella elegante versatilidad del ilustre vate aquitano.

Un hecho nos dará a conocer a Numisio en este orden mejor que pudiera la más docta disertación. Cuando Macrobio, aquel aventajado comentarista y compilador, todavía pagano (después procónsul de las Españas, en 399) preparaba el libro Sueño de Scipión, inspirado en la República (?) de Cicerón y en el neoplatonismo de Plotino y sus discípulos, en el cual dogmatizaba sobre la inmortalidad del alma y la vida de ultratumba, ocurrióle incidentalmente explorar la posición de su amigo Numisio, como de otros, entre la derecha espiritualista y la izquierda materialista, representadas respectivamente por el gran orador y filósofo de la República, Cicerón, y el gran enciclopedista del Imperio, Plinio.

-¿Cuál de los dos (le preguntó) piensas que está más en camino de la verdad?

No agradó a Numisio que quisieran mezclarlo en cosas que no le iban ni venían; y así, se limitó a desenvainar aquel su socorrido bostezo y la impertinente muletilla que ya le conocemos:

-¡Qué más da!

-¿Cómo que da igual? ¿Pues cuál actitud sustentas enfrente del más oscuro y del más temeroso enigma de la vida, que es la muerte? ¿Quid faciendum?

Quid faciendum! Pues, hombre, nada más sencillo; dejarse ir y ya se verá ello.

Dijo esto ingenuamente, candorosamente, sin malicia y sin ironía, para sacudirse la comprometedora interrogación, sin ánimo de burlar o defraudar a Macrobio, con aquella adorable bouhomie que le ganaba tantas simpatías y le hacía perdonar tantas genialidades. Macrobio, sonriendo, le amenazó con el puño levantado a guisa de martillo sobre su cabeza, mientras decía lo mismo que de Taciano había dicho Theodosio:

-¡Siempre el mismo! No pasan años por él.

En materia de gobernación, al revés de lo que suele suceder, juntaba las más sobresalientes aptitudes con una vocación decididamente refractaria. Su golpe de vista reunía dos cualidades sin las cuales no se comprende un estadista y que, sin embargo, se dan casi siempre con separación: era a la vez telescópica y microscópica; dominaba las lejanías, miraba y veía a grandes distancias, y con igual claridad aprehendía los primeros términos, no escapándosele detalle alguno del caso, del suceso, del medio o ambiente social, de la necesidad, de la norma, de su ejecución. A pesar de su falta de aguante y de correa, que les hacía subir algunas veces la mostaza a la nariz, y acaso más bien ayudando esa falta a sus otras relevantes cualidades, habría sido un gran gobernante para aquellas aciagas circunstancias, y fue para el Imperio una desgracia, tan grave como el más grave descalabro, que ni Theodosio hubiera acertado a ganarlo para ninguna de las grandes prefecturas y condados o ministerios, ni para el consulado, ni para la augustalidad en las varias ocasiones en que lo intentó.

*  *  *

La residencia central de su familia era, ya lo hemos dicho, Nertóbriga (Calatorao), orillas del río Jalón, entre Caesaraugusta (Zaragoza) y Bilbilis (inmediaciones de Calatayud, a treinta millas de la primera y veintiuna de la segunda (45? y 31? kilómetros). Después de abarcar el extenso territorio de la villa actual, se corría hasta los confines de Bilbilis, Calamocha y la laguna de Gallocanta. Lo mismo la parte de secano que la de regadío criaba buenos y abundantes pastos, sustento a copiosos rebaños de reses vacunas y lanares, y sobre todo de ganado caballar. Algunas porciones estaban dedicadas a labor: cereales, olivar, viña y huertas pobladas de frutales.

Era población muy antigua y formaba parte, geográfica y políticamente de la nación Lusona o Lusitana. Antes de la conquista romana acuñó moneda propia, con leyenda en caracteres ibéricos:V19,W17^. En el siglo III antes de nuestra Era, una gran parte de los lusones o lusitanos, arrollados por una invasión gala, emigraron hacia occidente, siguiendo la corriente o línea de los ríos Jalón, Henares y Tajo e imponiendo a la cuenca baja de este último río el nombre nacional de Lusitania: los procedentes de Nertóbriga reprodujeron el nombre querido de esta su patria chica en otra Nertóbriga (Fregenal de la Sierra) y perpetuaron en ella por luengos siglos, además de la toponimia, la religión y el idioma de los celtíberos del Jalón, según observó Plinio en el siglo I del Imperio.

En esta población, el año 346 de nuestra Era, nació Numisio y en ella, con preceptores domésticos, y después en Tarraco, capital de la provincia, dióle su padre (nieto de Otcomerio) la educación clásica que todavía en aquel siglo recibía la juventud de ambos sexos, aunque profesara la religión cristiana. Dispuso después su padre que cursara y practicara leyes y jurisprudencia en Roma; pero su vocación repugnaba estas disciplinas y lo que en realidad estudió fueron ciencias naturales e ingeniería. Asistía con asiduidad, eso sí, a las tertulias de Sexto Petronio Probo y Anicia, cristianos, y a la de Avieno Symmacho, pagano, prefecto del Pretorio aquel y de la ciudad éste (año 365), como asimismo a la de Albino, patricio que ejercía el pontificado de los dioses, pero que vivía con su mujer y sus hijos, convertido ya al cristianismo, en la mejor armonía. Allí conoció a gran número de senadores y a jóvenes de mérito relevante que después fueron personajes históricos, tales como Ambrosio, Eusebio, Jerónimo, Dámaso, Augustino de Thagasta, Aurelio Symmacho, Ausonio (¿estaba ya en Milán o Tréveris?), Paula, etc.

Grande fue la contrariedad de su excelente padre, que quería hacer de él un hombre público; y por buena composición y consolándose con lo de que por todas partes se va a Roma, decidieron que abrazase la carrera de las armas. Desde Complutum y Cauca sabemos ya que militó, al lado de Flavio Theodosio y de Magno Máximo, bajo las banderas del conde Theodosio en la Gran Bretaña. Su comportamiento, como soldado y como capitán, llamó la atención hasta en la Corte de Tréveris y en los círculos militares de Milán y de Roma: su nombre sonó con aplauso en la Acta diurna del Imperio (Gaceta oficial) Su arrojo sin rival y su sangre fría, la precisión con que prevenía los planes del enemigo, como si le adivinase el pensamiento, la inagotable fertilidad de sus recursos, su pasmosa movilidad, contribuyeron en gran medida a reprimir los desembarcos de los porfiados sajones, a batir a los escotos y empujarlos a sus montañas, y clavar las banderas romanas en las murallas de los pictos como su prudencia al organizar la nueva provincia romana creada por Theodosio al sur de los pictos, sobre las cuatro instauradas con anterioridad.

Numisio pudo debutar, hacer sus primeras armas con Theodosio mismo en la campaña de Valentiniano contra los alemanes y pasar después con el mismo a la Gran Bretaña. A los veintiún años(366 o 367) asistió Numisio, y allí se forma soldado, a la gran batalla en que los alemanes fueron derrotados (367) y penetrar en la Germania (368). César Cantú dice42 que Valentiniano entró en persona en territorio de los alemanes, «a quienes hizo sufrir una sangrienta derrota.» Largo tiempo permaneció a orillas del Rhin para alentar a los soldados a la construcción de los fuertes con que preparaba aquella línea. Excitados por él 80.000 borgoñeses contra los germanos, se adelantaron hasta aquel río, enemistados con ellos por la posesión de unas salinas; pero no viéndose secundados por el emperador, se volvieron otra vez, matando los prisioneros que habían cogido (371). Entre tanto, cayó Theodosio sobre los alemanes, aprisionó a muchos de ellos y los trasladó a orillas del Po, para formar allí una colonia.

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A su vuelta, Numisio contrajo matrimonio con Siricia Natalis, joven de imponderable mérito y de la más rancia nobleza de Tarragona, hija de un clarissimus y cuya genealogía la enlazaba a uno de aquellos régulos ilergetes que seis centurias antes pelearan denodadamente contra los Scipiones. Siricia llevó al matrimonio, aparte valores mobiliarios, vastísimas haciendas o estados, llamados de Turnovas, con sus 1.500 familias de siervos adscriptos a ellas.

Dilatábase Turnovas a derecha e izquierda del Sicoris (Segre), abarcando las extensas planas, ligeramente onduladas, confinantes por el lado del cierzo con el territorio de Bargusia (Balaguer), y por parte de mediodía con los campos vectigales o tierras de propios y pastos o monte de aprovechamiento común de Ilerda (Lérida). Estaba distribuida en numerosas cortijadas y grupos de población43, y tenía su centro en la confluencia de los ríos Segre y Noguera Ribagorzana, unas ocho millas al norte de Ilerda, sobre una eminencia llamada en lo antiguo Beliasca, provista abundantemente de agua por un acueducto cubierto que sangraba el Noguera y un depósito excavado en la roca para casos en que el río corría de avenida. Cruzábala una vía provincial: la que pasaba por Aeso (Isona), población considerable, entre el Segre y el Noguera Pallaresa, y seguía al Valle de Arán y a la Galia. Dependencia y complemento suyo era la estiva o monte de Balira, inmediata al Valle de Arán, donde pasaban el verano los rebaños trashumantes de Siricia, que en las demás estaciones del año bajaban a los pastizales de Turnovas y a la cuenca inferior del Sicoris y del Cinga (Cinca), hasta Gallica Flavia y Octogesa, de clima relativamente templado.

Con tan potente base económica, pudo Numisio dar rienda suelta a su espíritu de empresa.

Los criaderos de vidrieras naturales (de mica, etc.), explotados hacía cerca de dos siglos por la familia Pomponia, se estaban agotando y los grandes obradores anejos habían acabado por ser abandonados. Numisio ideó restablecer aquella industria, pero sublimando el producto, haciéndolo artificial y aproximando el lugar de producción a los centros populosos de consumo y al mar para desgravar el transporte. En vez de desenterrar piedra especular, fabricaría vidrio plano para meniana (balcones), ventanas, invernadores, atrios de casas, arcadas de peristilos, baños, carruajes y literas, etc., abaratándolos hasta ponerlos al alcance de todas las fortunas44. Desde los días de Séneca, sólo los muy ricos usaban el vidrio plano artificial: Numisio halló que sería hasta una obra de caridad hacer accesible a las clases pobres y medianas la maravillosa invención que permitía gozar el don gratuito de la luz del sol sin vivir a la intemperie; que implicaba un correctivo a las variaciones atmosféricas, una disminución en el número, intensidad y duración de las enfermedades, un aumento de vida y de trabajo. En tal idea, principió recorriendo una gran extensión de territorio, dentro de la Ilergecia, en busca de criaderos o depósitos de arenas silíceas puras y sustancias fundentes, sosa o potasa, cal, alúmina, óxido de hierro.

Bien halló en diversos puntos lo que buscaba, pero acompañado de tal o cual inconveniente, que le tuvo perplejo muchos días; hasta que por fin halló preferible comprar una fábrica de vidrio hueco, que le brindaban próxima a Barcelona, que funcionaba desde el siglo I45 y elaboraba botellas, copas, ánforas pequeñas, tazas, platos, frascos para esencias, imitaciones de piedras preciosas, brazaletes y otras joyas, y ampliarla con nuevos hornos para la fabricación de vidrio plano. Adquirió el establecimiento entero, con los criaderos de materias primas que le eran anejos. Hizo venir de Italia obreros adiestrados en la nueva labor, y empezó a inundar de vidrieras los principales mercados de la Galia, Sicilia e Italia, además de la provincia Tarraconense, con especialidad las plazas marítimas de Barcino a Tarraco, Dertosa, Saguntum y Carthago Nova, de Carthago Nova a Malaca y Gades, de Gades a Olissippo. No era hombre para dormirse sobre la rutina heredada: a los pocos meses ya había mejorado la calidad de la pasta, haciéndola menos alcalina; había sustituido a los bastidores de metal los de madera, etc.; con lo cual y el criterio de moderada ganancia, hizo la más seria competencia a los fabricantes de vidrio del exterior y a los extractores de mica. En pocos años, el uso de aquel artículo se extendió más que antes en tres siglos.

Otra manufactura preocupó a Numisio por el mismo tiempo: los tejidos de hilo, lonas y lencería. Un pasaje de la Enciclopedia de Plinio le quitaba el sueño: aquel en que el naturalista encarece la calidad sobresaliente del lino de Tarragona y afirma, que los famosos cárbasos se habían inventado en esta ciudad46. ¿Por qué Tarragona, y del mismo modo Saetabis, en vez de progresar había retrocedido y su nombre no sonaba en los mercados del mundo, al lado de los de Egipto, de Syria y de Cilicia. Numisio decidió poner remedio a ese estado de sopor y dejadez, tan menguado y ruinoso como humillante, que no quería creer fuese constitucional, montando en Turnovas mismo un establecimiento que fuese a un tiempo fábrica y escuela, seminario de tejedores progresivos y orientalizados y centro productor, dotado de todos los adelantos modernos, manantial de riqueza, agente de civilización.

A tres fines enderezó principalmente su obra: 1.º Abaratar en proporciones considerables, mejorando los precios de la tasa oficial, el género más ordinario, a fin de que se generalizase en el pueblo el uso de sábanas, pañuelos de bolsillo, toallas y mantelería, pero, sobre todo, la camisa de lino, que él diputaba por una de las novedades más beneficiosas para la salud, introducidas en aquel siglo: -2.º Fabricar, en competencia con Scythopolis, Byblos, Laodicea, Alejandría y Tarso, clases finas para las familias acomodadas, incluso byssus y mezcla de byssus con hilo de seda importado de China, de que se hacía gran consumo en España, a fin de evitar la pérdida de numerario, consiguiente a la importación, y hacer un lugar a la Tarraconense en los mercados lineros de Italia: -3.º Mejorar la condición económica de las clases trabajadoras, haciendo de la antigua Ilergecia y de la Cosetania un país, además de agricultor, esencialmente fabril, manufacturero y exportador.

Mientras edificaba en Turnovas las oficinas u obradores y los dormitorios para los hilanderos, tejedores y aprendices, y se construían los telares y demás artefactos, comprometió con diversos contratos y obtenía licencia especial del emperador Valentiniano, con cultivadores del ager tarraconensis y de otros lugares de la región, como asimismo con su padre en Nertóbriga, la siembra y suministro de un cierto número fardos de lino macerado, espadillado y rastrillado, aparte el que se proponía importar de Egipto, mientras maduraba el proyecto de alumbrar aguas de riego para Turnovas por medio de dos canales, que le permitirían cultivar en grande y de su cuenta el preciado textil. E hizo venir a todo coste de Alejandría dos operarios hábiles: uno, capataz de una de las manufacturas de byssus más renombradas de Egipto, para que fuese director técnico, al par que procurator y administrador del establecimiento; otro, para educar graduadamente a los aprendices, que, una vez formados, habrían de esparcirse por el país, promoviendo la creación de una red de fábricas y talleres domésticos, cada vez más tupida47.

También estuvo largo tiempo pensando en manufacturas de lana, a lo cual convidaba la circunstancia de que el Gobierno imperial no hubiese fundado en España fábricas de paños (como tampoco de lienzo) y tinte de púrpura, propiedad y monopolio del Estado48, como las tenía éste en África, y en Italia. Habría él querido reconquistar los mercados de la Península y del Mediterráneo, que en tiempos remotos abasteciera Turdetania. Pero al cabo, vino a persuadirse de que este género de fabricación debía aplazarlo para más adelante. En los siglos últimos, la industria de las lanerías y de los tintes había alcanzado un alto grado de perfección en Grecia, Chipre, Alejandría y la Campania, y habría sido temeridad por parte de Numisio pretender simultanearla con la del lino. En lo que sí puso empeño fijé en restablecer el crédito del vellón erythreo (dorado o rubio), tan celebrado en la antigüedad y que hacía innecesaria toda suerte de tinte49. Después de escudriñar cuanto habían recogido sobre el particular y de llevar a cabo un viaje de exploración por la provincia Bética -con cuya ocasión visitó el celebérrimo templo de Hércules y el monumento de las Columnas, en Cádiz-, emprendió una serie de experimentos sistemáticos y ordenados en sus cabañas de Turnovas sobre la base del cruzamiento y de la selección.

Con los Estados de Siricia partían lindes los de Pinianus, bañados por el Noguera Ribagorzana50. Los dos magnates se asociaron para derivar de este río, en

el punto llamado de Piniana (ahora Piñana) un fossatum o canal de riego con destino a fertilizar ambas posesiones y hacerlas más productivas, transformando los cultivos en las zonas a donde pudiera hacerse llegar el agua canalizada. Y el vino vendiendo tierras de las que poseía fuera de la Península, y el otro deshaciéndose de una parte de sus acciones mineras, juntaron caudal suficiente para costear la construcción y llevarla a feliz remate en el más breve espacio de tiempo. Numisio mismo hizo de geómetra librator para practicar la nivelación, hacer el trazado y replantear la obra. Ya llevaban adelantada la caja del canal y habían emprendido el azud y la mina o túnel por donde se hace la toma de aguas51 cuando saltó un incidente que vino a torcer los designios de Numisio.

Siricia, estaba encinta, y su piedad cristiana, unida a un tanto de superstición, le había sugerido el antojo de alumbrar en la sede de su fe, Roma, ya que no podía aspirar a verificarlo junto a la cuna, del Salvador, en Bethléem; su padre (el de Siricia) tenía formal empeño en que su otro hijo, que era varón, cursara desde aquel año en Roma, y se aquietarían las naturales ansias de la madre con saber que estaba a su lado y velaba por él Siricia en persona; el padre de Numisio, parte por vanagloria, por añadir nuevos timbres y dar nuevo lustre a la descendencia de los Pomponios, parte por patriotismo sincero, vista la penuria de gobernantes capaces que padecía el Imperio y que hacía correr a éste mortales riesgos, volvió con mayor ahínco a su antigua pretensión, poniendo ya sus canas por medianeras. No pudo Numisio resistir a una tal confabulación de voluntades, y convino en trasladarse a Roma con su mujer y su cuñado, encomendando al padre y al suegro el cuidado de terminar el canal de Piniana, terraplenar y gradar las tierras destinadas a prados, huertas y linares, prosperar sus queridas manufacturas y su selecta grey erythea, y, por encima de todo, impedir que decayese lo más mínimo la red de escuelas de niños esparcidas por Turnovas para la población servil de la posesión.

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Ya en Italia, puso casa en Roma y en Milán. Sin dejar de seguir cultivando sus caras disciplinas matemáticas y naturales, la botánica y la agricultura, la química, la mecánica, la astronomía... puede decirse que el centro de su vida desde aquel día fueron Nicomacho FIaviano y Vettio Agorio Praetextato, en ocasión en que éste ejercía la Prefectura de Roma (Praefectus urbi), especie de gran ministerio, con jurisdicción gubernativa y judicial52, extendido a la populosa ciudad y a un radio de cien millas, y que llevaba aneja la presidencia del Senado.

Fue Praetextato uno de los dos o tres hombres más insignes de su siglo, honor de Roma y de la religión heleno-romana, por la integridad y la pureza de su vida, su espíritu justiciero, su humanidad con los desgraciados, su austeridad para consigo mismo; reverenciado por sus virtudes como un Dios. Para encontrarle parecido, habría que remontarse a aquel grandioso siglo II del Imperio o a la Edad de oro de la República. No le idolatraban tan sólo los paganos, sino los cristianos también. Su modestia le hacía huir de los horrores y dignidades, tanto como las dignidades y los honores le perseguían a él. Cultivaba la filosofía griega y la teología pagana. Era el noble amigo y defensor de los esclavos. Como Pontifex maior de los dioses, ejercía de hecho la suprema jefatura de su religión. A su muerte, pareció como si se hubiese desgajado un mundo, como si se hubiese extinguido una nacionalidad: tan honda y universal fue la emoción, tan persistentes los extremos de luto y aflicción que hicieron las clases todas de la sociedad.

En el palacio de Praetextato había intimado Numisio con casi todas las celebridades romanas de su tiempo: Servio el gramático, los Symmacho, el geógrafo y poeta Rufo Festo Avieno, los Cecina-Alvinus, los Eusthatius, el rhetórico Eusebius, los médicos Dypsario y Evangelus, el compilador y teólogo del paganismo Macrobio, Vegecio, Ammiano Marcelino53.

A su lado, principalmente, hizo Numisio, junto con Aurelio Symmacho, el aprendizaje de la vida pública. A decir verdad, tanto por lo menos como discípulo, fue colega y maestro de Praetextato: la perspicacia política del joven español, su alteza de miras, la claridad y prontitud de su juicio, su sentido de la medida en la apreciación de las cosas y de los sucesos, unido todo a la rectitud de su carácter y al fuego de su sangre, generosa y templado por una fuerte dosis de discreción y de prudencia, cada día mayor, que le valía el absoluto dominio sobre sí mismo, enamoraron desde el primer día al Prefecto, en tanto extremo, que ya no dictaba una sola providencia sin consultársela, hasta que acabó por confiársele, tanto como a su propio Vicario, descargándose en él de los graves afanes de la gobernación. En Roma llamaban por eso a Numisio praefectus alter, «el segundo prefecto». Su nombre y sus gestos trascendieron a Milán, y corrieron de boca en boca entre los dignatarios de la Corte con menos de agrado que de prevención, como si vieran en él, para un futuro próximo, un amo o un rival. ¡A la hora en que a Praetextato y Ausonio costaba Dios y ayuda persuadirle a que aceptase la dignidad senatorial con que había sido agraciado por allectio del emperador Valentiniano, no obstante dispensársele en ella de las cargas anejas a la condición de senador!

Su mujer, Siricia, había intimidado con la de Praetextato, Fabia Paulina, a quien admiraba, y en cuyos gustos y prácticas, así domésticas como sociales, procuraba imbuirse. Eso, y el trato con las relaciones de Paulina, que eran de lo más selecto de la ciudad, hicieron en breves meses de la gran dama provinciana una dama romana. Ocioso es decir, para quien conozca los sentimientos de la época, y en especial en aquellos años de paz religiosa, que fueron como la edad de oro de la libertad de conciencia, que Paulina y Siricia se respetaron a sí mismas lo bastante para abstenerse cuidadosamente de todo cuanto pudiera parecer polémica, contradicción o labor de proselitismo. Si a pesar de eso se influyeron recíprocamente, si se operó alguna hibridación en las respectivas creencias, no podríamos, en conciencia, por falta de datos, decirlo: el cronista no sabe más sino que Paulina, pagana, en el epitafio que dedicó a su marido, tiempo después, cuando éste hubo fallecido, expresaba la seguridad de que a su muerte se reuniría a él otra vez54; y que, por su parte, Siricia, cristiana, no hacía asco al polytheísmo, explicándoselo como un mundo de númenes subalternos, sometidos a un numen summus, único y supremo, autor de todo lo creado, padre común de los dioses y de los hombres, adorado con nombre distinto por todos los pueblos de la tierra, según doctrina bastante extendida ya por aquel entonces55, y hallando que eso mismo venía a ser el cristianismo, con su Olympo de ángeles y de hombres justos (escogidos del pueblo de Dios). Dii pii atque sancti, por relación a los cuales la Biblia da a Iahvé o Jehová el título y dignidad de «Dios de los dioses»56.

La verdad sea dicha: para conmover en Siricia la roca de su fe, los propios ministros de la Iglesia cristiano-romana se bastaban y se sobraban.

Había dado a luz una niña, a la cual pusieron por nombre Engracia, en honor a la firmeza de su animosa antecesora de Nertóbriga y Caesaraugusta. Numisio la tenía prevenido que se abstuviera de concurrir a ninguna iglesia, en tanto no se aplacase el cisma que mantenía encendida la guerra civil entre los dos bandos de damasistas y ursinistas por la sucesión del obispo de Roma, Liberio. A la piedad de Siricia antojáronsele exagerados los temores de Numisio; y no supo resistir al vivo deseo de hacer la presentación de su pimpollo, el día de estación solemne en la iglesia de Sicinio o de Santa María la Mayor, un día de festividad solemne, aniversario de la elevación del español Dámaso a la sede episcopal de Roma, en que el pontífice mismo habría de celebrar la misa estacional, pública, por tanto, con la acostumbrada pompa, para dar gracias una vez más al Todopoderoso por la asistencia que suponía haberle prestado en la elección, o digamos en sus contiendas y choques sangrientos con los parciales de su rival Ursino.

¡Nunca lo hiciera! Acaba de cantarse el salmo responsorio, después de la primera lectura de la misa; repetía el concurso de los fieles la última frase musical del solista (aún había de tardar algunos años en introducirse en Roma la salmodia oriental de la antífona con sus dos coros), cuando las puertas entornadas del templo se abrieron con estrépito, y una banda irregular de hombres armados, peor que si hubiese sido de étnicos, hizo tumultuariamente irrupción en la basílica, a los gritos de «¡El Pontificado por Ursino! ¡Abajo Dámaso!» Se les provocaba, decían ellos, y allí estaban para responder a la provocación. No se amilanaron por eso los leales de Dámaso: rápidamente replegáronse hacia el ara, detrás de la cual el partido tenía prevenido un depósito de armas para hacer prevalecer el voto de los suyos contra el de la oposición. Los dos bandos se embistieron con sin igual furor, haciendo uso de sus puñales y sus estacas o clavos, y lanzándose, a par de los golpes, horribles ultrajes, maldiciones y blasfemias. En un instante, el mosaico del pavimento se inundó de charcos de sangre, en los cuales resbalaban los combatientes.

Un hombre tempestuoso y airado, procedente de la calle, especie de Hércules furioso, sublime en su cólera, se arrojó temerariamente contra ellos, blandiendo una descomunal tizona, de hoja bilbilitana, y gritando con voz de Stentor:

-Vos fecistis domum meam speluncam latronum.

¡Cuadrúpedos, arre allá! ¡Atrás, forajidos injertos en brutos!

Los fieros tajos y molinetes del intruso energúmeno, habían abierto ancha brecha en los dos bandos enemigos, cuando éstos acertaron reconocer al praefectus alter, Numisio, más temido que Praetextato mismo; y como si hubiesen pactado instantáneamente entre sí una tregua, apretáronse a ambos lados de la nave, aunque todavía sin soltar las armas, y teniendo por seguro que las salidas estaban ocupadas por los vigiles. Hasta los heridos se reprimieron y guardaron silencio. En medio de él pudieron, por fin, oírse los agudos gritos de las mujeres, que se habían replegado en un ángulo, alrededor de Siricia, quien, con sus dos ayas, arqueaba el cuerpo e hincaba y apoyaba desesperadamente los puños y los codos en la pared para resistir al empuje del aterrado mujerío y defender el breve hueco que había de librar a Engracia de morir aplastada. Numisio contuvo el aliento para escuchar; creía haber oído una voz angustiada que le llamaba: «¡Numisio, Numisio!»

Del montón de carne palpitante que la cercaba, dióse prisa Numisio a apartar mujeres desmayadas, levantar e incorporar a las que podían tenerse de pie, empujar

hacia la puerta a las demás. ¡Al fin! Siricia estaba agotada: un instante más, y se habría desplomado presa de un síncope: Numisio la tomó en brazos y la depositó en el atrio. Seguidamente sacó a las dos ayas, que se habían conducido como heroínas y estaban magulladas.

Cuando Siricia y Engracia eran colocadas en su litera, una imponente carroza llegaba y descendía de ella, con aire de triunfador, escoltado por algunos diáconos, Ursino en persona. Un honrado arrebato de pasión, que Numisio habría podido, pero no quiso reprimir, arrastróle a una violencia, por lo demás sobradamente justificada: desde la puerta de la basílica, donde había ya puesto el pie el audaz y terco candidato, mantenedor del cisma, Numisio lo agarró por el cuello y lo sacó fuera, zarandeándolo, sin hacer caso de sus chillidos, manotadas y protestas, ni de tal o cual Malcho que acariciaba, sin recatarse, el pomo de un puñal:

-Sacrílego! ¡A un pontífice de Cristo!

-Aunque lo fueras: no por pontífice, sino por asesino. Gran Barrabás, y, sobre todo, gran Dimas, se perdió la Pasión con no tenerte a su alcance. ¡Judas, aborto del Infierno! En tres siglos hubo unas cuantas docenas de alucinados que cultivaron el sport del suicidio en su forma de martirio provocado; y he aquí que vosotros dos solos, por vuestra condenada ambición, vuestra infernal soberbia, se han hecho más suicidas para el diablo que mártires ha contado el Evangelio desde Nerón. Sois peores que matarifes: no cesáis un instante de forjar degüellos hasta sin pretexto: ¡bien le sacáis el jugo a aquella formidable bagatela del Calvario! Da gracias al cielo de que el prefecto no lo sea yo, en vez de serlo Praetextato, quien no acaba de hartarse de vosotros y se contentará probablemente con desterrarte otra vez. ¡Muchachos! -gritó, dirigiéndose a lo vigiles, que habían ido acudiendo en número de mil, o sea una cohorte, con el subprefecto, un tribuno, siete centuriones del cuerpo y sus respectivos médicos y suplentes-. Conducid a este diácono, presbítero o lo que sea, al tribunal del Praefecto, teniéndolo detenido hasta que él decrete lo justo: no en la carroza, en la litera, con muchísimo respeto.

Dijo, y se marchó todo alarmado al estribo de la litera de Siricia, que empeoraba visiblemente por momentos. También él se sentía mal.

Por calles distintas desembocaron a un tiempo en la plaza, vestidos de toga consular, el Praefecto y su Vicario, con golpe de polizontes. La ambulancia57 había empezado a recoger heridos. Los muertos en la refriega pasaban de 130; añádase los heridos graves. De los sobrevivientes, unos esperaban amanillados, otros se habían escabullido. Algunas de las infelices mujeres a quienes la bárbara agresión sorprendiera dentro, habían perdido la razón, y apretaban contra su seno a infantuelos muertos, por asfixia o por aplastamiento. Llevado a hombros, con la dalmática y las bandas del superhumeral rozando por los charcos de sangre, más muerto que vivo, salió de la basílica el obispo Dámaso. Su despechado competidor, intentó agredirle, y como se lo estorbaran, púsose a increparle airado por la que suponía provocación, y vomitar sobre él, como pudiera un basilisco histérico, torrentes de fango y bilis, traducidos en invectivas, procacidades y denuestos, sin ningún respeto a las autoridades del Imperio que tenía delante.

Como sigas así -díjole Praetextato, con acento más cálido y resuelto de lo que era en él habitual-, como sigas así, será fuerza enjaularte para que no muerdas. Y te advierto que se me han agotado los temperamentos y la paciencia; volved a perturbar en lo más mínimo el sosiego de la ciudad e iréis desterrados, tú a la isla más solitaria del Océano Germánico, y tus parciales a los desiertos de la Libya. Desde hace tiempo tenéis convertida la ciudad en un averno, como si no fuesen ya bastante los desórdenes, tumultos y asonadas, la sangre y los cadáveres que costó años atrás la insana rivalidad episcopal de Félix y Liberio58; y no tengo por qué recordar las matanzas a que dieron ocasión la de Macedonio y Paulo de Thesalónica en Byzancio y tantísimas otras en Oriente. Os exhorto a trataros con menos inhumanidad, a que os améis un poco más los unos a los otros (Dámaso y Ursino se mordieron los labios, reprimiendo una amarga sonrisa, viendo que era un Pontífice de los dioses quien les recordaba, con tanto de firmeza como de ironía, preceptos del Maestro de Galilea). Y os requiero a que cumpláis y hagáis cumplir el edicto de los tres emperadores, por el cual se ha prohibido a los sacerdotes cristianos y a los monjes entrar en las casas de las doncellas y de las viudas, y se les ha declarado incapaces para recibir dádivas, mandas y sucesiones59, no obstante lo cual sigáis atesorando sin tasa, porque no dais al César lo que es del César, porque os rebeláis contra su ley, sorteando la incapacidad legal por el rodeo de los fideicomisos. Harto preveo que no lo hacéis así y que será preciso cortar por lo sano, prohibiéndoos usar de más fastuosas vestiduras y tocados que los que llevó el Profeta de quien os decís enfáticamente discípulos: a no discurrir por la ciudad en otras carrozas que las que le condujeron a él en sus peregrinaciones por Galilea; a no habitar otros palacios que los que él disfrutó con su padre, el carpintero de Nazareth; a no regalaros con otros banquetes que los que lograron a su lado los pescadores, sus apóstoles; a no deslumbrar al vulgo con otros brocados, ni con otros encajes, ni con otros armiños, ni con otros joyeles y pedrería que los que engalanaron en vida y en muerte su noble figura; a no aspirar otro incienso que el que nimbó su cabeza en la Pasión... Porque aquí está, amigos, la madre del cordero; aquí la raíz y el manantial de estos antagonismos, malevolencias y conflagraciones, sacrilegios y crímenes, afrenta de nuestra civilización, piedra de escándalo para todos, cristianos y paganos. Lo que antes sucedía en la isla Erythia, inmediata a Cádiz, que, a causa de lo pingüe y sustancioso de sus pastos, se engordaba el ganado en tales términos que la grasa lo sofocaba si no se tenía la precaución de sangrarlo cuando menos una vez al mes60; eso hay que hacer con las preladías o pontificados cristianos: la Iglesia es una Erythia pingüe y no nada mística, y lo que os disputáis en ella no es el cayado, sino el pasto. Os asfixiáis de grasura: por la paz de los ciudadanos, por el honor de la cruz, por vuestro propio bien, es preciso sangraros y restituiros a Galilea, poneros cátedra de Evangelio: ved si os cumple hacerlo antes por impulso espontáneo de vuestra voluntad...

*  *  *

Muchos días estuvo Siricia entre la vida y la muerte, abrasada por la calentura.

En los ratos relativamente despejados, parecía la devanadera de un filósofo. «Jesús en persona nombró prefecto y jefe de la Iglesia a San Pedro, el primero de la serie: ¿por qué no ha seguido haciendo otro tanto con respecto a sus sucesores, y ha dado lugar a que se introdujeran estas horribles elecciones, alentadoras del cisma, hechas por las ovejas que aspiran a ser lobos? Pues ya pudo ver las consecuencias en la elección de Cornelio, controvertida por los novacianos.» «¡Intrigas, compras de votos, partidos personales, fanatismos ciegos, choques rabiosos, efusión de sangre, asesinatos, atentados de todo género contra la santa Verdad; y no siquiera por celo de las almas, sino por ansia de grandezas mundanales, por ambición de mando, por codicia de oro y pasión de incienso, por deslumbrar a las gentes con el fausto oriental y eclipsar con sus banquetes el lujo de los raros Heliogábalos y Baltasares, por sibaritismo y voluptuosidad, por más libre trato con las mujeres!61. ¡Ah, pastorcitos, pastorcitos de la grey cristiana! «Sin buscarlo ni quererlo, comparaba pontífice con pontífice, el pontífice de los dioses con el de Cristo, y se estremecía de horror al pensar que podría marcharse de Roma menos creyente de lo que había venido. No y no: ella quería creer con igual fervor que antes, y apretaba los ojos y se abrazaba a la cruz, pero en vano: con los ojos cerrados y todo, veía que se había empañado la virginidad de su fe, y de sus labios se escapaban indirectas dudas, tales como las que iban envueltas en exclamaciones de este corte: «Si Engracia hubiese presenciado esto!» (referíase a la santa de la familia de Numisio). «No, no puede ser verdad que el árbol se conozca por sus frutos: el leño de Cristo no ha podido florecer y rendir tan infernal cosecha!» «¿Será que Cristo haya venido demasiado pronto?»

En las horas de delirio, presa siempre de la misma preocupación, escuchábansele sobre un mar de incoherencias, razones tales como éstas: «¡Los dos, los dos; desterrar a los dos» (aludía a Ursino y Dámaso). «Perdóname, Numisio; he sido culpable, tú tenías razón.» «Oh Tarraco mío, oh Turnovas! ¡Por qué vine! Yo pedí ser conducida a Roma y me han traído a Babilonia!» «Paulina, no, que no entre, me da vergüenza; temo su compasión.» «Cierra los ojitos, adorada; no mires, no comprendas, no recuerdes» (y esto diciendo, tapaba los ojos con ambas manos a la pequeña Engracia)...

Numisio encontró en su gran voluntad las fuerzas necesarias para dominar su postración y decaimiento, tanto físico como moral, y pasar los días y las noches junto al lecho de Siricia, sin apartarse de él ni acostarse un solo minuto. Fabia Paulina alternaba en el cuidado de velar a la enferma y gobernar la casa y la servidumbre, con otras dos amigas de su intimidad y de la de Siricia. El hermano de la enferma hubo de instalarse como un mueble en el atrio, por donde media Roma desfiló. Praetextato, Flaviano y el joven senador Pontio Meropio Paulino, aquitano, eran los únicos que tenían acceso hasta Numisio y le prodigaban sus consuelos. Ausonio, entonces conde del Palacio, tuvo una delicadeza, enviando a marchas forzada desde Milán los médicos de la corte, en nombre de su imperial discípulo Gratiano.

Tanto pudieron los cuidados de todos y la buena naturaleza de Siricia, que la crisis se resolvió por fin con bien, y pudieron anunciar los galenos que había desaparecido la gravedad. La convalecencia fue larga. Por prescripción facultativa fue Siricia trasladada una «villa» de Praetextato, inmediata a la playa de moda, Baías (Bajae), sobre el golfo de Nápoles, cuya benigna influencia aceleró el definitivo restablecimiento de su salud. Allí también repuso Numisio sus quebrantadas fuerzas, volviendo a ser el mismo que siempre había sido. Antes de que empezaran a soplar los primeros cierzos invernales, se restituyeron a su casa de Roma.

*  *  *

Algún tiempo después62 regresó de la Moesia Flavio Theodosio (Theodosio el joven), después de haber deshecho en repetidos encuentros, con muy escasas tropas, las huestes de los Sármatas, acorralándolos contra el Danubio y obligándolos a implorar la clemencia del vencedor y a pedir la paz. El emperador Valentiniano I acababa de fallecer repentinamente en Bregecio (Hungría), roto un aneurisma, en el momento en que contestaba encolerizado a las proposiciones de paz de los Quados. La sucesión fue accidentadísima: en muy poco estuvo que los funerales no fuesen sangrientos. Theodosio huyó de Milán, cuya corte, nido de intrigas, celos y rivalidades le revolvía los humores, haciéndole perder su serena ecuanimidad. Alojóse en Roma, en casa de Numisio. Cuando hubo descansado de su campaña, decidió pasar a la provincia de África e incorporarse al estado mayor de su padre, el conde Theodosio.

No le dieron lugar a ello. Cuando se estaba despidiendo para embarcarse, divulgóse la horrible nueva de que el glorioso pacificador de África había sido decapitado por sentencia del emperador en la ciudad de Carthago. El efecto que esta catástrofe de familia causó en el ánimo del joven general, nos es ya conocido desde que oímos a Numisio referírselo a Crescente, padre de Therasia, en Complutum (Alcalá de Henares, capítulo I). Theodosio se confinó en su villa natal de Cauca, renunciando para siempre a la vida pública. Su antiguo compañero de armas, Numisio, le acompañó en la desgracia, retirándose dolorido e indignado a Turnovas y Nertóbriga, no sin antes visitar a Milán para hacer una de las suyas.

Siricia se afligió y derramó abundantes lágrimas al abrazar por última vez a Paulina, la mujer de Praetextato; pero cruzó las murallas y se alejó de la ciudad sin volver la cara una sola vez.

Desembarcada en Tarragona, quedóse allí al lado de sus padres, a fin de pasar en aquel clima relativamente templado, la temporada de invierno. La primorosa Engracia, ya crecida, llevaba de cabeza, con sus donaires y gentileza, su humor jovial, su lozanía y testarudez, a los dos abuelos. Numisio marchó presurosamente a Nertóbriga (Calatorrao) a visitar a su padre, enfermo. Desde allí retrocedió a Turnovas.

El canal (de Piniana) y la red de brazales estaban terminados y en funciones. Una faja de tierra a lo largo de él había ya rendido dos cosechas de lino, y otra faja estaba preparada para la siembra del año. La escuela y manufactura de tejidos de lino y mezcla marchaba con regularidad y empezaba a echar hijuelas por las ciudades de la Ilergecia. La fábrica de cristal plano no podía satisfacer todas las demandas y estaba aumentando el número de sus hornos y crisoles. Tratándose de un hombre como Numisio, no era creíble que se hubiese venido de Roma con las manos vacías; y, en efecto, entre otras novedades, trajo para sí y para su padre dos molinos harineros hidráulicos, construídos sobre el modelo de los que acababan de inventarse o introducirse en Roma y funcionaban al pie del Janículo. Llegado a Turnovas, no se le coció el pan hasta ver su preciada adquisición montada en un salto del canal y arrumbados en un cobertizo los viejos artefactos movidos a brazo por los siervos molitores, y no gozó poco viendo acudir de los contornos y de muchas millas a la redonda un reguero de gente, en especial carpinteros capitalistas, a contemplar el portentoso invento, señal de que no tardaría en generalizarse.

La novedad de más cuenta acaecida en la vecindad durante su ausencia había sido, el inesperado traspaso de la posesión de Pinianus a Publio Sura, quien la tenía empradizada y poblada de ricas yeguadas en la zona regada.

*  *  *

Numisio llevó a Siricia, otra vez encinta, a Turnovas, cuando la Naturaleza desplegaba toda su pompa primaveral, engalanada con esplendente manto de iris, en que refulgían, bordados por la mágica aguja de Flora, el oro y el topacio de las retamas y de las aliagas, la plata de los olivos, la esmeralda de los cerezos, nogales y emparrados, el bronce oxidado de las encinas, el rubí de los granados, el raso fosforescente de los lirios, la púrpura de las amapolas, el verde satinado de los espinos majuelos, con sus toques de nácar, el azur movible de los linares en flor... Parecía que la tierra iba a reventar de satisfacción y de vanidad, semejante a un pavón que despliega fatuamente la suntuosa cola en el tejado. ¡Turnovas se prodigaba en un derroche para recibir regiamente a su castellana!

Engracia correteaba como una aldeanilla por los jardines de casa y entre los sembrados y los matorrales del monte-bajo adyacente a ellos, y no se cansaba de coger flores hasta henchir su falda y los amplios cestos que llevaban a prevención, conociendo sus gustos y sus exigencias, las dos ayas encargadas de velar por ella. Cuando volvía a casa, se tendía en el suelo para que la sepultasen bajo un túmulo de flores y su madre la buscase sin encontrarla.

*  *  *

Siricia dio a luz un niño, al cual pusieron por nombre Numisiano, alargado del de su padre, según uso frecuente.

Aquel fue el último día placentero de Numisio; uno de esos días sin nubes, tibios y perfumados, en que vale la pena vivir.

Una mañana, Engracia se demoró en sus correrías más de lo razonable, obstinada en henchir sus cestos de flores silvestres como si aún durase la primavera, sin que hubiese valido la treta de esparcir por las espesuras del monte manojos de flores recién cortadas en el jardín. Cuando volvió a casa, ya no tuvo humor de jugar; no pidió que amontonasen sobre ella las flores para esconderla; no cantó nenias a Numisiano, como otras veces, fingiendo que era su muñeca; no subió a la torrecilla del reloj, donde un cuadrante solar marcaba las horas, y, combinado con una clépsidra, los anunciaba a lo lejos por repique de tintinábulos, que a Engracia divertía mucho; acogióse al regazo de su madre, encendida, abatida, mustia, caída la cabeza. El siervo médico de la posesión diagnosticó: insolación. Y aplicó los remedios que su experiencia le sugería, mientras el víllico, con dos siervos, galopaba camino de Ilerda en busca de todos los médicos que encontrasen en la ciudad.

La dulce criatura vivió sólo dos días. Los gritos y lamentos de Siricia, convulsa, enajenada, eran tan desgarradores, que las dos ayas de Engracia, aterradas y doloridas, se arrojaron al Segre, de donde el propio médico de la posesión, echándose a nado, las extrajo ya desvanecidas. Numisio lloraba sin consuelo, abrazado rabiosamente al cadáver. Sura había acudido con el médico de su posesión. Los padres de Siricia, traspasados de pena, sumidos en la más honda desolación, volaron desde Tarraco al lado de su nieta. El padre de Numisio, achacoso y a medio convalecer, emprendió trabajosamente el camino de Turnovas.

¡Ay! Los tres abuelos de la inocente criatura llegaron a tiempo de asistir a la agonía y sepelio de la madre: el golpe había sido para Siricia mortal; faltáronle fuerzas para reaccionar contra él; de día en día fue desmejorando; los médicos no supieron definir el mal que la aquejaba. Dos semanas y media después del óbito de Engracia, su madre, la seguía al sepulcro.

Numisio, delirante, loco, rugiendo como una fiera herida, mirando a la vida con rencor, quiso arrojarse sobre su espada. Su padre le puso en los brazos a Numisiano, de cuarenta días de edad, diciéndole: «Esta es la espada.» Y como Numisio sacudiera sombríamente la cabeza, le añadió: «También a mí se me murió tu madre, se me murieron tus hermanas, pero quedabas tú...»

Numisio se resignó a vivir, para hacer de madre providente a Numisiano. En él concentró todos sus amores, sin distraerse más que para dirigir la construcción de un mausoleo regio en los jardines de Beliasca para sus dos adoradas muertas.

*  *  *

Así se pasaron dos años. En el verano del 378, rehecho ya en buena parte de aquella tremenda crisis y vuelto a la sociedad y a la vida exterior, cuando estaba reuniendo elementos para emprender la construcción de una acequia de riego y fuerza motriz derivada del Segre por su orilla izquierda63, recibió correo de Cauca, por el cual le expresaba Theodosio cuán grato le sería a él y a Flaccilla que pudiera hacer el sacrificio de visitarles con motivo del aniversario solemne que iba a celebrarse en sufragio de su padre, el pacificador de África, y de la inauguración de la estatua erigida en honor suyo por acuerdo de la provincia. Numisio contestó agradeciendo la invitación y defiriendo a ella.

El detalle del viaje desde Turnovas e Ilerda a Caesaraugusta, Nertóbriga y Complutum, a Segovia, a Cauca, y luego lo acaecido en esta última ciudad y en La Mota, y, por último, el viaje desde Cauca a Clunia, Numancia y Cascante, a Caesaraugusta y Tarraco, han sido objeto de la primera parte del presente libro, la cual acabó en el embarque y partida de Theodosio para Thesalónica y el regreso de Numisio a Turnovas, donde Numisiano crecía al cuidado de sus abuelos maternos.

*  *  *

Cinco meses después llegó a Turnovas nueva misiva de Theodosio, datada en Sirmium el día 20 de Enero de 379, participando a su amigo que acababa de ser elevado a la dignidad de Augusto, emperador de Oriente, por designio de Gratiano, y que había aceptado contando con que Numisio le prestaría todo su concurso y gobernaría con él; por lo cual le instaba y, más que eso, le exigía, por el amor que tan probado tenía a la patria romana, por la memoria sagrada del mártir de Carthago, por su hermandad de armas, que sin perder día tomara el camino de Thesalónica. «Sólo tú puedes dominar este laberinto. El emperador deberías serlo tú. Sin ti me doy por fracasado.» En la carta le recomendaba con la más viva solicitud que hiciera el viaje por la vía de tierra, sin aventurarse a una travesía por mar en la estación invernal, cuando las embarcaciones estaban arrumbadas en los puertos y suspendida la navegación64. Flaccilla y demás familia (añadía) no marcharían hasta el mes de Marzo, en que el mar recobra su quietud y se reanuda la navegación.

Theodosio tenía miedo a Numisio; temía sus sinceridades, su hablar desenfadado, a las veces mordaz, rudo y mortificante, agrio y destemplado, y, sin embargo, no sabía pasarse sin él. Su lealtad y desinterés, su probidad, su experiencia de los negocios públicos, su ubicuidad, el poder de adivinar al enemigo, su don de consejo, y, sobre todo, la resolución de su carácter, que contrarrestaba con la indecisión propia del carácter de Theodosio, hacían de él un hombre de Estado único e insustituible, inspiraron al nuevo emperador el vivo deseo de tenerlo a su lado como ministro, y quebrantando el propósito que había formado desde el primer instante de no contar con él, le escribió con urgencia desde Sirmium mismo, llamándole a Thesalónica en el tono apremiante que acabamos de ver.

El primer impulso de Numisio fue contestar felicitando a Theodosio y solicitando su venía para no apartarse de aquellas caras prendas, objeto de su culto, Siricia, Engracia, Numisiano. No dejaba de argüirle la conciencia que tal vez con eso se hacía reo de infidelidad al amigo a quien había empujado con sus razones y autoridad desde Cauca a Oriente, y de cuyos actos y resoluciones pendía en aquel instante la suerte de muchísimos millones de hombres. En la duda, obró con prudencia suspendiendo el envío de la respuesta a su destino, y aún retirándola de la vista. Volvióla a sacar y volvióla a esconder una y otra vez, según a donde se inclinaba la balanza de la voluntad, cuándo de un lado, cuándo de otro, con alternativas y fluctuaciones que le ponían fuera de sí, irritándole la idea de que pudiera ceder y hacerse traición a sí mismo, tanto como la contraria de que pudiera creérsele desprovisto de alma, capaz de una defección para con un amigo tal como el hijo del conde Theodosio que por tan nobles motivos le reclamaba. Con su padre era inútil que contase, porque conocía ya de sobra lo que opinaba y lo que le aconsejaría. Consultó con su suegro. Y éste votó resueltamente a favor de la demanda del nuevo emperador, ofreciéndose desde luego a vivir entregado en cuerpo y alma junto con la abuela, al cuidado de Numisiano y a la administración de los bienes durante su ausencia.

-Muy bien y muy reconocido por lo de la administración; pero en cuanto a Numisiano, de irme yo a Thesalónica y a Byzancio, irá él conmigo, como con Flaccilla su Arcadio, que tiene la misma edad que nuestro chiquitín. A ella se lo entregaréis al tiempo de embarcarse, pues, caso de marchar, no quiero hacerlo por tierra, y no debo exponer al adorado muñeco a las molestias de una navegación borrascosa ni al riesgo de un naufragio.

Resuelto, por fin, púsose al habla con Flaccilla y marchó a Nertóbriga a despedirse de su padre. El buen anciano derramó abundantes lágrimas, en las que se mezclaba el gozo de ver logrado su ideal (que Numisio se consagrase a la gobernación pública) con el pesar de una separación que barruntaba el corazón había de ser eterna. Quedaba la despedida más difícil: la de Siricia y Engracia. Fue preciso que los abuelos, reforzados por Sura, lo arrancaran de junto al sepulcro de aquellas cenizas sagradas, que constituían para él recuerdo eterno.



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